22 noviembre 2024

A Ángel Olgoso, escritor y amigo

        Encontré en una librería de viejo de Buenos Aires unos infolios que me sedujeron al instante. Tras varias indagaciones fallidas y muchos años de olvido, conseguí averiguar que pertenecían a la Chrónica Olgosiensis, que todos los bibliófilos daban por irremisiblemente perdida. El profesor Waldorf me envió la traducción anoche. Con su habitual sabiduría, ha revisado el torpe borrador que le envié y ha rellenado las lagunas que no supe afrontar, además de añadir muchas notas aclaratorias. El resultado, soberbio, me ha tenido fascinado toda la noche, pues narra prolijamente la historia de los dos niños muertos de Brandeburgo en los tiempos del margrave Rodericus, historia que todos los mitólogos han considerado siempre una leyenda incompleta y llena de variantes populares. He leído el texto y me tiene intrigado hasta extremos impropios de alguien como yo, largamente avezado en este tipo de leyendas bárbaras.

        Al decir de la Chrónica, Rosmunda era la hija de Marianne, la desgraciada hija menor del margrave. Cuando esta contaba con diecisiete años, quedó preñada de un lacayo. El noble no se permitió la menor piedad y mandó colgar al sirviente, en tanto que la muchacha fue apartada de la corte, desterrada a un ruinoso palacio en medio de la nada y maldita por su padre:

       -Hija malhadada, parirás una criatura aborrecible. Antes o después tendrás que matarla y sufrirás el mismo dolor que yo sufro ahora con tu ignominia –fueron la últimas palabras que la chica oyó de Rodericus.

        La muchacha, acompañada por un breve séquito, fue abandonada en la más boscosa zona del Imperio y allí, rodeada de soledad, en un inhóspito y solitario paraje, crió a la pequeña Rosmunda, que parecía haberse librado de la maldición de su abuelo, a quien no vio nunca. Marianne era feliz con su niña y buscaba con angustia algún rasgo inquietante en sus gestos, en su sueño, en su manera de jugar o comportarse, pero en todo parecía una niña normal.

Fotografía de Axel Hütte

Fotografía de Axel Hütte

        A la edad de ocho años, la chiquilla oyó una voz que llegaba de la espesura y cantaba deliciosamente. También la había oído Marianne. Siguiendo la melodía, ambas se internaron en el bosque. Al aproximarse iban percibiendo aquel prodigio con toda nitidez. Era una voz cristalina, limpia, potente, y la madre, rota en llanto, creyó oír un ángel que hubiera venido del cielo a mitigar su soledad y a anunciarle el ansiado perdón del viejo margrave. Pero solo se trataba de Otto, el hijo de una campesina, un niño dos años mayor que Rosmunda. Esta le pidió a su madre que se llevaran al niño al viejo palacio para poder oírlo cantar cada vez que quisieran.

       No le resultó difícil a la madre conseguir que aquella otra pobre mujer y su hijo fueran a vivir a su casa. Otto y Rosmunda eran desde entonces amigos inseparables que compartían juegos, correrías y bromas. Cada uno necesitaba sentirse acompañado por el otro y encontraban en su mutua compañía la perfección de su cerrado universo.

       Pero Otto empezó a cambiar. Su cuerpo se estiró, apareció un extraño vello en su rostro, su nuez se mostraba cada vez más prominente y su voz dejó atrás la perfección. Rosmunda lloraba inconsolable y las dos mujeres buscaban un remedio. Fue entonces cuando pasó por allí Oswald, que dijo ser un peregrino con destino a Santiago de Compostela. Su voz ronca, su aspecto feroz, que apenas dejaba ver unos sombríos ojos bajo la capucha frailuna, inquietaron a las mujeres y a sus hijos, pero no pudieron negarle su hospitalidad. Aquella noche, tras la cena, cuando todos miraban el fuego de la chimenea, el extraño personaje hizo su proposición:

       -Puedo hacer que su voz permanezca limpia para siempre. He visto y oído a muchos castrati en las cortes de media Europa. Comprendo que exige un sacrificio, pero…

       Las dos mujeres se miraron estupefactas, pues no habían mencionado ni la maravillosa voz del muchacho ni el cambio producido por la pubertad. La niña, al saber que Otto podría mantener la calidad de su voz para siempre, aplaudió la idea sin saber muy bien de qué se trataba. Por su parte, Otto, con el semblante lívido, aceptó con generosidad la propuesta tras un mínimo instante de duda:

       -De nada me serviría mi voz si pierdo la alegría de Rosmunda –afirmó solemne.

       Oswald llevó a cabo la cirugía con mano diestra y se quedó atendiendo a Otto hasta que se repuso. Fiebres, dolores, arcadas y vómitos, y sobre todo una cierta tristeza, fueron conjuradas inmediatamente por el extraño peregrino, que no parecía de este mundo. Una mañana, cuando se levantaron, había desaparecido.

       La voz del muchacho había mejorado incluso y él se sentía contento. Dedicaba muchas horas a perfeccionar su arte y las gentes que pasaban por los lejanos caminos se acercaban al semiderruido palacio para escuchar el prodigio. Al verlos tan desasistidos, le daban al cantor generosos donativos que él agradecía sin saber para qué servía aquella riqueza.

       Rosmunda, a punto de hacerse mujer, atisbó las dimensiones cósmicas de su egoísmo. No había previsto que en su cerrado mundo solamente podía enamorarse de aquel muchacho, del que ya únicamente podría obtener canciones. La púber tenía ahora otros apetitos y sus emociones le provocaban una gigantesca frustración. Los esfuerzos canoros del muchacho no servían para saciar sus nuevos afanes. Se dejaba abrazar por su amigo pero era como morir de sed junto a un manantial y lloraba sin cesar.

       -Tú no tienes la culpa, Rosmunda. Fueron ellas. Yo quería complacerte, pero nuestras madres deberían haber impedido lo que me hizo ese demonio.

       -Es cierto. Merecen morir. Nos han destrozado. Yo era una chiquilla caprichosa, ignorante de todo, pero ellas, que sabían de la vida, tendrían que haber evitado tu sacrificio. Se merecen morir…

       Ambos amigos, desbordados de rencor, empezaron a planear la muerte de sus dos madres, pero una de las criadas los oyó y comunicó a Marianne lo que las amenazaba. Aterrorizada, recordó la maldición paterna y mandó una paloma mensajera a Oswald, quien parecía tener siempre una insólita solución para todo. Al momento de partir la paloma, el extraño peregrino apareció en la puerta.

       Los niños se acercaron a saludarlo con cierta inquietud. Ambos sintieron un súbito escalofrío. Después se alejaron barruntando una desgracia. El cielo se oscureció mucho antes de lo previsible y una negrura infernal circundó el viejo palacio. Un extraño silencio se instaló en aquellas habitaciones.

       Al amanecer, Marianne encontró al peregrino embalsamando los cadáveres de ambos niños. Rellenaba de paja aquellos cuerpos yertos y cosía la lívida piel con diabólica maestría. Les había implantado unos ojos de cristal que daban a sus miradas apagadas una sensación agobiante.

       -No os preocupéis, señora. Solo han muerto un poco, difusamente, se podría decir. No serán ya un peligro para vuesa merced, de eso podéis estar segura.

Imagen de George Krause

Imagen de George Krause

       Un rato después, los dos cadáveres estaban sentados en sendas sillas a la entrada de la casa, como si se tratara de dos objetos expuestos en un museo. Parecían vivos, sorprendentemente, aunque Marianne había visto sus cuerpos abiertos y eviscerados. No obstante, había desaparecido toda vida de sus semblantes, hieráticos ahora, inexpresivos y estáticos. Marianne y la otra mujer sintieron una intensa pena, pero también el alivio de saberse a salvo de las intenciones vengativas de aquellos dos mocosos. Pasaron muchas horas contemplando a los dos niños muertos, como desconfiando de los siniestros vaticinios del peregrino. Finalmente se acostaron, aunque sus sueños estuvieron plagados de sobresaltos y presagios.

       A la tercera noche, cuando ambas se sentían ya mucho más tranquilas, oyeron unas risas que les helaron el corazón. Después, la voz de Otto –no podía ser otra- cantó como nunca. Petrificadas de miedo, llegaron a la entrada. Los niños se besaban y acariciaban con una pasión nueva e impúdica y reían siniestramente al observar el estupor de sus madres. En noches sucesivas, el fenómeno se repitió. La voz de Otto era ahora más hermosa que nunca y traspasaba lo intrincado del bosque, por lo que empezaron a llegar gentes que, tras maravillarse por lo insólito de la situación, propalaron por todos los rincones del Imperio la difusa muerte y las extrañas habilidades de los dos niños muertos de Brandeburgo, que reían y cantaban. Así llegó la noticia al viejo margrave que recordó su maldición y se sintió el desencadenante de tanta desgracia y tanto misterio inexplicable. Lloró por su hija y por su monstruosa nieta y decidió poner fin a aquella aberración que se burlaba de las fronteras entre la vida y la muerte. Sus soldados quemaron una noche el viejo palacio entre los gritos de las dos mujeres, las risas siniestras de Rosmunda y el cántico más hermoso que salió jamás de la garganta de Otto, como si se tratara del mítico canto de un cisne antes de su muerte. Los dos niños muertos de Barandeburgo dejaron definitivamente este mundo para convertirse en una escalofriante leyenda que el profesor Waldorf ha puesto en mis manos.

       El alba empieza a mostrarse y decido descansar. Al soltar los folios cae al suelo un breve papel de distinto color que no había visto en la transcripción de la Chrónica Olgosiensis. Lo recojo. Se me eriza el cabello. En letras de un rojo de sangre, aclara que nadie puede conocer aquella vieja historia, destinada a permanecer oculta para siempre. En el último párrafo, la nota aclara: “Cualquiera que conozca la verdad morirá, pues la muerte no acepta bromas en sus dominios”. Pese a ser racionalista, siento un miedo atroz y busco en internet información sobre el mito, sin encontrar absolutamente nada. Después hago lo mismo con el profesor Waldorf. Tampoco aparece el más mínimo dato. Parece que solo yo he oído hablar de él, he creído en su existencia e incluso le he mandado fotocopias de los viejos infolios y mi aproximación a su exégesis. Es más, he recibido respuesta de alguien que parece no existir, sino en mi mente. Ato cabos. Ese nombre, Waldorf… Oigo que llaman al timbre, pese a ser las cinco de la madrugada. Me dirijo a la puerta, presa del pánico, con pasos lentos. Sé a quién voy a encontrar al otro lado y sé mi trágico destino. Encontraré a Oswald, el siniestro personaje del mito, o tal vez sería mejor decir al profesor Waldorf, que incluso sin existir, viene a matarme por conocer verdades que nadie debe siquiera vislumbrar. Mientras acerco mi mano al picaporte, oigo risas y la perfección absoluta de una voz que canta un miserere.

Alberto Granados

https://albertogranados.wordpress.com/