EL FÚTBOL: «Un negocio fuera de control»
El fútbol dejó de ser un deporte entre iguales para convertirse en una fuente potencial de negocio casi por las mismas fechas que el Athletic Club de Bilbao dejó de ganar competiciones. No es que exista relación causal comprobada entre ambos fenómenos, pero el umbral puede situarse a mediados de la década de los 80.
A partir de esa fecha se ha cumplido mayoritariamente la ley estadística de que la Liga y los trofeos mayores los gana uno de los tres equipos con mayor presupuesto; se han diversificado las fuentes de ingresos de los clubs con una descomunal inyección de dinero procedente de las televisiones y se ha disparado en (sobre todo en dos ciudades) el mercado de los gadgets, sean camisetas o relojes. A grandes rasgos, el desarrollo de los negocios concomitantes ha producido en España dos cambios significativos: la subsidiariedad del ámbito futbolístico respecto al económico y la ampliación desmesurada de la desigualdad deportiva entre clubes. En España cuentan dos equipos para ganar los títulos; este bipartidismo no se explica por las excelencias de sus políticas deportivas, sino por su capacidad para acceder a la crema del mercado mundial de fichajes.
En los últimos 30 años el fútbol se ha convertido en un surtidor de dinero. Un cálculo indirecto revela unos ingresos anuales de unos 45.000 millones de euros. Y sólo el comienzo, sencillamente porque todavía están sin explotar mercados naturales de expansión como China y los países árabes. La capacidad financiera de ambos garantiza una duplicación de los negocios asociados al fútbol durante los próximos 10 años. Ahora bien, esta expansión irresistible genera unos riesgos políticos proporcionales. El caso de la trama de corrupción que durante años ha enraizado en la FIFA —sobornos y fraude en torno a los campeonatos del mundo—, descubierta y parcialmente desmantelada por las autoridades judiciales estadounidenses, viene a ratificar que el negocio del fútbol requiere una dirección global menos corporativa y más ajustada al modelo de controles externos e internos que se aplican en los mercados.
La regulación del negocio implica un primer paso: exigir el cumplimiento estricto de condiciones de salud financiera a cada equipo en todas y cada una de las ligas del mundo, sea el club propiedad de los socios o de inversores privados. Esta exigencia, hoy, es papel mojado. Los clubes han fundido su existencia a la mística local o regional y operan en términos de endeudamiento con un gran margen de irresponsabilidad. Requiere además una estricta separación de los intereses públicos; los equipos no pueden ser arrastrados a la quiebra con políticas de iluminados despilfarradores a sabiendas de que los dineros de la ciudad garantizarán en última instancia la supervivencia del quebrado. En la misma dirección, el regulador tiene que pedir a un club el mismo grado de información financiera que a una empresa que cotiza en Bolsa. No basta con presentar cuentas anuales auditadas sobre partidas genéricas; es necesario entrar en los detalles de gestión, retribución y gobierno corporativo de cada club. Si el BCE puede entrar en los consejos de los bancos, no hay razón para que no suceda lo mismo en las juntas de los clubes, que además suelen tener deudas con Hacienda, pleitos con la Agencia Tributaria o intercambios de activos muy dudosos con los Ayuntamientos.
Si se disciplinan los clubes y se impone un marco jurídico a sus finanzas, la superestructura (UEFA, FIFA) mejorará desde la base. No obstante, el escándalo mafioso de la FIFA pide a gritos acciones inmediatas. Por ejemplo, limitar los mandatos de los presidentes y los directivos e imponer normas de concurso público en los contratos.
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