Yo ya he empezado a escribir para los que no puedan ni quieran leerme. Eso me dijo aquel escritor al que fui a presentar un libro suyo en la Cuadra Dorada de la Casa de los Tiros.

Aquel escritor había publicado recientemente una novela y hace unos veinte años fue un personaje que tuvo cierta relevancia pública porque salía en televisión. Pero había pasado el tiempo y la gente lo había olvidado. Por eso no había nadie en la presentación de su libro. Por eso y, sobre todo, porque la tarde se había presentado con lluvia y frío. Además televisaban un partido del Real Madrid. Esos dos factores unidos pueden acabar con cualquier acto cultural que se precie, por mucho prestigio que tengan los ponentes. Cuando digo que no fue nadie a la presentación es que no fue nadie. O sea, cero personas. Podríamos habernos excusado en que los medios informativos no se habían hecho eco de la presentación o que el acto no había sido lo suficientemente difundido en las redes sociales, pero ninguna de esas excusas valía porque los dos periódicos de papel lo traían en sus páginas culturales, las radios locales lo habían anunciado y se había colgado en twiter y feisbuq. Le sugerí  suspender la presentación e irnos a tomarnos unas cañas al bar de enfrente (todavía funcionaba el ‘Seis peniques’) pero él me miró con cierta dureza y me dijo:

– He venido a presentar mi libro a Granada y lo voy a presentar.

Él y yo éramos los únicos que estábamos en la sala.

– Preséntame -me dijo.

Yo leí los dos o tres folios que me había preparado sobre él y la novela que había escrito, que a mí me había gustado mucho porque retrata una infancia y unos tiempos que no me eran indiferentes. Así lo dije en la sala vacía.

Él entonces tomó la palabra y señaló lo que le había impulsado a escribir aquella novela. Habló con la misma emoción que como si la sala hubiera estado repleta. Miraba ora al espléndido artesonado y ora cercano horizonte de la sala y completaba sus espléndidas frases y pensamientos a un público imaginario.

Al terminar contó con mi único aplauso.

– Ahora sí, ahora podemos ir a tomarnos unas cañas –me dijo con la autosuficiencia del torero que ha cuajado una buena faena.

Al escritor lo vi hace dos o tres años Barcelona. Yo había ido a cubrir el Premio Planeta. Lo encontré en el hotel desayunando, lo saludé y me pidió que me sentara en su mesa. Él no se acordaba de mí y yo se lo recordé. Juntos rememoramos con buen humor aquel día en Granada que no fue nadie a la presentación de su libro. Y entonces dijo la sentencia que tengo presente siempre que me pongo a escribir:

– Podemos perder lectores todos los días, pero lo que no hay que perder nunca es la dignidad -dijo.

El escritor era Fernando Delgado.

 

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