22 noviembre 2024

¡Atención: se encuentra ante una sustancia que puede resultar tan adictiva como la cocaína o la heroína! O al menos así lo indican algunos estudios. Aunque debe exponerse al riesgo, porque la realidad es que sin ella no podría vivir.

La sal, ese producto tan cotidiano al que recurrimos de forma consciente o inconsciente, resulta indispensable para nuestra existencia. Sin ingerir cloruro de sodio (su denominación oficial), moriríamos. Como explica Daniel Closa, científico del CSIC en el Instituto de Investigaciones Biomédicas de Barcelona: «El cloruro de sodio ayuda al funcionamiento de las células: aunque en cantidades pequeñas, nuestro cuerpo lo necesita. Es el único alimento mineral que necesitamos como tal».

Pese a ello, rebasar la línea que separa la necesidad del exceso puede acarrear graves consecuencias, como problemas de hipertensión. De hecho, la reducción en su consumo evitaría casi uno de cada cuatro casos de accidentes cerebrovasculares. Pero la presencia de sal en prácticamente todos los productos hace que, con frecuencia, se caiga en el exceso. Por ejemplo, una simple manzana contiene un miligramo de este mineral. Y si opta por un vaso de leche, sepa que la cantidad se dispara a los 44. Aunque lejos de los casi 1.200 miligramos embutidos en un sándwich de salami.

Su función potenciadora del sabor hace que los alimentos resulten más sabrosos, por lo que aumenta las ganas de consumirla. Y la leyenda urbana tampoco ayuda: de hecho, en ciertas culturas, como la rusa, se le conoce como la muerte blanca. «Tenemos agua dentro de las células y los vasos sanguineos, y para que esos volúmenes se mantengan en niveles correctos, contribuyendo al mantenimiento de la tensión arterial, el sodio es fundamental», asegura la doctora María Ballesteros, vocal de la junta directiva de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición.

CANTIDAD RECOMENDADA

Pero, ¿cuánta sal debemos consumir? La pregunta tiene cierta trampa. Según la Organización Mundial de la Salud, la población adulta debería estar en los cinco gramos al día. O lo que es lo mismo: dos gramos de sodio, ya que la sal contiene alrededor de un 40% de sodio. En cantidad, equivaldría a una cucharada de sal. ¿Eso significa que debemos añadirla a la comida sin más? La respuesta es rotunda: no se le ocurra. La cantidad de carnes y productos procesados que consumimos, además de su presencia como conservante en muchos otros alimentos, hacen que la ingesta de sal esté por encima de la media. Los expertos calculan que, en el mundo occidental, este consumo medio está en los 10-12 gramos/día. De ahí que la OMS, para curarse en ídem, haga recomendaciones a la baja.

«En personas sanas, que no tengan ningún tipo de enfermedad cardiovascular, un consumo de seis o siete gramos diarios sería suficiente. Mientras que en personas con la tensión alta habría que rebajarlo por debajo de los cinco gramos», explica la doctora Ballesteros. En definitiva: la virtud aristotélica como el punto medio entre los dos extremos.

Aplicar las tablas médicas a la cazuela no resulta tan sencillo. Y menos en un país que destina al consumo humano 150.000 toneladas de sal, según el Instituto de la Sal (Isal). Para hacernos una idea de cómo no pasarse de salaos, la doctora Ballesteros da un ejemplo práctico: «Si comiéramos alimentos sin sal añadida -esto es, que no estén procesados-, ni añadiendo más tarde una pizca al cocinarlos o en la mesa, estaríamos por debajo de los cinco gramos diarios. Si pusiéramos sal en la cocción pero no en la mesa, nos quedaríamos en unos siete gramos (lo recomendable en personas sanas). Y si aderezamos en la mesa nuestro plato con sal, subimos a los 10-12 gramos, que es el consumo de España».

Las personas mayores son las que más vetos a la sal reciben por parte de los especialistas. Pero esta recomendación médica, más que un problema salino, tiene que ver con el consumo de agua. Closa lo explica: «La gente mayor acostumbra a beber menos agua porque pierden el reflejo de la sed; en consecuencia, aumenta el aporte de la sal». Así, se produce un desequilibrio interno entre agua y sal, que decanta la balanza de manera peligrosa del lado de la segunda. Como expone el experto del CSIC: «Con la hipertensión lo que ocurre es que nuestro cuerpo, ante el exceso de sal, añade agua, por lo que las venas se convierten en una cañería desbordada».

En el extremo contrario también se producen desequilibrios. Ballesteros da un caso práctico: «Un ejemplo de lo que supone la bajada de sodio en sangre es cuando en un maratón hay atletas que se hidratan bien, beben agua, pero no toman suficientes sales y, al final, pierden el conocimiento». Además de los factores de edad (niños y ancianos deben consumir menos sal que los adultos), la variable geográfica también influye en su consumo. Algunos estudios aseguran que la población de raza negra necesita una cantidad de sal menor, porque tienden a sufrir hipertensión con más facilidad que otros ciudadanos.

Tal es la importancia de la sal que dispone de una legislación propia. En España, la Reglamentación Técnico-Sanitaria para la obtención, circulación y venta de la sal y salmueras comestibles, regulada por Real Decreto del 27 de abril de 1983. En ella se especifican, entre otros, las dosis máximas y tipos de antiapelmazantes que pueden acompañar este producto, los aditivos autorizados, el envasado y etiquetado. El contenido mínimo de cloruro sódico presente en la sal (establecido por dicha ley en un 97%) fue regulado de nuevo en 2011, permitiendo una sal marina con un contenido inferior (94%) para aparejarla a la legislación comunitaria. La confluencia de leyes en la Unión Europea fructificó en 2008 en un Plan de Reducción del Consumo de Sal puesto en marcha por el Ministerio de Sanidad «para reducir la morbilidad y mortalidad atribuida a la hipertensión arterial y las enfermedades cardiovasculares», que sirviera para acercarse a esos cinco gramos diarios recomendados por la OMS.
¿REFINADA O SIN REFINAR?

Algunas voces ponen el acento en los procesos de refinado de la sal: más pureza, menos pureza… Pero en la comunidad científica este hecho carece de interés. «Es cuestión de modas», asegura Closa. «Al estar refinada, se supone que tiene mayor mezcla con otros componentes, como magnesio, potasio, yodo… Pero con nuestra dieta occidental, consumir sal refinada o sin refinar es irrelevante. No resulta más tóxica ni más sana», resume.

En cambio, el hecho de añadir otros elementos, como yodo o ácido fólico, sí tiene efectos positivos. El yodo previene enfermedades relacionadas con el tiroides, como el bocio, por lo que añadirlo a la sal resulta una buena ecuación. De esta forma, la propia ONU ha lanzado varias campañas de yodación de la sal en países que, por su dieta, pueden presentar carencias de este elemento. Además, determinados grupos que requieren una suplementación extra en momentos determinados, como durante el embarazo, también se ven beneficiados por este aporte.

El rol de la sal es tan determinante que no tiene sustitutivo para las funciones fisiológicas que realiza: sólo tiene recambio en su cometido como aderezo. Ocurre con algunas sales de potasio, que, como resume la doctora Ballesteros, «producen menos problemas para la tensión, pero no poseen las mismas propiedades que el cloruro de sodio». Así que ya sabe: mire a este producto como un aliado, pero guarde los excesos para otros menesteres.
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