22 noviembre 2024
 El salto hacia la industrialización llegó de la mano de grandes descubrimientos tecnológicos y científicos que cambiaron la faz del mundo.

Desde el origen de las civilizaciones hasta la segunda mitad del siglo XVIII, el progreso tecnológico de la humanidad había permanecido estancado sin que se produjeran avances de importancia. Hubo que esperar a que las ideas de la Ilustración abrieran las mentes de los hombres de ciencia a un nuevo conocimiento, liberado de las ataduras morales impuestas por el Antiguo Régimen, para que la humanidad diese el gran salto hacia el futuro que supuso la Revolución Industrial.

El término “Revolución Industrial” fue usado por primera vez en 1837 por el activista revolucionario francés Louis Auguste Blanqui y, posteriormente, fue adoptado por Engels (en 1845). Con él querían hacer referencia a los profundos cambios que tuvieron lugar desde finales del siglo XVIII y que supusieron una radical transformación económica, social y tecnológica de las naciones europeas más desarrolladas. Este proceso no se gestó de forma espontánea, sino que precisó de una serie de condiciones favorables que propiciaron su implantación.

La población del Viejo Continente había permanecido prácticamente estancada durante al menos tres siglos por culpa de sucesivas guerras y epidemias, y esta circunstancia demográfica había lastrado el desarrollo económico. Los medios de transporte se limitaban a los de tracción animal y a los impulsados por el viento, mientras que la producción industrial se circunscribía al trabajo artesano organizado en gremios.

Los primeros indicios de que algo estaba cambiando aparecieron con la difusión de los principios éticos calvinistas, que introdujeron una nueva concepción del trabajo basada en la laboriosidad, el ahorro y el afán de lucro. Estas ideas facilitaron la aparición de grandes fortunas y capitales en manos privadas que fueron invertidos en nuevas empresas industriales, nacidas al amparo de la desaparición de los obstáculos sociales y políticos del Antiguo Régimen. Es entonces cuando se formulan las primeras teorías del capitalismo por pensadores como Adam Smith y David Ricardo, que dieron forma al liberalismo económico defendido por la llamada Escuela de Manchester, foco de proyección de estas ideas surgido en uno de los emergentes centros industriales que crecieron al amparo de los nuevos tiempos.

  El empuje de la burguesía capitalista

Estas teorías, auténticamente revolucionarias, se encontraron con la oposición de las oligarquías dominantes, que vieron peligrar sus privilegios económicos ante el empuje de la burguesía capitalista. Si analizamos el contexto de la época, no es de extrañar que los sectores más reaccionarios manifestasen su rechazo frontal a los cambios que se sucedían de forma imparable. El capitalismo se abría paso atacando las normas proteccionistas que beneficiaban a los terratenientes, al mismo tiempo que abogaba por la iniciativa privada y un individualismo exento de privilegios. En este sentido, los liberales defendieron la idea de Bacon según la cual el saber empírico, basado en la observación y la experimentación, fomenta la riqueza, asentando de este modo los cimientos que permitieron una sucesión de avances tecnológicos como nunca antes se había producido en la Historia de la humanidad.

A partir de entonces, las ciencias tuvieron una aplicación práctica que se concretó en una serie de innovaciones técnicas revolucionarias. La lanzadera volante, inventada por John Kay en 1733, permitió aumentar considerablemente la velocidad del proceso de tejido. En la industria metalúrgica, Abraham Darby desarrolló un método para la producción de hierro de gran calidad en un alto horno alimentado con coque y no con carbón. La hiladora mecánica, diseñada por Samuel Crompton en 1779, y el telar mecánico movido por agua, inventado por el industrial Richard Arkwright, también contribuyeron a transformar la industria textil, uno de los motores económicos del Imperio Británico.

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