«Individuo y masa (o razón contra pasión)» por Alberto Granados

Toda España ha vivido la desaparición del niño Gabriel Cruz, el Pescaíto, con verdadera zozobra. Pero ha bastado llegar al desenlace de ayer, algo que nos ha metido en el alma una angustia insuperable, para que nuestros angelicales deseos de un final feliz se hayan trocado en una súbita ferocidad.

  En algún rincón de mi blog he dicho que mi concepción del ser humano se resume en el título de un viejo poemario de Blas Otero: Ángel fieramente humano. En efecto, cada uno de nosotros es una mezcla de ángel y fiera, una síntesis personal de los dos extremos éticos. Creo que el terrorista más execrable, ese que lleva cientos de muertes a sus espaldas, puede desplegar ternura hacia los suyos, lealtad a su causa, sentimientos nobles solo un breve lapso después de haber mostrado su ciega crueldad y en la misma medida, el ser más angelical y bondadoso, querido de sus vecinos y respetado socialmente, puede alberga en su interior al más implacable canalla. Somos, repito, humanas mezclas del ángel y la fiera que llevamos dentro.

        La mayor parte de la sociedad controla los extremos, y con ese punto de equilibrio arrojamos un perfil socialmente aceptable, al menos hasta ahora, lo cual no garantiza que saquemos a la bestia en un momento de tensión extrema. Sam Peckinpah, en su gran película Perros de paja,  hizo del pacífico profesor universitario un maestro del cálculo y de la crueldad cuando en la tranquila población de Inglaterra donde se ha retirado para terminar un trabajo, unos mozos toscos y atrasados acosan y violan a su esposa. El hombre bajito y absorto en sus complicadas ecuaciones pasa, ante los estímulos pertinentes, a ser un despiadado y sádico vengador y consigue convertir su poquedad en un amplísimo e impensable catálogo de maneras de matar.

        Toda España ha vivido la desaparición del niño Gabriel Cruz, el Pescaíto, con verdadera zozobra. Yo he pensado mil veces en el mal trago por el que sus padres han pasado estos días y he visto las muestras de apoyo por parte de paisanos y conocidos, algo que me ha hecho pensar que la gente es buena.

        Pero ha bastado llegar al desenlace de ayer, algo que nos ha metido en el alma una angustia insuperable, para que nuestros angelicales deseos de un final feliz se hayan trocado en una súbita ferocidad, como en el título del poemario de Blas de Otero. Hemos dejado de ser ángeles para convertirnos en fieras despiadadas.

        Y han aparecido bulos en las redes, acusando a la presunta infanticida (a estas horas aún no se sabe nada) del asesinato de otra niña; ayer mismo la gente se congregaba ante la comisaría almeriense llamándola asesina, con una saña y una emocionalidad airada que me hicieron ver en ellos una jauría hambrienta de venganza y linchamiento. Hoy ya he recibido varias invitaciones para pedir que cumpla no sé cuantos años de condena y en un comercio alguien se explayaba sobre la necesidad de reimplantar la pena de muerte.

        ¡Qué fácil es dejarse llevar por las emociones, especialmente cuando se está dispuesto a diluirse en la masa amorfa, vociferante y vengativa! ¡Con qué facilidad sacamos a pasear al monstruo que todos llevamos dentro en las circunstancias dolorosas, cuando más falta haría la frialdad del razonamiento!

Imagen de Carlos Barba (EFE), tomada de eldia.es

        Yo no paro de pensar en el pobre chiquillo, que ha servido de chivo expiatorio de alguna oscura motivación (¿celos?, ¿presenció algo inconveniente?, ¿suponía un obstáculo para la detenida?…). Y pienso en la inmensa dignidad con que los padres han sobrellevado su particular y doloroso calvario, a la vez que les deseo fuerzas y ánimos para seguir adelante tras tanto sufrimiento. Y en la inmigrante que, en principio, parece la autora del crimen. Por ese orden. Y solo encuentro en todos ellos una invitación a la piedad. Hacia el niño, porque se le ha segado la vida a los ocho años. Hacia los padres, porque les ha sobrevenido una carga de dolor que solo el paso de mucho tiempo permitirá mitigar. Y a la presunta homicida, porque le queda un amargo futuro de remordimientos y cárcel.

        También pienso en la turba de entusiastas vengadores que gritan y exigen condenas eternas. Representan la pérdida de la individualidad para mezclarse en masa. Me surge una pregunta: ¿son los mismos que en unas semanas sacarán arrobados los pasos de su cofradía en olores de incienso y santidad? ¿Los que se consideran ejemplos de buena conducta y pensamiento intachable? ¿Los ángeles o las fieras humanas?

Alberto Granados

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