El periodista José Mora Guarnido, coetáneo, amigo personal y contertulio de Federico García Lorca en El Rinconcillo, tal vez escapó de correr la misma suerte que su amigo al exiliarse en 1934 en Montevideo. Desde allí supo del cruel e injustificable final de muchos de sus amigos “rinconcillistas” tras el alzamiento fascista de julio de 1936.

Y allí, dejando posarse el odio, seleccionando recuerdos, reviviendo los afectos, fue escribiendo el delicioso libro “Federico García Lorca y su mundo” (Editorial Losada, Buenos Aires, 1958), que la Caja de Ahorros de Granada reeditó en facsímil en 1998 (año del centenario), con prólogo de Mario Hernández.

 

Portada de le edición de Losada (1958)

Portada de le edición de Losada (1958)

         Se trata de un libro escrito con memoria y afecto, por lo que no debe considerarse una fuente fiable para la documentación historicista (el prologuista señala abundantes inexactitudes), pero en cambio ofrece tal visión de la Granada de su época y tan sustancioso anecdotario, que cumple sobradamente el propósito de recuperar la memoria más humana y tierna del poeta fusilado en Víznar.

Mora Guarnido, que conoció a toda la familia Lorca, echa mano de sus recuerdos y, desfigurados o no por el paso de los años, retrata a un Federico joven, directo, brillante, vago en los estudios, músico y siempre deslumbrante.

Portada de la edición de Granada (1998)

Portada de la edición de Granada (1998)

         He leído pasajes verdaderamente divertidos que dibujan el espíritu del granaíno medio de entonces, que aún pervive en nuestras calles fuera del escaso formalismo que se guarda en esta ciudad. He seguido el despertar de la afición musical del joven Federico, el proceso mental que le hace cambiar a la escritura, sus escasas ganas de estudiar con seriedad las carreras de Filosofía y Letras y Derecho, el ambiente de su familia… Todo Federico aparece desde el enfoque de la evocación, con una continua duda ante los datos que, como dice el autor, “tal vez estén en mi librería granadina”.

De todo ese universo lorquiano, rescato un divertido texto del capítulo VII, que habla de las relaciones familiares del poeta asesinado:

Federico en su tertulia de "El Rinconcillo"

Federico en su tertulia de “El Rinconcillo”

       Grandes y pequeñas escaramuzas se producen día a día en esta lucha en la que hay que reconocer que de las dos partes se mantiene generalmente una actitud razonable. Quebrar los hábitos familiares que tienen a veces solidez y aparatosidad de liturgia, exige una táctica constante al acecho de la oportunidad. Por ejemplo, los horarios. ¿En qué casa no ha sido un problema el obligar al adolescente a que se recoja a hora determinada, asista con puntualidad a las comidas? El poeta no se puede someter a esta puntualidad. Y será muy difícil convencer al resto de los mortales de que no es que no quiera, sino que sencillamente no puede.

       Para don Federico es algo sagrado la tradición patriarcal de la familia y una de sus más firmes expresiones la hora de sentarse a la mesa. Él está en su tertulia del Casino y cuando siente la leve puntada del hambre sabe que son exactamente las siete menos veinticinco minutos. En ese instante se levanta, y, como desde el Casino a su casa hay poco más o menos cincuenta metros, sabe que marchando despacio llegará a las siete menos cinco, con tiempo de lavarse las manos y sentarse a comer. A esa hora, toda la familia debe estar presente y dispuesta a la consagración solemne del yantar, a menos que alguna causa justificada haya ocasionado la ausencia de alguno. Y esto ha ocurrido siempre hasta que el hijo mayor tiene diecisiete o dieciocho años. En esta sazón ocurre que muchas tardes a esa hora solemne hay una silla vacante en la mesa. Si don Federico está de buen talante se distrae un poco esperando con bondadosa tolerancia que el atrasado se incorpore antes de que llegue la sopa; pero, sí por alguna causa su humor no anda muy asequible, empieza a arrugar la cara y emitir leves gruñiditos. Doña Vicenta retiene un poco el instante de disponer que sirvan.

       —¿Dónde está el niño? —pregunta don Federico.

       —Ya vendrá —dice doña Vícenta—. Se habrá entretenido en alguna cosa y se le habrá hecho tarde.

       Generalmente, a los pocos minutos y jadeando por haber subido las escaleras de tres en tres, llegaba Federico, tiraba el negro sombrerito de fieltro sobre una silla sin tiempo para detenerse a colgarlo en el perchero, corría al cuarto de baño, se zambullía y secaba rápidamente y, con la cabeza chorreando como un pájaro bajo la lluvia, entraba de puntillas en el comedor, se sentaba y observaba con disimulo hasta qué grado había subido la presión del enojo paterno. Se salvaba la situación, y al poco rato, como sí no hubiera ocurrido nada. A veces, el enojo paterno persistía y el padre hacía alguna observación un poco mortificante que el hijo desdeñaba replicar.

       Un día, sin embargo, el retraso del poeta ha sido excesivo; la misma doña Vicenta está, más que enojada, alarmada. ¿Le habrá pasado algo? Federico llega, ve que ya están en el primer plato después de la sopa, no dice nada. Don Federico estalla enojado.

       —Niño, ¿es que te has creído que esta casa es una fonda? ¡Que sea la última vez que llegas tarde a comer! … Desde mañana, el que no llegue a la hora, no se sienta a la mesa.

       Federico se revuelve encrespado.

       —¡Pues no me sentaré! —dice—. ¡No quiero encerrarme en la casa, a comer, a la hora del crepúsculo!

       Se produce un silencio cargado de presagios. ¿Qué hará don Federico? ¿Qué contestará ante esta terminante expresión de rebeldía? Todos comen callados sin levantar los ojos del plato, en una tensión insostenible. Y de pronto rompe inocentemente esta tensión la cocinera, asomándose y preguntando:

       —¿De qué quiere la tortilla el señorito Federico?

       Antes de que el interpelado conteste, don Federico dice furioso:

       -¡De crisantemos!… ¡De violetas!… ¡De crepúsculo!

        Estupor general. Nadie sabe qué hacer ni qué decir. Y Federico alza los brazos al techo lanzando una estrepitosa carcajada. Se le une la pequeña Isabelita; se contagian los otros hermanos… Doña Vicenta no puede aguantar la risa tampoco… y al fin se ríe también el propio don Federico que no puede persistir en su actitud enojada.

       Aquella noche. Federico refiere en el “rinconcillo” el gracioso triunfal episodio. Cuando después los amigos nos cruzamos en la calle con el padre, nos sonreímos al saludarlo y él nos dice guiñando el ojo:

      —Ya te habrá contado la cosa ese granuja de mi hijo.

       Fórmula de pacificación, pero prueba igualmente de una victoria decisiva. El poeta ha logrado imponer la respetabilidad del crepúsculo frente a la aridez do los horarios tradicionales, la independencia y prioridad de las razones espirituales frente a las exigencias materiales y formalistas. En adelante, esa silla vacía se quedará así muchas tardes y el padre derrotado salvará con un chiste tolerante el prestigio de su autoridad.

       —El niño se estará comiendo su tortilla de crepúsculo. Pues que le aproveche. ¡Nosotros nos la vamos a comer de jamón!

       Y doña Vicenta y los hermanos se ríen.

Me ha parecido el pasaje de una biografía común más que de la de un ser excepcional, como fue Federico, según abundantes testimonios. Por eso lo paso a la modesta antología de este blog. Es fin de semana y merece la pena empezarlo con una sonrisa.

Alberto Granados

Publicado por Alberto Granados  en Antología

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