Voy a tener suerte, se decía mientras deambulaba de nuevo por el ferial con la secreta confianza de que alguien se fijaría en ella y la invitaría a subir a otra de las muchas atracciones que allí veía, porque siempre había personas generosas que se apiadaban de los que más lo necesitaban y ella, sin saber todavía muy bien por qué, se contaba ya entre ellos.

Su madre le había dado un poco de dinero para que se divirtiera y sólo le había alcanzado para pasearse en un tiovivo que le había llamado mucho la atención al principio, un tiovivo que giraba y al mismo tiempo remedaba una especie de oleaje. Había satisfecho con ello su primer deseo y ahora no le quedaba otro remedio que confiar en su suerte, como se iba diciendo mientras caminaba sola entre el escaso público que había acudido entonces al ferial, a una hora en que todavía no se habían apagado en el horizonte las últimas luces del día.

María, que así se llamaba ella, era una niña de poco más de nueve años aunque resultaba quizá algo pequeña para su edad; era rubia, con el pelo lacio, la cara muy bonita. Se había puesto para la ocasión un vestido azul que apreciaba bastante porque antes había pertenecido a una niña rica. Su familia, como se desprende de lo dicho, había de ser tenida por pobre, o tal vez por desfavorecida, que es como diría un sociólogo moderno. Lo cierto es que su padre estaba parado y su madre realizaba algunas faenas en las casas, con las cuales apenas habrían podido salir adelante si no hubiera sido por la generosidad de algunos vecinos y por las ayudas que de vez en cuando recibían de la parroquia.

María era, además, la menor de cuatro hermanos, por lo que no era la única que debía ser atendida en la familia. Desde siempre ella había aceptado esta situación, aunque ahora hubiera preferido que cambiase o que al menos le permitiese disfrutar en otras atracciones de la feria, como en un tren al que no tardó en acercarse en cuanto lo vio. Se trataba de una pequeña locomotora y de varios vagones enganchados a ella que daban vueltas por una vía y que se adentraban en un túnel que debía de deparar grandes sorpresas a los viajeros por la cara que ponían éstos al salir al exterior.

María estuvo detenida allí un buen rato, embelesada con aquel espectáculo; sentía ganas de participar en él y miraba a veces también a su alrededor por si alguien la invitaba y le ofrecía la oportunidad de que se hiciera realidad su deseo. A su lado se colocaban siempre algunos padres con sus hijos aguardando para montarse en el tren, cuando éste se detuviera y se bajaran los pasajeros del anterior viaje. Nadie se había fijado hasta entonces en ella; sin embargo, no quería aún desilusionarse y esperaba con fe que llegara el ansiado momento, que casi creyó que se produciría cuando una abuela que iba con su nieta se le quedó mirando como si la conociera y estuviera dispuesta a interesarse por su situación.

María no recordaba haber visto nunca a aquella señora, a pesar de que su cara no dejaba de resultarle familiar, de ojos muy risueños y pómulos algo pronunciados. Pero aquello duró tan sólo un instante, pues en seguida la nieta, de una edad parecida a la de ella, requirió la atención de la abuela y se encaminaron las dos hacia otro sitio.

María permaneció allí unos minutos más, un poco contrariada por lo que acababa de sucederle. Al final decidió que debía continuar su paseo y, sorprendida por el ambiente que la rodeaba, cada vez más lleno de gente y de luces y sonidos que casi la aturdían, se dirigió hacia la noria, que no estaba muy lejos de donde antes se encontraba. La verdad es que nunca le había atraído tanto la noria como entonces, ya que siempre había temido marearse ante la impresión que le causaría verse caer desde tan alto; por un momento compartió la alegría de las personas que allí se divertían y sintió incluso deseos de ser como ellas.

Más tarde se detuvo ante un puesto de chucherías, y de buena gana se habría llevado algunas a la boca, sobre todo las nubes de azúcar, que le gustaban mucho. En esto, vio a una vecina que paseaba con el marido, una vecina que solía hablar bastante con la madre y que en más de una ocasión la había tratado con efusivas muestras de cariño; pero sólo fue capaz de intercambiar con ella un breve saludo, como si aquella relación apenas hubiese existido.

Luego se encontró con más niños, muchos de ellos acompañados de sus padres; a algunos les dijo adiós con la mano o con un leve movimiento de las cejas, pues eran conocidos del colegio. Aunque los veía más contentos que ella, no sentía envidia de ninguno. Se entretuvo en mirar los coches de choque y llegó a reírse de la brutalidad con que ciertos conductores se embestían, alguno de los cuales estaba a punto de salirse del vehículo.

Era ya algo tarde y por eso determinó retroceder sobre sus pasos. Estuvo tentada de acercarse de nuevo al tren al que había deseado subirse antes, pero comprendió que era inútil que lo hiciera porque nadie repararía ya en ella; así que, desilusionada, emprendió el camino que separaba el ferial de su casa, que no era nada corto, pues aquél estaba instalado a las afueras del pueblo, junto al campo de fútbol, y ésta se hallaba en un barrio algo apartado.

A medida que avanzaba, se iba volviendo más triste, al tiempo que los sonidos anteriores se oían con menos fuerza y las luces quedaban resueltas en un resplandor que no tardaría en perderse de vista, apenas se hubo internado María en las primeras calles del pueblo. Qué tonta soy, se repetía ahora a cada momento, y se prometía a sí misma que nunca más confiaría en su suerte, ya que así evitaría llevarse otro desengaño como el acababa de llevarse. Será mejor que no me haga ilusiones, concluía.

Cuando llegó a la casa, su madre supo al instante lo que le ocurría y le dijo que no se apurara, que Dios estaba con ella. Se fue a la cama sin cenar, pues se encontraba muy cansada. Aquella misma noche soñó que iba otra vez al ferial y que un señor mayor de enorme barba blanca la recibía como si fuera el dueño de todo aquel recinto. Con mirada complaciente, la invitaba a montarse en las atracciones que más le gustaran. Como era presumible, ella no dudó en elegir primero el tren que atravesaba el túnel fantástico. No bien se hubo montado, antes de que arrancara, aquel señor se aproximó a María y le dijo al oído que la quería mucho, pues en su reino los pobres eran los preferidos.

ESCRITO EN 2003

Artículo editado por Corporación de Medios de Andalucía y el Ayuntamiento de Atarfe, coordinado por José Enrique Granados y tiene por nombre «Atarfe en el papel»