«LA VIEJA LLUVIA» por Remedios Sánchez
La lluvia, aquella lluvia que mojaba mis manos en los atardeceres de otoño; la que, en las madrugadas largas del invierno, tocaba en la ventana anunciando el perfume de la mañana siguiente, la que ejercía una declaración de amistad, esa lluvia limpia, juguetona y despaciosa, hace mucho que no nos visita.
Las cosas esenciales, todo aquello que durante la época medular de la niñez fue importante, descubrimiento cierto de ternura infinita, sorpresa franca cascabeleando cuando todo era silencio, han acabado por quedarse atrapadas en el pasado. Perdura, eso sí, un sentimiento de nostalgia de quien ha vivido instantes que ahora no se pueden constreñir a palabras precisas porque las emociones son tan poliédricas, tan ricas en sus dimensiones, que no se amoldan a la fidelidad de un cuadro de Antonio López sino que van dejando en el alma de cada cual una huella única e imborrable.
Ya avisaba García Lorca de que la lluvia ejerce una lírica función musical sobre el paisaje y es verdad. Supone una placidez de agua alborotando los rosales del huerto para convertirse, con sorprendente rapidez, en reguerillos desordenados y erráticos yendo de un parterre a otro como acequias imprevistas. En su abrazo certero a los árboles (porque a cada uno de ellos es distinto, como si fuera una madre protectora) va cayendo diligente y rumorosa, variando en una risa cristalina que se escucha al acercarse el olmo de bola, aquel hogar transitorio de los gorriones de entonces; o bien en un cosquilleo vibrante entre las hojas verdes del magnolio torcido. Suena diferente en los cipreses, seguramente por su altivez distante que los lleva a enlazar con el mundo de los que ya no están, con esa ambición perpetua de alcanzar el azul infinito; es, en ese caso, otra música, más barroca y dramática al oído atento. Pero no sé por qué, conforme han ido pasando los años se nos ha escondido a los sentidos, disfrazada de tormentas que destrozan las cosechas, tromba indignada que arrambla con todo, habitualmente cubierta con una toquilla de grisura impenetrable y fría que la hace poco grata.
Casi inexistente el afecto por ella, improbable la posibilidad de rozarla con agrado inocente sabiendo el perjuicio para el agricultor que observa el cielo entre la necesidad y el miedo. Ahora desconozco si, aparte de haber perdido la lluvia delicadísima de la niñez, se han marchado también los gorrioncillos, pequeños habitantes alegres del vergel donde habitó un día la memoria que, quizás, fue mi casa más verdadera. En mi caso, los guardo aún en el recuerdo como el tesoro inmenso que fueron, nítidos y certeros con su canto de atardecida en la enramada, al ritmo de las gotas, acompañándolas como un violín bien afinado. Aún cierro los ojos y me imagino sus vuelos cortos, sus pasos minutísimos cercando las rosas que cerraban la temporada y casi puedo oler la tierra mojada y la yerbabuena fragante. La lluvia tenía en aquel tiempo mucho de fiesta, de juego con charco incorporado para botas amarillas. Ancestral y garbosa, era siempre la fortuna inesperada y memorable que venía a inaugurar una jornada perfecta para travesuras prodigiosas. Por eso ha de volver, como un gozo sereno, para que nadie olvide la hondura de la belleza sencilla que da sentido a la infancia.
FOTO: https://humanidades.com/lluvia/