“LA AUTOESTOPISTA” por Manuel Sierra
PRELUDIO A LAS HISTORIAS INVENTADAS.
Con este relato (“LA AUTOESTOPISTA”) empiezo una serie de historias inventadas, o quizás no tanto, que no guardan más relación con mi biografía que el nombre del protagonista.
Algunas, como ésta, son la mezcla de recuerdos vividos en una edad anterior con el deseo de que las cosas hubiesen sido de otra manera a como realmente ocurrieron. Ya sabéis, cómo mejorar lo andado, si hubieseis podido adivinar esos pasos. Las referencias a lugares, tiempos, etc., son simplemente recursos literarios.
Gracias por vuestra atención y espero que os gusten.
P.D. Lo que no puedo garantizar es el ritmo de entrega, así que irán llegando conforme la inspiración me lo permita.
MEMORIAS DE UNA HISTORIA INVENTADA: LA AUTOESTOPISTA
La otra tarde venía a Atarfe en el autobús, desde Granada, por la carretera de Badajoz, medio somnoliento, y en una de las veces que miré hacia el lado derecho de la autovía, allí estaba ella, con su vestimenta ligera, algo hippie, los pelos rubios, abundantes, en una descuidada melena; tendría unos veinticinco años y hacía el ademán típico de los autoestopistas.
No podía ser Kristel, no! Habían pasado más de veinte años,…
Corría 1992. Yo trabajaba de comercial para una marca de coches, como agente de ventas, y al menos cada quince días tenía que desplazarme a Sevilla para asistir a reuniones, juntas, congresos, convenciones, con el fin de coordinar planes, elaborar estrategias de ventas, comparar resultados, fijar objetivos, etc. Casi siempre los miércoles alternos cogía el Renault Laguna de la empresa y salía desde nuestra sede en la carretera de Badajoz (actual autovía de Málaga) hacia Sevilla, en total unas 2 horas y media, porque paraba en Loja o en Antequera para reponer fuerzas con un café y media tostada.
Recuerdo que era la segunda quincena de junio porque estaban próximas mis vacaciones. A eso de las 9 de la mañana y junto a la gasolinera colindante a nuestro concesionario una chica rubia, muy guapa, con su vestimenta hipilonga compuesta por unos pantalones de campana y una camisa blanca abierta por delante, con un cordel de cáñamo alrededor de su cintura, a modo de correa, su larga y cuidada cabellera hasta la cintura, un sombrero ibicenco verde oscuro y sus enormes gafas de sol, con una pesada mochila verde militar a los pies y su dedo pulgar pidiendo quién puede llevarme. Paré porque el coche estaba tieso de gasoil y había que llenar el tanque; y en ello estaba cuando a mi espalda alguien me llamó la atención: “pog favog, señog -me volví con cierta pausa-,se quitó las gafas de sol y unos ojos de un verde intenso, enigmáticos, dentro de un rostro pintado por Leonardo da Vinci, me dejaron sin habla unos segundos, ¿puede llevagme?”. Era ella. Al principio iba a contestar que no (siempre he sido un poco reacio a llevar a desconocidos a pesar de su fragilidad aparente), que solo iba a llenar el depósito y volver a la oficina, pero algo en mi interior me decía que no podía mentirle a ese par de ojazos, y por otra parte, si no la cogía yo, es posible que algún desgraciado la cogiese,… y no quería ni pensar lo que podría hacer cualquier malnacido con aquella criatura divina. Si es que, … en el fondo, soy un caballero.
Depende, le dije, donde vas?
Era sin lugar a dudas una de las féminas más atractivas que había visto nunca en vivo y en directo. Ella era consciente del debate interno que yo tenía. Su boca hizo una mueca de sonrisa y me dijo, encogiéndose de hombros: Quisiega ir a Sevilia, a veg una amiga.
Una vez recuperé la compostura, la invité a subir al coche: Bueno, yo voy a Sevilla, puedo dejarte donde me digas. Te parece?
Ok. Sevilia, Sevilla, pegdona, mi espaniol no es muy bien; cgeo que ahoga está muy bonita, Sevilia (y paró un poco, sin duda intentando recordar como decir algo en español) me han dicho, ggacias, mientras volvía a encogerse de hombros. Puedo echag la mochila?
Espera, ya la echo yo, y como pesaba la condenada mochila. Qué llevas dentro, a tu novio?
Ella sonrió, me miró y con una pícara elevación de hombros me dijo que no, que ella no tenía novio.
Suspiré. Seguramente ella pensó que era por el esfuerzo de echar la mochila al maletero. Se sentó en el asiento del copiloto mientras fui a pagar a Jose, el gasolinero, quien me guiñó un ojo y me hizo el signo de todo va bien levantando el pulgar de sus dos manos: ¡Torero! ¡Fenómeno!
No seas malpensao, Jose, que solo la llevo a Sevilla.
Pobrecita!!, me sonrió mi gasolinero, mientras juntaba sus manos y ponía en su cara la pose del perfecto samaritano. Qué suerte tenéis algunos, joío!
Durante el trayecto me contó que era estadounidense, de un pequeño pueblo del estado de Michigan, junto a Ann Arbor, que estudió en la Universidad de Michigan por la cercanía y porque su familia era de clase media. Su nombre era Kristel (no sé por qué me acordé de la heroína de Los inhumanos, el cómic que tanto me gustaba en mi adolescencia), que tenía 22 años y que había venido a España para afianzar el conocimiento del idioma, ya que estudiaba castellano en la universidad porque quería ser maestra de español, aunque en el tiempo que llevaba aquí tampoco desechaba la posibilidad de ser profesora de inglés en nuestro país o en algún otro país europeo, aunque fuese en alguna academia privada. Oirla era agradable, tenía un tono de voz dulce, acompasado, pero sobre todo era divertida, y su risa contagiosa semejaba una cascada de frescura y vitalidad. Casi sin darnos cuenta llegamos a Loja, donde paré como siempre en el Área de Servicio para tomar algo de desayuno. Ella me dijo que me esperaba junto al coche (seguramente llevaba poco dinero y no quiso parecer una aprovechada), a lo que yo me negué, y casi tuve que obligarla a acompañarme para tomarnos un café con algo con media tostada de aceite y jamón (le encantaba el jamón, me dijo luego).
Antes de subirnos al coche, y mientras Kristel iba a los servicios, tuve que aguantar las bromas de Juan y Toni, los dos camareros a los que conocía en el Area de Servicio, en sintonía con las de Jose, mi gasolinero de Graná que ya os he contado. Que aproveche!!
El resto del viaje fue relajado, sin excesivo tráfico. Entre Loja y Osuna intercambiamos información personal y cada uno puso al día al otro de nuestra respectiva situación civil y laboral, ambos estábamos solteros y sin compromiso, porque ella acababa de romper una relación precisamente por venirse a España, y por mi parte, hacía solo unas semanas que corté un noviazgo de varios años que no iba a ningún sitio. Me comentó que iba a Sevilla a ver a una amiga compañera de la Universidad que estudiaba en régimen de intercambio allí. Que tenía fijada su residencia en Granada porque le dijeron en la Universidad que la de Granada era una de las mejores en cuanto al conocimiento y estudio de la lengua castellana. No tenía idea yo de lo bien valorada que estaba nuestra Uni pero quién era yo para decir lo contrario. Que vivía de alquiler en un piso en la calle (cómo no) Pedro Antonio de Alarcón, y no entendía que aquí siempre la gente está de “huerga” ¡No!, la interrumpí, Juerga, le dije yo, que no es lo mismo, y le expliqué la diferencia de pronunciación entre ambos términos y la implicación de cada uno. Ella se rió ruidosamente a la par que se tapaba la cara con las manos mientras me pedía que la perdonara por no saber usar el idioma. Ya me gustaría a mi usar tu inglés la cuarta parte de bien de lo que tú usas el español.
No entiendo qué es la cuagta pagte, dijo ella.
Tu coges algo y lo partes en cuatro trozos, si? Ella me miró intrigada, ¡Si! Pues si coges un trozo eso es lo que yo se de inglés, pero si coges los cuatro, eso es lo que tú sabes de español!
Ah¡ Ya entiendo! Y volvió a reirse.
Pues eso, … la cuarta parte!
Me preguntó a qué iba yo a Sevilla y si estaría muchos días en la ciudad.
Por qué? Es que quieres volverte conmigo a Graná? De veras que lo dije sin intención, lo juro (aunque cruce los dedos a la espalda).
No se, depende de mi amiga; no se qué planes tiene.
Vamos a ver, si te parece hacemos una cosa: al llegar a Sevilla te daré el teléfono del hotel. Cuando sepas algo me llamas, y si no estoy le dejas el recado al chico o a la chica de recepción. Te parece? Yo tengo que volver a Graná el viernes antes de las 3 de la tarde. Ok?
Ok, me dijo ella, pego miga paga el fgente a veg si no llegamos a Sevilia.
La verdad es que no sé si es que tenía frenillo (un frenillo encantador, nada que ver con el del presidente del Gobierno, dicho sea de paso y sin ánimo de ofender) o era la dificultad de un idioma que no era el suyo, lo cierto es que oirla hablar te alegraba el día. Pronunciaba las “r” casi como “g” o “j” (salvo Graná, que lo decía de p… madre) y las “ll” como “li”.
Y así, entre risas y chascarrillos, refranes y clases prácticas de castellano (no en vano yo había estudiado magisterio, aunque no se lo dije, no sé por qué) llegamos a Sevilla sobre las doce menos cuarto. Aparqué en Triana, cerca del hotel donde siempre me alojaba, la ayudé a bajar su mochila, nos dimos un amical beso en la mejilla y entonces le dí el teléfono del hotel.
Me quedé allí, como un pasmarote viendo cómo se alejaba y pensando que quizás nunca más la volvería a ver. ¡qué mujer, Dios! Y la has dejado ir, me dije. Total, que me fui andando al concesionario donde teníamos la reunión, entre las calles Pagés del Corro y Fortaleza.
Curro, un chavalote sevillano con una contagiosa alegría natural, en cuanto llegué y lo saludé me soltó un ¡a tí te pasa argo! Qué me va a pazá! (le dije yo, intentando imitar su deje sevillano). No me lo vah’ a contá, miarma? Veo una chica guapa guapa,, y ante mi sonrisa, soltó: Me’hquivoco?
Me quedé algo pensativo ante su comentario; ¡qué tontería, ya sabes que después de lo de Rosa no me meto en más sembraos.
Seráh capullo? Me dijo, y quién e la rubia que traíah esta mañana en er coche? Que uno no’stá siego y menos con estâh gafâh que m’an costao quince mir pezetah! Vaya pibón. Ehtranjera, verdá?
Qué malaje estás hecho Curro! Ya te contaré en el almuerzo, anda, que ahora vamos a llegar tarde! Y le urgí a entrar en el recinto del concesionario, a la sala de reuniones, donde tras saludar al director y algunos compañeros de otras provincias de Andalucía, Curro mandó callar a todo el mundo (estábamos una treintena de personas, y nos conocíamos casi todos) para anunciar con voz solemne y gesto cómicamente serio: Zeñoreh! Er Manué’tá namorao! Y yo doy fe de que’l hioputa tiene mú, pero que mú buen gu’tto.
Todos los rostros se volvieron hacia mí y un color se me iba y otro se me venía mientras intenté coger a Curro para darle un buen coscorrón, pero el bribón supo esconderse detrás de la supervisora de la central de Málaga (mujer imponente a sus cuarenta y tantos, más alta que yo, elegante, atractiva y muy inteligente).
Ya habrá lugar para tonterías, Manolo, pero ahora, dijo Susana, vamos a la tarea que se nos va el día.
La reunión matinal fue más una toma de contacto y una enumeración de datos y objetivos, junto a la queja típica de que los de arriba nunca están contentos, siempre quieren más pero a veces es que no se puede, no es que no se quiera o no se trabaje, es que no se puede, porque a la fuerza no le puedes vender un coche a nadie, y menos con la crisis que tenemos encima (no olvidéis que era 1992).
Cuando acabó la reunión, a eso de las 14 horas, me excusé para llegar al restaurante un poco tarde porque tenía que llevar la maleta al hotel, que ya empezaba a calentar el lorenzo y se me podía poner la ropa hecha un ocho. La verdad es que la ropa me la traía al fresco; lo que yo quería era ver si Kristel me había llamado y si se vendría conmigo a Granada el viernes.
En cuanto llegué a recepción, Conchita, la simpática morenaza de ojos negros, guapísima, que siempre me guiñaba un ojo cuando entraba o salía, me dijo antes de que le preguntara nada, que alguien me había llamado; que había dejado un teléfono para que yo la llamara cuando pudiera, que era urgente.
Me ha parecido extranjera, tienes algún rollo, Manolín? Ay que no eres bueno, yo que creía que estabas por mí!
Pero bueno, qué os pasa a todos hoy? Es solo una amiga que he traido desde Granada y seguro que quiere darme las gracias.
Sí, sí, las gracias, ay, Manué, que no vas a conocer nunca a las mujeres! Qué te pasa a tí, muchacho, que tienes una luz en la cara y una sonrisa bobalicona que no puedes con ella, que se te cae la baba, decía mientras hacía con las manos y su pelo como en el chiste del pavo (sí, hombre, ese que cuenta que va uno y le dice a otro, ¡pero qué pavo más grande tienes! Y el otro, rascándose el pelo con ambas manos, y con indicios de faltarle un hervor, le contesta con voz aflautada, ¡pos quítamelo!).
Ni que decir tiene que en cuanto subí a la habitación, descolgué el teléfono y marqué el número que Conchita me había dado. Un tono, dos tonos, tres tonos, … ya estaba a punto de colgar cuando la voz de Kristel al otro lado del teléfono, más seria de lo que la recordaba, me dijo que su amiga se marchaba a Huelva esa misma tarde y que no le apetecía estar dos días en una ciudad desconocida sola, hasta que nos fuégamos el viegnes.
Mi suerte no paraba de crecer, de un momento bueno, al siguiente aún mejor. Entonces se vendría conmigo el viernes. ¡Bieen! Pero qué iba a pasar hasta entonces?
Bueno, y por qué me cuentas esto? Yo no puedo hacer que tu amiga no se vaya. Es que no le habías dicho que venías?
No! Queguía darle una sogpresa, dijo en un tono apesadumbrado.
Las sorpresas están bien en una fiesta de cumpleaños, hubo un tenso silencio que decidí romper antes de que pudiera colgar… Vale, y qué vas a hacer?
Puedes venigte conmigo, tú conoces Sevilia y no queda muy lejos de donde me has dejado con el coche, así que no te supone (se dice así, supone? Me preguntó. Si, está bien dicho) mucho pgoblema, cgeo.
Me estás pidiendo que deje el hotel y me vaya contigo donde tu amiga? No me lo podía creer. Intenté que no se me notara la excitación que me producía las posibilidades de aquella situación; si Dios existía, ese día era mi amigo, sin duda; así me compensaba por los muchos momentos en que había sido sólo árbitro, eh!, dije mirando al techo de la habitación.
En este punto debo decir que nunca cuando decidí llevarla a Sevilla, jamás, pasó por mi mente la remota posibilidad de que entre nosotros pudiese haber nada (¿cómo se iba a fijar en mí, tan normalito, aquella preciosidad?), lo juro, pero las cosas se desarrollaron de otra manera, y fue la primera de una serie de viajes que no me molestó ir a Sevilla, ni aguantar las idioteces que nos soltaban los jefes regionales, porque la recompensa fue la compañía de aquella preciosa humana, sus comentarios críticos e incisivos, su mirada, su risa franca y ruidosa, y también su encantadora compañía, como un regalo al que no quería acostumbrarme, pero al que me acostumbré porque me había enamorado hasta las trancas de aquella jovencita decidida y tan diferente a las jóvenes que yo conocía; por desgracia, un buen día, cuando llegué al hotel después de una reunión, ella no estaba, ni me había dejado en la recepción un aviso para quedar en cualquier bar de Triana, o en el Ayuntamiento, cerca de la Giralda o de la calle Granada, como solíamos, y en su lugar solo tenía un folio en el que había dejado una frase, un beso y un Gracias, Manolo, por todo. No cambies!
Quereis saber lo que decía la frase? Anda, como todos, pero ese folio lo guardo como oro en paño y su contenido es mio y solo para mí. Solo diré que siempre le estaré agradecido a ella por el tiempo que compartimos, y le estoy agradecido a la vida por haberla puesto en mi camino,y a veces, cuando veo a alguna chica rubia haciendo autoestop me parece que fue ayer cuando la ví por primera vez, tan solitaria, en la gasolinera.