El moralismo que reclamamos se relaja cuando el asunto trata de uno mísmo

El diablo se apareció a un pobre oficinista llamado Teodoro, le regaló una campanilla y le propuso un pacto: si tocas la campanilla, lejos, muy lejos, en China, morirá un rico mandarín y tú heredarás su fortuna. ¿Aceptará Teodoro el pacto? El pobre tiene tanta necesidad… El mandarín está tan lejos… Ni siquiera tendrá que verle… Sólo agitar la campanilla, y heredar…

Así empieza el famoso relato de Eça de Queirós sobre la responsabilidad, el compromiso con el mal y la culpa. ¿Qué haría uno si le propusiesen algo tan indecente? Enviar al diablo al infierno. Salvo, naturalmente, que uno estuviera en la más extrema y desesperada miseria. Si sus hijos se estuvieran muriendo de hambre sacudiría tímidamente la campanilla, y a tomar por saco el rico mandarín, al fin y al cabo no son chinos lo que falta en este cochino mundo.

Conflictos entre el deber y el interés propio, entre la conciencia y el beneficio, nos los planteamos cada día aunque en dosis homeopáticas, de manera que reaccionamos automáticamente, sin apenas reflexionar. Y si dudamos siempre podemos remitirnos al imperativo categórico de Kant: actúa como crees que todos los seres humanos deberían actuar si estuvieran en tu situación.

Claro que Kant puede decir misa y luego cada uno hace de su capa un sayo.

Durante la Segunda Guerra Mundial el yugoslavo Milovan Djilas, brazo derecho del mariscal Tito, se encontró con su inesperado destino cuando era comandante de una partida de guerrilleros. Fue una tarde de verano. Estaba descansando con sus camaradas después de una batalla cuando uno de sus prisioneros se les escapó y se echó a correr por un sembrado. En cumplimiento de las leyes de la guerra, Djilas tomó el fusil, apuntó cuidadosamente, disparó y vio caer al prisionero a lo lejos. Fue un episodio trivial, intrascendente, y en realidad Djilas no tenía nada que reprocharse por hacer lo único que podía hacer y cumplir con su deber de soldado, pero aquel instante trágico lo estuvo obsesionando, socavando su identificación consigo mismo e incitándole a cuestionárselo todo, hasta convertirse en el adversario número uno de Tito, hasta escribir La nueva clase, Conversaciones con Stalin y otros ensayos fundamentales sobre la íntima naturaleza del comunismo, acabar en la cárcel y acceder a la más pura libertad…

Ayer estaba yo en un atasco de tráfico recordando esta anécdota de Djilas cuando el exasperado taxista me dijo en un tono que asustaba: «Con todos esos políticos ladrones y corruptos el país está que da asco, el país da pena, da vergüenza». Tiene usted mucha razón, respondí. Insistió: «¿Sabe usted qué haría yo con todos esos capullos, si fuese presidente del Gobierno? Los colgaba a todos de las farolas. Ya vería usted cómo los siguientes se lo pensaban dos veces antes de meter mano en la caja». Muy bien, le dije, ¿y qué más haría usted? Para levantar el país, me refiero. «¡Pues qué iba a hacer! ¡Robar como ellos!», explicó en el tono de quien se pregunta si estás tonto o qué. «¡Robar todo lo que pudiera, se iban a enterar esos hijos de la gran puta!».

Era lo que se llama un discurso incoherente pero sincero, y una manera de razonar muy extendida. El honesto contribuyente, conduciendo en el atasco fenomenal de la hora de salida de los colegios, era víctima de mil injusticias y agravios de la vida y, como víctima, como caso subjetivo, se juzgaba autorizado a saltarse las normas del imperativo categórico kantiano, por lo menos en la dimensión paralela de sus torturadas fantasías. Solemos pensar con un agudo sentido de la justicia, pero actuamos con esa cláusula de excepcionalidad. El riguroso moralismo que se reclama del comportamiento de los demás se relaja con grandes dosis de liberalidad y relativismo moral cuando el asunto trata con uno mismo o con los suyos.

Sabemos a ciencia cierta que dentro de cincuenta años nuestros descendientes, que serán estrictos vegetarianos, pensarán con repugnancia e incredulidad en nosotros comiendo carne, y para ellos seremos tan bestiales como a nosotros nos lo parecen nuestros antepasados caníbales…

Dadas las dificultades insalvables que aquí y ahora presentan los viajes en el tiempo, sería raro que a ninguno de nosotros se nos plantee en serio la opción de teletransportarnos al pasado, inclinarnos sobre la cuna del bebito Adolfo Hitler (¿quizá su mamá lo llamaba Fito?), y decidir si estrangularlo, ahorrándole al mundo la Segunda Guerra Mundial. Menos raro es tener que decidir -como Ulrich Thomsen en la película La herencia, obra maestra del movimiento Dogma- si hay que echar a la mitad de la plantilla de una empresa para garantizar su viabilidad o mantener a toda costa todos los puestos de trabajo corriendo un riesgo muy serio de perderlos todos.

Decidir si es tu hijo quien debe beneficiarse de un trasplante de riñón a pesar de que apenas tiene posibilidades de supervivencia o si debes cederle ese riñón a otro niño con muchas más posibilidades de salir adelante con él…

¿Devolverías esos 1.000 euros de más que te ha dado por error el cajero del banco?…

¿Torturarías a un terrorista para sonsacarle dónde demonios esconde la bomba en marcha, tic-tac, tic-tac?

¡Kant te ampare!

El hecho es que por improbables y especulativas que parezcan algunas de las preguntas que aquí se formulan y se responden para componer una estadística relativamente fiable, dilemas esencialmente parecidos se nos presentan cada día, casi a cada hora. Jalonan el día a día, lo configuran con un subtexto moral. La madre tiene que decidir si respeta el derecho de su hija adolescente a la intimidad -si respeta su dignidad como persona- o si por su propio bien puede leer a escondidas el diario íntimo al que la chica confía sus inquietantes secretos, temores, anhelos, experiencias. ¡Es por su bien esa violación!

El cónyuge que espía los mensajes en el móvil de su pareja lo justifica ante el tribunal de su propia conciencia porque la incertidumbre y los celos le hacen sufrir demasiado. El transeúnte que da limosna a un mendigo (pero cuánta, y por qué no la da también al siguiente mendigo), ¿tiene derecho a esa satisfacción culpable que siente por haberse desprendido de una moneda con la que si no alivia la miseria del mendigo compra un poquito de autoestima?… El que baja ilegalmente películas, libros, discos de la red diciéndose que es pobre y que tiene derecho al libre acceso a la cultura, y que en este mundo materialista y cínico sería tonto pagar si puedes ahorrártelo… El que esnifa unas rayitas para animar la madrugada del sábado aportando así su modesta colaboración a las atrocidades del cartel de Sinaloa o a los Caballeros Templarios… Con las decisiones que se toman en estos conflictos minúsculos, apenas perceptibles, no sólo vamos trazando el mapa de nuestra propia moral interna y externa, sino también reificando el orden y la dinámica del mundo.

Al formarse por primera vez el hongo nuclear en el desierto de Nuevo México, Robert Oppenheimer, el físico que dirigió el proyecto Manhattan para desarrollar antes que el enemigo la bomba atómica recordó una frase del texto sagrado hindú, el Bhagavad-Gita: «Ahora me he convertido en la muerte, la destructora de mundos». Es de suponer que en los momentos de angustia que debieron asaltarle algunas noches durante los siguientes 20 años se preguntaría, pues ésa es la clase de cuestiones que asaltan al insomne, si la justificación para aniquilar a la población de Hiroshima y Nagasaki, que era abreviar la guerra y ahorrarle muertos a los EEUU, había sido razonable.

¿Por qué habrían de ser más valiosas las vidas de unos miles de soldados norteamericanos que las de cientos de miles de japoneses? ¿Acaso haber sido agredidos, tener en aquella guerra la razón de su parte, les habilitaba para convertirse en la destructora de mundos?

En las respuestas que pudiera darse a estas preguntas Oppenheimer se jugaba el alma. En cambio el piloto Paul Tibbets, que el 6 de agosto de 1945 lanzó la bomba de Hiroshima desde el avión al que había bautizado con el nombre de su madre, Enola Gay, no se hacía esta clase de preguntas. Tan seguro estaba de que su actuación fue irreprochable que 30 años después la repitió en una demostración de acrobacias aéreas en Texas, ante 40.000 espectadores que pagaron su entrada para ver cómo su avión arrojaba un simulacro de bomba atómica que gracias a los explosivos que el Ejército le facilitó para la ocasión levantó una voluminosa (pero inofensiva) nube en forma de hongo. El embajador japonés en Washington elevó una dolida protesta ante el Gobierno. La frivolidad no se repitió.

En cuanto a Oppenheimer, un día el presidente Truman le recibió en el Despacho Oval. Oppenheimer le comentó que sentía que tenía las manos tintas en sangre. A lo mejor esperaba que el presidente se las lavase. Era como Teodoro en el cuento El mandarín, después de tocar la campanilla. De muy mal humor Truman le respondió que se dejase de infantilismos y sensiblerías, pues si alguien tenía manchadas las manos era él, que para eso había sido el responsable de los bombardeos. Luego cuando Oppenheimer abandonó el despacho, Truman, volviéndose a su secretario, le dijo que no quería «volver a ver nunca en mi despacho a ese hijo de puta».

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