Dentro de la razón y la esperanza
Si no son posibles unas elecciones catalanas en condiciones de normalidad, la última carta a jugar podrían ser unas generales que refuercen la legitimidad de un nuevo Gobierno
Muchas tragedias griegas tienen un final relativamente feliz, contra lo que generalmente se piensa. Tampoco tratan tanto de un héroe que se enfrenta al destino en desigual combate, como de personas que cumplen con su deber y que terminan, sin embargo, provocando aquello a lo que ninguno quería llegar. Cumplir con el deber es necesario pero siempre que se tenga en cuenta que a menudo no produce los resultados que sería justo obtener. Esa es una enseñanza muy útil. Lo mismo que recordar que en el fondo, como dice Stephen King, todas las tragedias son estúpidas.
El caso catalán puede terminar teniendo un final, si no feliz, por lo menos no desgraciado, aunque este no sea quizás el momento más indicado para aventurarlo. Para llegar a ese punto sería necesario identificar bien los riesgos que se están corriendo. El primero de ellos es que la aplicación del artículo 155 de la Constitución, solicitada ayer al Senado por el Consejo de Ministros, no termine trasladando el debate exclusivamente al campo de los hechos, un lugar en el que ya están los independentistas, volcados en la calle por voluntad propia, y que es extremadamente peligroso.
La experiencia muestra que, generalmente, los problemas que se plantean en ese ámbito, el de los hechos, se resuelven solo con el ejercicio puro y duro del poder. En una sociedad civilizada hay que intentar huir de ese planteamiento y buscar siempre otros campos de contacto. Hay que buscar, como sea, por encima de todo, que no se produzca nada irreparable. Ese es el primer y más fundamental riesgo que evitar.
El segundo es el riesgo de que, colocados en ese ámbito de los hechos, se pretenda que existen dos legitimidades distintas. La de los “constitucionalistas” y la de quienes se la niegan. Que las movilizaciones en la calle sean consideradas por Junts pel Sí y la CUP como la justificación de la declaración de independencia y de la aparición de una legitimidad diferente.
Y sin embargo, el elemento esencial de esta historia sigue siendo que los independentistas no han contado nunca con el apoyo de una mayoría social que respalde su ambición de provocar una secesión unilateral. Pantalla pasada, dicen los jóvenes independentistas. Imposible, salvo que estén dispuestos a abrir una puerta por donde entre el peor de los peligros. Para obtener esa legitimidad que en teoría exhiben tendrían que haber ganado unas elecciones celebradas dentro del marco legal vigente, unas elecciones en las que demuestren, sin lugar a la duda ni a la interpretación astuta, que la mayoría de los ciudadanos catalanes desea y apoya la independencia y que entiende cuáles son los costes de esa decisión.
La cuestión es que esa posibilidad sigue abierta. El presidente Puigdemont podría convocar esas elecciones antes de que el Senado, la Comisión General de las Comunidades Autónomas o la Comisión Conjunta que se cree al efecto (un punto importante que debe aclarar inmediatamente la Mesa de la Cámara Alta) autorice al Gobierno a retirarle de su cargo institucional. Es una baza que los independentistas no deberían rechazar sin un examen cuidadoso. Como también deberían el Gobierno y la oposición examinar cuidadosamente la posibilidad de convocar unas elecciones generales anticipadas y urgentes que, como es lógico, se celebrarían en todo el territorio del Estado, Cataluña incluida. Si no es posible convocar unas elecciones catalanas en condiciones de normalidad, la última carta a jugar podrían ser esas elecciones generales de las que resulte un nuevo Gobierno (sin prejuzgar quien lo presida) que, elegido en toda España, vería reforzada su legitimidad. En cualquier caso, esta legislatura, que empezó tan mal, está ya acabada. Mejor que termine dentro de la razón y la esperanza.