El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (61): Cuarenta años después
Yo admiraba a mi abuelo. El cariño que le profesaba desde que era pequeño me había llevado a considerarlo como un hombre ejemplar.
Quizá la causa no fuera otra que el amor que él siempre me había tenido, incluso antes de que viniera al mundo, porque yo sé que mi nacimiento había sido aguardado por mi abuelo con gran expectación, como si hubiera visto en él una poderosa razón para cambiar su vida. Ese amor, manifestado al principio en forma de gozosa espera, se fue consolidando a medida que yo crecía, hasta el punto de que no paraba de agasajarme con atenciones y con regalos que a otros nietos no procuraba.
Aquella privanza que tenía conmigo debió de ser, por tanto, el principal motivo de que lo quisiese. Me acostumbré, además, a acompañarlo: desde que tenía seis o siete años iba con él a cualquier lado, incluso a lugares a los que tal vez no debía ir un niño. Su presencia era muy parecida a la de un padre que vela constantemente por su hijo, a la de un padre responsable y celoso. Tenía ya más de sesenta años en la época a la que se remontan mis primeros recuerdos. Era alto, de complexión más bien delgada, con el pelo negro, entreverado de canas. En su semblante era raro encontrar un gesto contrariado: mostraba casi siempre una expresión sonriente en sus ojos verdes, en el modo en que abría o cerraba la boca. Según decían, había tenido un gran tipo cuando era joven: su estampa y su donaire no les habían pasado desapercibidos a las mujeres con las que había tratado; más de una, por la atracción que ejercían sus encantos, habría deseado en aquel tiempo que él se le declarase, que él le hiciera una proposición atrevida. Por las fotografías que se conservaban de entonces, yo comprobaba que era cierto: veía en ellas a un joven muy apuesto, con el cabello ondulado, vestido siempre con trajes muy elegantes. Mi abuela, que tanto lo había querido, aseguraba que parecía una estrella del cine y que por los sitios por los que pasaba siempre llamaba la atención. Su opinión coincidía con la de otros contemporáneos suyos, por lo que no debía dudar de aquello.
La cualidad más relevante de mi abuelo no residía, con todo, en su físico: su mayor virtud era la simpatía arrolladora con la que se ganaba el afecto y la consideración de la gente. Seguramente era una condición que había sabido cultivar siempre, una condición que le había granjeado muchas amistades a lo largo de su vida. En el negocio que entonces regentaba, una tienda de ultramarinos, siempre se mostraba afable y ocurrente, convencido de que su cometido allí no era otro que complacer a la clientela. Su afán de atenderla de la mejor manera hacía que no descuidara tampoco nada: quería que el comercio estuviese bien surtido de productos y que estos no defraudasen a quienes los adquirían. Yo a veces, cuando estaba allí, me admiraba de la facilidad con la que hablaba, con la que sabía atraerse a todos los que lo escuchasen. Refería con gracia anécdotas, no solo cercanas, sino también de otros tiempos, cuando él se había movido por otros sitios, porque mi abuelo había viajado por muchos lugares, en los que había conocido a infinidad de personas; prácticamente no había ciudad o pueblo donde él no hubiera estado, bastaba con que se mencionaran por casualidad en el diálogo para que contara algo que en ellos le hubiera pasado. Le gustaba reproducir las conversaciones que hubiera tenido: casi palabra por palabra las reproducía, como si las tuviera bien grabadas en la memoria. Era un narrador ameno, próximo, muy cuidadoso con los detalles. Con él era difícil aburrirse; podía estar dos horas hablando sin que el interlocutor perdiera interés por lo que le estaba diciendo.
Mi abuelo, como era natural, no podía limitarse al reducido ámbito de la tienda. Su propensión a expandirse lo llevaba a salir de ella con frecuencia y a relacionarse con otros círculos, como eran los que se establecían en los bares o en otros locales públicos. Me acuerdo de que entonces intervino decisivamente en la formación de un nuevo equipo de fútbol en el pueblo: con algunos amigos tuvo reuniones en un bar muy conocido, hasta que finalmente se sacó adelante el proyecto. A su edad, ya avanzada, actuaba con la ilusión de un joven, con el empuje de alguien que no ha dejado de creer en sus valores. Hoy, cuando lo recuerdo, me sorprende que así se comportara: lo normal, después de todo lo que había vivido, era que tuviese un espíritu escéptico, inclinado al recelo y a la melancolía. Parecía como si la vida le hubiera dado una segunda oportunidad y no quisiera desaprovecharla, como si se hubiera armado de fe y de confianza para emprender un nuevo periodo.
Muchas veces me llevaba a mí de paseo por Granada. Mi abuelo había vivido en Granada cuando era joven. A menudo pasábamos por delante de la casa donde había residido, situada en un callejón muy estrecho. Una vez me contó que algunos días llegaba de madrugada y que como no tenía llave tiraba un chino al cristal de la ventana del dormitorio de sus padres para que uno de los dos le abriera. Recorría con él también los lugares más emblemáticos de la ciudad, todos cargados de recuerdos. Mientras los visitábamos, me refería historias que él conocía, la mayoría de ellas salpicadas de leyendas. Me acuerdo de que cuando pasábamos por la Gran Vía siempre señalaba un letrero descolorido que colgaba de una de las fachadas. Era el letrero de una marca de abonos ya inexistente; a duras penas se sostenía sobre el bajo donde había estado alojado el comercio, cerrado con una vieja persiana metálica, sobre la que se acumulaban la mugre y el polvo. Decía que él había trabajado en aquel negocio y que había sido quien había colgado el letrero. «Parece que fue ayer cuando estaba subido en la escalera; con veinte años, era el trabajador más joven, al que le encargaban las tareas más duras», insistía con una voz de ensueño, viéndose allí subido en la escalera, posiblemente de madera, tratando de clavar en la pared aquel pedazo de chapa de hierro con el nombre de la empresa. Yo me lo imaginaba así mientras me lo contaba; me acordaba de las fotografías, en las que aparecía como un hombre gallardo.
Era aquel un episodio que no se me ha olvidado. Durante varios años permaneció aquel letrero colgando del mismo sitio. Cada vez que pasaba por la Gran Vía no podía dejar de recordar lo que él me había contado. Habían pasado cuarenta años. Para mi abuelo, cuarenta años no eran nada, le parecía que era ayer cuando había tenido lugar aquella escena. Yo, cuando era niño, no lo entendía: no podía entender que el tiempo transcurriera tan deprisa. Hoy, en cambio, comprendo a mi abuelo. La vida es muy corta: el tiempo en ella vuela. Mientras se vive, quizá se ignora: los intereses de cada momento absorben la atención, impidiendo que se discurra de otra manera. Yo lo he comprendido a partir de cierta edad, cuando ya tenía una buena parte de mis objetivos cumplidos. Por lo general, no se piensa cuando se actúa. Mi abuelo, cuando tenía veinte años y trabajaba en aquella empresa, no podía pensar que el momento en que estaba colgando el letrero habría de ser evocado después por él con tanta emoción. Era, simplemente, un encargo que le habían hecho y que él trataba de cumplir del mejor modo posible. Quizá su continuación en el empleo dependía de eso, de lo bien que ejecutase su cometido. Es una escena que parece normal pero que está cargada de sentido. Demuestra que no hay nada que sea inocuo, nada que no pueda tener consecuencias imprevisibles.
Cuarenta años no habían sido nada para mi abuelo. El letrero permaneció algún tiempo más colgando del mismo sitio, a punto ya de desprenderse. Cada vez que pasaba por allí, no podía evitar acordarme de mi abuelo: lo veía subido en el último peldaño de la escalera, en un mediodía de otoño, con un sol tibio alumbrando la Gran Vía. Hoy está ya él muerto; me aproximo de forma inapelable a la edad que entonces tenía. Parece mentira que esto ocurra. Yo también recuerdo escenas o sucesos de mi juventud, velados por el aura de un sueño. Podría decir lo que decía mi abuelo, cuando paseaba conmigo por la Gran Vía. Yo era un niño; él, casi un anciano. A veces creo que sigo siendo un niño, un niño que se acaba de subir al tren de la vida y que ve pasar ante él imágenes sucesivas. Camino cogido de la mano de mi abuelo, de la que no oso apartarme. Él dirige mis pasos, me lleva a los lugares a los que desea que vaya. Me dice que ha viajado mucho y que en todos los sitios ha visto lo mismo. Pueden ser distintos los modos o las circunstancias que concurren en un determinado caso, pero lo esencial no varía. Soy ahora un hombre con alma de niño. Mi abuelo camina conmigo, siento el contacto de su mano en la mía. No tengo miedo. Todo me sonríe. Los años siguen pasando, pero no me haré viejo. Vivo en un presente eterno, en un tiempo que se dilata de forma indefinida. La muerte no acaba con nada: tras ella se abre una etapa nueva, en la que el espíritu sobrevive a sus angustias. No, mi abuelo no ha muerto, continúa caminando a mi lado. Me lleva, en un mediodía de otoño, a un lugar que todavía no he visitado. Soy casi un anciano; él, un niño que no ha dejado de crecer y que habla con indecible encanto. Yo lo admiro. Me cuenta que hace cuarenta años había colgado una chapa alargada de hierro de una fachada de la Gran Vía, en la que estaba escrito el nombre de la casa de abonos en la que él entonces trabajaba. Ese letrero todavía cuelga encima del local donde se hallaba aquel negocio. Yo lo miro. Tiene los bordes doblados, las letras están ya borrosas. Han pasado cuarenta años. Parece increíble, me dice mi abuelo. En sus labios se dibuja una sonrisa. Sé que nunca miente: si él lo dice, será cierto. El tiempo pasa muy deprisa. Lo que se pierde es lo que se ha tenido, lo que ha sido objeto de una posesión insegura. Ya no hace falta que piense: seguiré caminando con él hacia ese lugar impreciso, donde ya nada envejece ni muere.
Quizá esto que he referido no se parece a un cuento. En un cuento el tiempo fluye y en este relato todo se mezcla. Es acaso la narración de un sueño, la relación de un recuerdo que ha ido creciendo de forma descontrolada y confusa. Es, en cualquier caso, una historia que no ha seguido un orden o que no se ha sometido a un patrón cierto. Contar no es pensar: contar es solo tirar de un hilo, con palabras que en él se van ensartando de modo espontáneo. Las personas a las que les gusta mucho hablar lo saben. Mi abuelo, que tan bien hablaba, sabía que su discurso sería más atendido cuanto más hablase, cuantas más palabras en él ensartara. Como buen narrador, daba mucha importancia a los detalles. Quizá si la hubiera contado de otro modo, aquella historia del letrero no la hubiera recordado, y este relato, que más se parece a un sueño o a una reflexión desordenada, yo no lo hubiera podido escribir. Me he dado cuenta, ahora que he llegado al final, de que no narro como él: a veces no me detengo en lo que a los lectores o al público les pudiese gustar. Desearía parecerme a mi abuelo, a quien no le faltaba nunca instinto para elegir siempre lo que había de despertar más interés. Era un don que él tenía y que explotaba continuamente. Un don del que yo carezco, por mucho que escriba o que crea que lo hago bien.
La vida, como mi abuelo diría, no termina: si se sabe contar, continuará existiendo en la memoria del lector, como en la mía perduraron sus relatos, las historias que él me contaba cuando era pequeño.