Quiero una mami de uni privada
En la batalla cultural de la meritocracia, la universidad privada es una cortina de humo para tapar lo importante de verdad: que algunos nos vencieron el día de su nacimiento.
Cenábamos este domingo en una tabernilla entre Los Cármenes y Carabanchel cuando en la mesa de atrás escuchamos quejarse a una madre, casi que chillaba, de lo puteado que estaba su crío con la selectividad; la mamá protestaba porque el chaval no solo tenía que matarse a estudiar Biología o Lengua si quería entrar en la carrera fantaseada – creo que hablaban de Fisioterapia, pero no me hagas demasiado caso –, sino que también debía compaginar todo aquello con unos amiguitos que se había echado en un club de fútbol del norte de Madrid: mientras el crío de Los Cármenes debía deslomarse para pillar plaza en alguna universidad pública, los nuevos colegones futboleros vivían tranquilísimos porque tenían su futuro inmediato bien atado gracias a ese invento de malandros y haraganes que es la universidad privada.
La mamá se quejaba porque su hijo, de diecisiete o dieciocho añitos, había tenido que dejar de lado el club de fútbol para centrarse en la selectividad, coyuntura que los otros colegas habían aprovechado para hacerse un hueco en el equipo y desplazar de su posición de titular al pobre muchacho. Pero no seas tú mal pensado, ¿eh? Seguro que es culpa suya; la vida es pura meritocracia y todos tus logros dependerán exclusivamente de cómo juegues tus cartas, no de que algunos vengan a este país de Dios con el mazo marcado y media docena de comodines en las mangas.
La conversación en la mesa de la madre me provocó muchísima ternura – también un tipo de presión en las arterias que creo que los comunistas como tú llamáis odio de clase – y me hizo recordar la tremenda decepción que sentí cuando caté universidad pública por primera vez: yo, catetito de pueblo y fan declarado de películas tipo American Pie, imaginaba que pisaría la facultad en Madrid y comenzaría a correrme todo tipo de juergas cual bohemio posadolescente, sin embargo, lo que me encontré fueron pisos compartidos con estudiantes guarros enganchados al Pristiq y clases enormes petadas de chicos que hubieran vendido sus dedos de los pies a cambio de que el catedrático de turno se aprendiera sus apellidos; soñé que mi etapa universitaria sería una fiesta larguísima llena de tusi rosa y modelos internacionales, sin embargo, solo me crucé con chavales ansiosos por no decepcionar a sus padres.
Yo en verdad he nacido, os lo juro, para tener una mami rica que me hubiese apuntado a una universidad privada. Es que me imagino, buah, haciendo el cateto en los viajes de fin de curso a Miami Beach o vacilando al profesor de mi grupo exclusivo de cinco alumnos y me pongo un pelín, ejem, cachondo. Y aunque eso hubiera estado bien, ¿sabes qué hubiera sido lo mejor? La victoria absoluta de saberme ganador incluso antes de tirar los dados. ¿Que no quiero estudiar selectividad? Pues no estudio, qué coño importa. ¿Qué no quiero ir a fútbol? Pues no voy: total, solo puedo perder un dinero que no necesito. En la batalla cultural de la meritocracia, la universidad privada es una cortina de humo para tapar lo importante de verdad: que algunos nos vencieron el día de su nacimiento.