23 noviembre 2024

“De la soledad y las costumbres” de Victor Rajoy por José Enrique Granados

Hoy en la Gacetilla tiene cabida la prosa de un atarfeño, al cual desde aquí le invito a seguir escribiendo, ya que goza de unas magníficas maneras y formas para plasmar con su pluma hermosos sentimientos. Para ello transcribo el texto de Víctor M. Rajoy, llamado “De la soledad y las costumbres” publicado en el especial de las fiestas de IDEAL del año 2000. Disfruten.

 

Mi estrategia es que un día cualquiera no se como ni sé con que pretexto por fin me necesites (Mario Benedetti)
AOmar

”Quiero un amor, pero no el amor de los otros: el amor de cama, con dos entregándose sin protegerse: el amor donde cada uno respira su aire. No, no quiero ese amor. No quiero el amor de costumbres, sin enigmas y con besos repetidos donde se queme todo en una noche, no quiero mentiras. Tan solo quiero amor, amor donde juntemos las soledades y fabriquemos nostalgias que quedarán mañana, amor con muchas noches y sin recompensas. Tan solo amor con sexo a veces y también sábanas y lunes. Amor al fin y al cabo que duela”

Nadie se conmovió al escuchar estos versos. Apenas diez o doce personas prestaron atención a este poema que ponía fin a la asamblea. Entre tanto, los demás ya salían y charlaban o jugueteaban con el cierre de la cartera. Raquel sin embargo, no atino sino a sentarse y romper a llorar mientras se iba quedando sola, mientras desaparecían de a poquito, toda aquella muchedumbre que la había escuchado hablar durante más de dos horas, sobre la soledad de fin de siglo. Mientras todos se marchaban, fueron llegándole desde el corazón, tantos recuerdos y nostalgias, tantos besos que dio y que no dio, que le fue imposible dejar de llorar. Recordó de pronto el bosque del pueblo, la casa donde vivió, su primera entrega al sexo, todos los fantasmas que nunca la abandonaron y aquel banco del parque donde mordió el nombre de un poeta.
Raquel nació en San Fuegos, un pueblo de Colombia, hacía 29 años y vivió allí hasta los 25, en que decidió ir a España a terminar sus estudios de sicología. Era la menor de tres hermanas que murieron en un terrible ataque terrorista y que dejó al pueblo en tan solo ochenta habitantes. Ninguna familia quedó entera, es más, la mayoría quedaron solos al perder a padres y hermanos o hijos y esposos. Enterraron a los muertos juntos al otro día, y se encerraron a lloran cada uno su soledad y su pena, como si se hubiesen independizado del mundo en un instante, como si en un instante se olvidaran de sus creencias y sus dioses igual que ellos se habían olvidado de su pueblo.

También perdió a su madre, con lo que quedó sola con su padre al que apenas veía ya que se pasaba las horas trabajando en el campo, salía al amanecer y volvía para cenar y dormir, muy entrada la noche. Asistía Raquel a la escuela del pueblo, a la vez que ejercía de ama de casa. Fueron tiempos difíciles donde el pueblo se volvió puro silencio y su gente pura nostalgia y lágrima. Nadie conversaba en las calles ni en el mercado y apenas se escuchaban murmullos en el bar, mientras se cerraban tratos o se vendía alguna tierra.

Raquel sin amigas y asumiendo el silencio del pueblo, no dedicaba su vida sino a su padre y al colegio y en el tiempo que tenía libre encontró en la biblioteca su lugar sagrado. Allí pasaba Raquel lasa horas leyendo toda la clase de libros que caían en sus manos. Leía a clásicos, y se emocionaba creyéndose Dulcinea, Julieta o Justine. También devoró las novelas de Julio Verne y las leyendas de Becquer, pero sobre todo, si algo le entusiasmaba y admiraba hondamente era la poesía. La poesía de Rimbaud, de Lope, de Darío, daba igual. Cualquier obra en verso que encontraba la devoraba, la sentía, la lloraba hasta dejarla casi inútil para otra lectura. La poesía la vio crecer y hacerse mayor. Y vio como su cuerpo cambiaba y sus ganas de vivir cambiaban.
Al entrar un día a la biblioteca vio que no estaba como de costumbre sola sino que había alguien más que la acompañaba. Al fondo, en la última hilera de sillas, estaba sentado un hombre que ella conocía, pero que le resultaba extraño encontrar allí. Era Esteban Salgado, un joven que al perder a sus padres quedó solo a muy temprana edad y desde entonces se ganaba la vida llevando recados y encargos a la ciudad. Raquel no supo al principio que hacer, primero porque estaba sentado donde ella solía sentarse, después porque leía el mismo libro que ella dejó casi para terminar la tarde antes. Y además qué hacía ella sola con un hombre en una biblioteca. A pesar de todo se acercó hasta él y le pregunto para cuanto tenía con el libro. Él levantó la cabeza, dejo el libro en la mesa y se fue a coger otro libro de la estantería, lo agarró y se volvió a sentar pero ahora unas hileras más adelante. Sorprendida, Raquel también se sentó y sin poder concentrarse intento acabar de leer la novela.

Ese fue el primer encuentro de Raquel con Esteban, a partir de ese día se encontraron cada tarde en la biblioteca y como era irremediable, una tarde comenzaron a hablar, y otra tarde ya se sentaban juntos y otra tarde se acercaron las manos y se las encontraron y los labios y los cuerpos y convirtieron la biblioteca en su cama. Allí se entregaban cada tarde al placer de leerse versos y comentarse novelas e inventarse personajes de teatro, que al final terminaban con ella por el suelo, desnuda y sin rubores, y él, también desnudo, preocupado con aprenderse de memoria el cuerpo de su amante.

Así transcurrieron los años y Esteban encontró un trabajo en una tienda y Raquel estaba a punto de terminar sus estudios en la ciudad. Ya no se encontraban en la biblioteca, pero al terminar de trabajar, él se acercaba hasta el pisito de ella y allí volvían a repetir su escena de amor con la misma pasión que la primera vez.
Raquel sigue llorando en la gran sala. Ahora ya no queda nadie. Mira a la ventana y reconoce entre las lágrimas la lluvia que cae y reconoce esa ausencia de gente en la calle y también a ese coche que la espera con Esteban dentro. Volverá a casa, como ha vuelto los últimos años y se encontrará con él a solas, pero ya no hay escenas de amor, ni versos al oído, ni poemas como el que aún le zumba en el corazón. Porque todo se acaba y nada es eterno, dicen los mayores. Porque en los últimos años entre ellos solo hay soledad y costumbre, y a partir de hoy algunos amantes.

La ilustración es un grabado de Miguel Carini y se titula “Amantes entre libélulas”.