«PREGÓN DE FIESTAS 2018» por José Enrique Granados
Magnífico el pregón de fiestas 2018, que la otra noche desde el balcón principal del Ayuntamiento declamó Fuencisla Moreno Rueda. Lo transcribimos en nuestra gacetilla de hoy y lo acompañamos con una fotografía de primeros del siglo XX. En ella vemos a Santa Ana en sus andas antiguas de procesionar, antes de la realización de unas nuevas, realizadas en 1915 por el escultor aloreño Navas Parejo.
“Buenas noches vecinos y vecinas de Atarfe.
Antes de iniciar este pregón quiero dar las gracias a Fabiola García, concejala de Cultura, al Sr. Alcalde, a los miembros de la Corporación Municipal, a mi amigo José Enrique Granados y a su Gacetilla y a todas las personas que de un modo u otro han hecho posible que hoy esté aquí pregonando las fiestas de nuestro pueblo. Gracias a quienes habéis decidido acompañarme en este acto. Es para mí un honor y una satisfacción sentiros tan cerca. ¡Gracias de todo corazón!
Como casi todos sabéis, yo nací en Atarfe, en concreto en la calle Barquillo, una calle desde donde era muy fácil llegar hasta lo que, por aquellas fechas, era el Ferial. Los días previos a las fiestas, desde la puerta de mi casa, veía el ir y venir de camiones desmontando chapas de brillantes colores, enormes luces, coches, elefantes, patos, flores con asientos de madera alrededor, barcos, aviones… Eran los columpios, que fieles a su cita, acudían cada año a anunciarnos que las fiestas estaban a punto de empezar.
Recuerdo con infinito cariño a todos los niños y las niñas del barrio subir hasta la ermita a ver como aquellos hombres armaban con una habilidad sorprendente aquellos artilugios y como, al cabo de un par de días, ante nosotros aparecían perfectamente ensamblados los columpios de las fiestas de Atarfe. Al fondo del Paseo se instalaban las casetas, que casi siempre eran las mismas: las de turrones y barretas, la del chocolate, la de los churros y la de la tómbola gigante que anunciaba a bombo y platillo que allí tocaba siempre y donde a mí nunca me tocó nada.
Pese a que todo estaba preparado unos días antes, las fiestas empezaban el día que correspondía y hasta que eran oficiales, los columpios daban vueltas en solitario ante las miradas de los niños y la tómbola nos tentaba con su repetida cantinela sin que nadie se acercara a probar suerte en ella.
Al fin llegaba el día, y con él la ilusión y unos nervios que se repetían año tras año. La diversión empezaba muy pronto. A las 8 de la mañana se oían los primeros cohetes, los acordes de la banda de música y los cabezudos. A pesar de las altas temperaturas del mes de julio e incluso del mes de septiembre las actividades continuaban durante el día, pero cuando más se disfrutaba de las fiestas era por la noche.
Nada más meterse el sol subía la cuesta de mi calle casi corriendo junto con mis hermanas y mis amigas. Cuando se abría ante nuestros ojos el Paseo de Santa Ana lleno de música, de luces, de alegría y de vida, todo cambiaba a nuestro alrededor. Unos metros más allá aparecía la Calle Real, escenario principal de las fiestas. La calle escasamente iluminada durante todo el año lucia con bombillas de colores. La gente transitaba con sus mejores galas por la calzada saludando a quienes a su paso se encontraba. El escaso tráfico desaparecía y solo el tranvía amarillo nos comunicaba con los pueblos de alrededor y con la capital.
En aquellos días nuestro mundo se reducía a esa calle y a los espacios cercanos a ella, un reducido mundo en el que todos teníamos cabida y donde ninguno de nosotros necesitaba nada más. Por la calle Real paseé mis sueños y mis deseos de libertad. Por aquella calle se paseó mi juventud como años atrás se había paseado la juventud de mis padres y probablemente la juventud de mis abuelos.
En las muchas conversaciones que tuve la suerte de tener con mi madre, a menudo me hablaba de las fiestas que ella había vivido. Era una época en la que todo era tremendamente difícil y, sin embargo, cuando hablaba de ellas siempre lo hacía con un brillo especial en los ojos, una anécdota que contar y una sonrisa en los labios. Y es que esa es la magia de las fiestas, la que hace que, pese a todas las circunstancias, esos días dejen un bonito y entrañable recuerdo en quienes tienen la suerte de poder vivirlas. Y como la historia se repite de madres a hijas y de hijas a nietas, yo hoy siento lo mismo que sentía ella: que esos días que consumía todos los años y que deseaba poder alargar son uno de los mejores recuerdos que guardo de mi adolescencia y de mi juventud.
El tiempo, al que nadie puede poner freno, siguió su rumbo y un año dejé de ver desde la puerta de mi casa montar los columpios, ni volví a oír el soniquete de la tómbola ni las canciones pegadizas de las casetas. Un año el ferial cambió de ubicación, al otro año volvió a cambiar y al otro también. Y es que mientras los años iban pasando por mi vida, también iban pasando por el pueblo. El pueblo empezó a crecer y todo empezó a cambiar, y en esas estamos, cambiando y cambiando, porque los pueblos no se detienen, porque la vida y la historia nunca se pueden detener.
Yo llegué por primera vez a este Ayuntamiento hace casi 35 años cargada de ilusiones y con la seguridad que la juventud me regalaba. Mi primer trabajo lo hice en el Archivo Municipal. Tenía 23 años y unos enormes deseos de trabajar, de transformar y hasta de cambiar el mundo, pero fue en el archivo entre papeles descoloridos y arrugados donde me di cuenta de que otras personas con más razón, más esfuerzo y más convicción que yo ya lo habían hecho antes. Cada uno de ellos lo había hecho a su manera, pero todos habían querido cambiar algo y todos habían querido hacerlo lo mejor posible. En algunas ocasiones fueron precisamente las fiestas del pueblo, el mejor escenario para dar a conocer esos cambios. Por eso yo quisiera que este Pregón fuera un homenaje a quienes desde el Ayuntamiento o fuera de él, a lo largo del tiempo, han hecho posible las fiestas de este pueblo y los cambios que a través de ellas hemos conocido.
A escasos metros de aquí, en una caseta rodeada de cañaverales un grupo de hombres y mujeres celebraban la llegada de las libertades. Era una caseta diferente a todas las que aquí conocíamos. En la parte frontal unos símbolos, unas siglas y detrás de ellas un grupo de personas que brindaban porque al fin habían llegado tiempos mejores. En esa caseta había mucha gente conocida por todos. En esa caseta estaba gran parte de mi familia. En esa caseta estaba mi padre. Un homenaje a ellos y un homenaje a ese espíritu de conciliación que yo viví y que hizo que unos y otros, los de aquí y los de un poco más allá, se sentaran en la misma mesa y al menos por unos días compartieran sentimientos parecidos, sintiéndose todos hijos de la misma tierra. Un homenaje a las madres, a las abuelas y a todas las mujeres que mes a mes iban ahorrando lo que buenamente podían para que sus hijas en las fiestas pudieran estrenar vestido nuevo. Un homenaje a quienes con escasos recursos organizaban unos eventos festivos: a los acaldes, a los concejales, a los miembros de las antiguas comisiones de fiestas, a quienes organizaban los actos religiosos… Y un homenaje cargado de emoción y de sentimientos a todos los que tuvieron que partir de este pueblo y siempre guardaron en sus corazones la imagen de Santa Ana recorriendo sus calles y la música que la acompañaba. Un recuerdo a las madres y aquellas plegarias silenciosas que le dedicaban cada 26 de julio a la patrona pidiéndole protección para sus hijos que se habían tenido que ir a tierra extraña: “Santa Ana bendita, protégelo de todo mal”.
Todo iba modificándose al paso del tiempo: las fiestas de septiembre desaparecieron, la romería, las reinas de las fiestas, las cucañas, las carocas, el chalé o las carreras de cintas, sin embargo, ha ido permaneciendo inalterable el espíritu que acompañaba las fiestas, las ganas de divertirse, los vestidos de flamenca, las casetas, el chocolate y los churros de madrugada y en mi caso, la tradición de estrenar vestido, porque las fiestas se lo merecen y porque así lo he decidido.
Pero Atarfe no son solo sus fiestas. Aunque frente a nosotros haya mucho trabajo por hacer, muchas cosas que mejorar y muchas dificultades que sortear, Atarfe es un gran pueblo. Atarfe guarda su historia en los cientos de legajos que componen su Archivo Municipal y en los restos de piezas arqueológicas encontradas en su término. Entre olivares y sierras está encerrado lo más esplendoroso de nuestra historia, un lugar donde existieron unas alquerías que se convirtieron en ciudad y una ciudad, Medina Elvira, que se convirtió en la capital de una de las coras más importantes de Al Andalus. Atarfe es su paisaje, sus calles empinadas y tortuosas, la Ermita de los Tres Juanes, la Canterilla, las Aguas Potables, la Moleona y los Caballicos del Rey. Atarfe es su patrimonio y sus tradiciones, es Santa Ana y los fieles que tan devotamente la acompañan. Atarfe para mi son mis abuelos, mis padres, mis hermanas y mis sobrinos. Atarfe es Francis, la persona con la que decidí compartir mi vida. Atarfe son mis hijos, los que cada día hacen que me sienta la persona más feliz del mundo. Atarfe son todas las personas con las que cada día me cruzo y con las que comparto un café, un viaje, una charla, una sonrisa; son los amigos de mi infancia y los amigos de mi juventud, mis compañeros de trabajo. Atarfe es mi teatro y los amigos con los que me subo al escenario y comparto risas, nervios y muchos sueños. Atarfe es la música, la pintura, la danza, el arte… Atarfe son sus centros educativos y sus centros deportivos, es el Centro Cultural, el que me ha permitido conocer a tanta gente y al que dedico mi vida profesional y una buena parte de mi vida personal. Atarfe, en definitiva, sois todos vosotros. Es el mundo donde he ido creciendo, haciéndome adulta, es el lugar al que estoy unida y del que bajo ningún concepto me voy a poder separar.
Por muchos años que pasen y la modernidad traiga de su mano nuevos modelos de convivencia y de diversión, no habrá un atarfeño que llegado el mes de julio no pregunte “Oye… ¿Cómo caen las fiestas este año?”. Por muchos años que pasen siempre recordaré la voz de mi madre y la de tantas madres decid a sus hijos: “Levantaos ya que van a pasar los cabezuos y se os van a escapar”. Por muchos años que pasen siempre recordaré a mi abuela sentada en una silla de enea a la puerta de la ermita para ver entrar a Santa Ana. Y, aunque el tiempo vaya borrando algunas huellas, yo seguiré atesorando esos recuerdos para acercarme a ellos cuando la melancolía me invada, cuando el pasado en forma de canción y de juego me recuerde las fiestas de tiempos pasados.
Pero mirando al pasado no se debe acabar un Pregón de fiestas. Como he dicho al principio la vida no se detiene y el futuro, al que debemos mirar con entusiasmo y optimismo, nos está aguardando. Yo, para el futuro de Atarfe, deseo esperanza y prosperidad. Ojalá sigamos adelante construyendo un pueblo donde sea posible la convivencia y la alegría. Ojalá seamos capaces de remar todos en la misma dirección, porque es el único medio que encuentro para poder llegar al mejor destino. Ojalá las generaciones venideras se sientan satisfechas y orgullosas del trabajo que hemos realizado. Ojalá a ninguno de nosotros, se nos olvide nunca que tenemos algo muy importante que nos une: esta tierra, este cielo, estas calles, este pueblo, nuestro pueblo.
¡Muchas gracias a todos y felices fiestas 2018!”