Mallarmé afirmaba: La carne es triste y he leído todos los libros. A mí la carne sigue pareciéndome tentadora, pero casi estoy de acuerdo con el poeta francés respecto a la lectura: tengo la sensación, cada vez más frecuente, de haber leído una y mil veces los libros que escojo y echo de menos ese impacto que algunas obras me producían hace años. Con todo, cada temporada leo casi sesenta libros entre los que encuentro de todo.

Últimamente prefiero las relecturas de títulos que me sorprendieron cuando las leí por su calidad o por algún factor que por entonces entendí como novedoso.

       La temporada 2017/2018 ha sido atípica para mí, pues he estado buena parte de la primavera en las proximidades de París, por lo que me he perdido varias presentaciones, así como la Feria del Libro. Desde octubre del año pasado hasta ahora, he leído o releído 57 títulos y he aquí mi resumen.

        Empezando por los autores locales, la temporada se inició con Piano en pájaro, de Miguel Arnas, libro que aúna palabra escrita y música en una delicada colección de prosas llenas de calidad poética. Mis dos pasiones, literatura y música, en un libro. No se puede pedir más. Durante la primavera, Arnas publicó Ashaverus, el creador, una segunda parte sobre el judío errante que aún tengo pendiente.

        Antonio Enrique también presentó dos títulos durante estos doce meses: El espejo de los vivos y La palabra muda. El primero es una meditación ontológica sobre el papel del ser humano en la creación (y digo creación porque el autor, creyente, parte de la base de un creador todopoderoso). El segundo es una reflexión poética sobre esa palabra que jamás debería sonar, que no es otra que el horror o, si se quiere, el sufrimiento infligido gratuitamente al ser humano. Escalofriante serie de poemas sobre el horror nazi, que he leído tres veces contrastando la crueldad humana con la felicidad del nacimiento de mi primer nieto.

        Celia Correa volvió a publicar. Sus Mares de tinta crearon una dulce marea de sensaciones literarias muy gratas. La Presidenta del Centro Artístico se reafirma como una notable creadora de relatos.

        También Fernando de Villena publicó dos libros en este período: El reloj de la vida, una novela sobre la bohemia literaria de la preguerra civil y Nuevas historietas de Bernardo Ambroz, que  he acabado estos días. Coincido con la reseña que Francisco Gil Craviotto publicó en Ideal en clase: hay mucho Cervantes en estas historietas, mucha crónica de los sesenta y mucha ternura. Yo añadiría que estas historietas se centran en dos elementos muy villenianos: la figura del preceptor y el tema del viaje exterior que opera cambios en el interior de los viajeros.

        He leído también algunos libros colectivos. El proyecto de Elvira Cámara para Artificios, Amor con humor se paga, en que aparecía un  cuento mío; el de Francisco Acuyo para Entorno Gráfico, En unos pocos corazones fraternos. (Antología solidaria), a beneficio del Banco de Alimentos de Granada, también con un relato que  preparé con mucho afecto.

        No puedo ni quiero soslayar el homenaje que, a principios de la temporada, el Centro Artístico tributó al mencionado Francisco Gil Craviotto. Ni el hecho de que dicha institución haya publicado y distribuido algunos ejemplares en que se recogen todas las colaboraciones. Queda por ver quién honra a quién, pues si los socios del Centro hemos intentado honrar la trayectoria humana y literaria de una gran persona, la propia calidad humana del escritor honra a su vez cualquier ámbito donde se le reconozca. El decano, junto con Rafael Guillén, de las letras granadinas tiene preparadas dos nuevas publicaciones para la próxima temporada.

        Termino esta sección local con el nombre de Andrés Neumann. Su novela Fractura nos presenta a un personaje que nos muestra su desafío a la energía nuclear. Tendría que haber muerto en la explosión de Hiroshima, pero sobrevivió. Podría haber muerto en Fukushima, pero también resultó indemne. Ha sobrevivido a dos muertes, por lo que, asegura, es como si hubiera nacido tres veces. Las vivencias del protagonista sirven al lector de repaso del siglo XX.

        Sin ser propiamente un autor local, Antonio Muñoz Molina ha llenado muchas horas de mi lectura, no en vano estoy recopilando su trabajo periodístico. He leído o releído sus libros de columnas periodísticas: El Robinson urbano (1984), que curiosamente se presentó en el salón del piano del Centro Artístico, Literario y Científico en diciembre de aquel año, Diario del Nautilus (1986), Las apariencias (1995), La huerta del edén (1996), Escrito en un instante (1996), Pura alegría (1998) y La vida por delante (2002), títulos a los que he sumado Días de diario (2007) y Un andar solitario entre la gente, su último título, de este mismo año. Nueve títulos, una prueba palpable de mi admiración por el autor ubetense.

        Sin darme cuenta, he ido acumulando lecturas sobre la guerra civil, no sé si consciente o inconscientemente. En realidad es un tema del que tengo registrados una buena cantidad de títulos. Los que he leído este mismo año son: La higuera (Ramiro Pinilla), La abuela civil española (Andrea Stefanoni), Réquiem por un campesino español (Ramón J. Sender) , la notable trilogía de Arturo Barea La forja de un rebelde y Las tres bodas de Manolita (Almudena Grandes).

        Y mis relecturas: Onetti (Los adioses y Epitafio para una tumba sin nombre), Cortázar (Todos los fuegos, el fuego), Galdós (Misericordia), José Luis Sampedro (La sonrisa etrusca), Julio Llamazares (Luna de lobos), Blasco Ibáñez (Los cuatro jinetes del Apocalipsis), Carpentier (Concierto barroco)…

        Sin ser demasiado crédulo respecto a los grandes premios literarios, el Planeta Todo esto te daré (Dolores Redondo) me dejó bastante indiferente; leí dos o tres títulos del último Nobel, Kazuo Ishiguro, del que ya conocía Los restos del día, que me parece una magnífica crítica a la Inglaterra de la primera mitad del s. XX. Y la irrupción en televisión de la serie homónima me hizo acercarme a Margaret Atwood, de la que ya había leído varios libros. El cuento de la criada plantea la aparición de un régimen talibán y misógino en Estados Unidos. Dibuja una repugnante distopía que nos hace rebelarnos y sentir asco por el poder absoluto. Una excelente novela, muy superior a la serie televisiva.

        Siguiendo con los premios literarios, cabe señalar que el Premio Andalucía de la Crítica, en su vigésimo-cuarta edición ha distinguido a dos autores locales: Antonio Praena y su Historia de un alma se alzan con el galardón en la modalidad de poesía, en tanto que en la modalidad de relatos es Alejandro Pedregosa quien se lleva el premio con su libro O.

        Otro volumen colectivo muy interesante es el llamado En la cárcel, que recoge treinta relatos carcelarios, todos ellos enviados por sus autores a las ocho ediciones del certamen de relato corto Conrada Muñoz, que pretende honrar a esta víctima de ETA, madre de funcionario de prisiones. Los relatos ofrecen una perspectiva desconocida y poco previsible de la estancia en una prisión.

        Con todo, el libro que mayor impacto ha creado en mí es De senectute política. Carta sin respuesta a Cicerón, del helenista asturiano Pedro Olalla. Una epístola en que el autor lleva a cabo una pirueta cronológica y comparte con el autor latino una serie de reflexiones sobre el valor de la vejez y sobre los engaños de la democracia formal. Tendría que ser un título de lectura obligada para formar parte de las listas electorales de cualquier grupo político.

        No renuncio a señalar un libro que cayó en mis manos por azar: Canción dulce, de la autora franco-marroquí Leila Slimani, que llega a ser agobiante al plantear el tema de las niñeras a quienes entregamos a nuestros hijos (inevitable recordar su nexo argumental con La última vuelta de tuerca, de Henry James). Desgarrador Premio Goncourt de 2016, que me ha llegado justo cuando ha nacido mi nieto, lo que le da al drama un sentido mucho más profundo para mí.

        Cada vez que termino un libro denso, obsesivo, difícil… abro la espita para descomprimirme con otro más ligero que, en más de una ocasión, es una novela negra, con sus arquetipos detectivescos. En este campo, destaco a Andrea Camilleri (El campo del alfarero, en que Montalbano tiene dudas sobre la Mafia y la resolución de un crimen), a Leonardo Padura (Adiós, Hemmingway, donde el detective-librero intenta descubrir las pistas que demuestren que el escritor norteamericano no se suicidó), Lorenzo Silva (Lejos del corazón, donde Bevilacqua y Chamorro siguen las pistas que podrían aclarar un doble crimen relacionado con la minería de criptomoneda) o José Payá Beltrán, un solidario conocido del mundo bloguero,  que ha creado un nuevo detective, un inspector de policía jubilado que sigue resolviendo crímenes por inercia y soledad (El intranquilo retiro del inspector Duarte).

        En poesía, Tomás Segovia, Antonio Enrique, Rafael Guillén, Ángeles Mora… y siempre, Antonio Machado y Francisco de Quevedo, que nunca me cansaré de releer.

        El detalle doloroso de la temporada literaria es la muy reciente muerte del poeta Julio Alfredo Egea. Que la tierra le sea leve.

        Leer, leer, leer…, ¿vicio o virtud? Es una simple vocación sin la que no puedo imaginarme la vida. Incluso aunque hayan ido mitigándose el sentido de la novedad, la sorpresa, la curiosidad ante la situación insólita o esas tramas llenas de trampas que cada libro nos plantea para envolvernos y seducirnos, como una cortesana ilustre de la estirpe de Scherezade. No, no he leído todos los libros, pese al enunciado de Mallarmé. Me quedan muchos aún. Afortunadamente.

Alberto Granados

 

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