Tras la lamentable jornada de ayer en Cataluña, Rajoy compareció ante la opinión pública tranquilo y seguro, y lo más inexplicable para mí, es que habló del problema en pasado, como si neutralizado el referéndum la desobediencia hubiera sido vencida. No era así en modo alguno y se comprobó menos de dos horas después cuando Puigdemont anunciaba que los próximos días el Parlament declararía unilateralmente la independencia de Cataluña.
Es lo que se veía venir lo que se veía venir porque se había anunciado y se iba cumpliendo paso a paso, por lo menos desde la hoja de ruta de marzo de 2015, y desde luego, desde las sesiones parlamentarias de los días 6 y 7 de septiembre. Desde entonces, el independentismo no ha hecho sino simular que deseaba lo que ya era imposible: diálogo y negociación. Solo intentaba blanquear su discurso pero era muy claro a dónde iba. Las dudas procedían exclusivamente de nuestra incredulidad.
Hoy, para mí, Ada Colau es símbolo de la credulidad burlada, del último puente volado. Ya esta aquí el tsunami que temíamos, la fractura de la sociedad catalana, la ruptura con España, la inquietud e incertidumbre, las mil preguntas sin respuestas, el desgarro emocional de tantos catalanes y españoles. Y esta semana, tal vez el día 6, la proclamación de la independencia. O para aplicarla de inmediato, lo más probable para extenderla en el tiempo en unos meses constituyentes durante los cuales ningún gobierno español aceptará a dialogar sobre el único tema posible, los procedimientos de desconexión. Ante el pronunciamiento que se avecina, el Gobierno, ya sin dudas ni cálculos de proporcionalidad, va a responder con toda la capacidad coercitiva que le otorgue la ley. O sea, que nos esperan jornadas amargas.
Mi impresión es que el independentismo comete un error mayúsculo. Va a tardar muy poco en darse de bruces con sus insuficiencias de poder efectivo y sus contradicciones internas; y que va a dilapidar en tiempo récord el botín emocional que ayer consiguió. Por el momento el terremoto catalán ya está agitando Europa y desde luego en España sin duda Rajoy tiene que conseguir el apoyo sin fisuras de los partidos nacionales. Otra cosa sería inexplicable, al menos en primera instancia, porque inmediatamente después nos vamos a encontrar en la duda de o moción de censura, para mí improbabilísima, o nuevas elecciones, cosa para mí muy probable. Asistiríamos entonces a la gran paradoja; a pesar de su responsabilidad en el mayor fracaso de la política española en la democracia, Rajoy ampliará su ventaja en votos.
El desastre es mayúsculo. ¿En quién podemos depositar ahora nuestra esperanza? ¿De dónde pueden surgir la altura de miras, la inteligencia, y el sentido de Estado que necesitamos imperativamente?
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