La maestra sale del colegio cargada de libretas para corregir en casa, fruto del trabajo de la mañana. Cada cuarenta y cinco minutos ha debido cambiar de área, actividades, libro, pizarra, correcciones, silencios, explicaciones, lecturas, escrituras, dictado, cuentas, ríos, mares, cordilleras. Y veinticinco niños reclamando su atención a cada instante.

La administración exige su tiempo, entre el Séneca, Platón y Aristóteles el tiempo se escapa como el agua entre los dedos. Luego están las madres y padres, que reclaman su atención. No hace tanto iban a la escuela de cuando en cuando para interesarse por la evolución del niño, animaban a la maestra a que le exigiera mejorar, y si no la obedecía se lo dijese de inmediato y tomarían las medidas precisas.

El docente era una autoridad, para niños y padres. Ahora hay quienes están a ver cómo llega, a qué hora, qué trae, si se enfada, si ríe, la palabra del hijo es sagrada, califica o descalifica al docente. Lo que dice su criaturilla va a misa, y la maestra no tiene defensa alguna; los horarios se respetan poco o nada, a las dos, cuando salen, está ahí esperando, para preguntar, para entretener, porque ya tiene la comida hecha, y se inmiscuye en el horario, ya personal, del docente, sin importarle estar ahí quince o veinte minutos preguntando por su criatura, que ella o él trabajan luego y no puede venir en el horario de tutoría.

… mientras la maestra atiende pacientemente a esa madre, a lo peor hay otra escribiendo un guasap al grupo clase en el que la pone a caldo; las otras madres callan, porque no quieren señalarse.

Y no pasa nada, y mientras la maestra atiende pacientemente a esa madre, a lo peor hay otra escribiendo un guasap al grupo clase en el que la pone a caldo; las otras madres callan, porque no quieren señalarse, y no responden a los ataques de esa que está muy enfadada porque le ha dicho su niño que la maestra lo ha mirado mal, que le ha reñido por llegar tarde, o por no tener los cuadernos en condiciones, o por molestar al compañero, porque es una mala maestra, mala persona que a saber a qué dedicará su tiempo, porque desde luego enseñar, lo que es enseñar enseña poco. Y su niño, que es de su sangre, se lo dice. Ella no lo va a permitir, que para eso su sueldo lo pagamos entre todos y tiene tan buenas vacaciones. Las otras callan.

La maestra vuelve a casa cargada de libretas, dan las doce de la noche y acabó de corregirlas, porque ella también tiene su casa, sus hijos, sus obligaciones fuera del colegio, como aquella madre. Al día siguiente reparte los cuadernos ya corregidos al alumnado, pero eso no lo verá la madre, más atenta a lo que le cuenta el niño que a ver lo que hace en el colegio. Mañana ocurrirá igual, no sabemos dónde llegaremos, porque a la maestra le han quitado toda la autoridad, y la estima social que hubo ya está petrificada en los anales de la memoria. Mientras, las autoridades miran hacia las estrellas, buscando la galaxia en la que parece que quieren vivir.

Juan de Dios Villanueva Roa: «La maestra»

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