22 noviembre 2024

Los descendientes de prisioneros de la Guerra de Secesión americana vivieron menos que los del resto de soldados

El cabo Calvin Bates, del 20º Regimiento de Infantería de Maine del Ejército de la Unión, fue hecho prisionero por soldados de la Confederación en mayo de 1864, durante la Guerra de Secesión de EE UU (1861-1865). Apenas estuvo cuatro meses en el campo de prisioneros de Andersonville (Georgia) pero salió de allí demacrado, enfermo, con los dos pies amputados y un intenso sufrimiento en su mirada (ver fotografía). Tan duras eran las condiciones que el 40% de los prisioneros no salieron vivos de allí. Ahora, un estudio con miles de ellos muestra que los hijos que tuvieron los supervivientes de aquel infierno vivieron menos que los de otros veteranos. Incluso murieron a una edad más temprana que sus hermanos nacidos antes de la guerra. De alguna manera el dolor de sus padres se grabó en su genética.

Desde hace años, estudios en animales han mostrado que determinados factores ambientales provocan cambios en la información genética que pasan de una generación a otra. Es como si dejaran marcas que apagaran o encendieran genes pero sin alterar el ADN. Así se ha comprobado que el azúcar que toman los padres puede hacer obesos a sus descendientes o que la mala alimentación de los abuelos perjudicaría la salud de sus futuros nietos. A pesar del gran impacto que podría tener en la ciencia y en la salud, se sabe poco de estos mecanismos epigenéticos en humanos y saber más exigiría unos experimentos que la ética impide.

Por eso es tan excepcional la historia de Bates y el experimento social que supuso el internamiento de unos 200.000 soldados de la Unión enprisiones sudistas durante la guerra que dividió EE UU. Un grupo de investigadoras de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) han rastreado qué fue de ellos una vez que salieron de los campos. Gracias a los archivos militares, saben si se casaron o ya estaban casados, dónde vivían, a qué se dedicaban o cuándo y cuántos hijos tuvieron. También pudieron ver cuándo murieron ellos, sus mujeres y sus hijos. Así comprobaron que, tal y como publican en PNAS, los que tuvieron después de pasar por sitios como Andersonville vivieron menos que los hijos de otros veteranos de guerra.

A la misma edad, los hijos de los prisioneros concebidos después de la guerra tenían el doble de posibilidades de morir

«Pasaron dos cosas en el campo: inanición, con los hombres convertidos en cadáveres andantes que morían de escorbuto y diarrea, y estrés psicológico», comenta Dora Costa, economista de la UCLA y principal autora del estudio. Ni ella ni sus colegas son especialistas en genética ni se ha podido estudiar el ADN de los 6.500 veteranos de guerra y el de los 20.000 hijos suyos que han investigado. Pero han llegado a la epigenética por descarte: Controlando diversos factores, como condición socioeconómica, origen, fecha de alistamiento o estado de salud previo compararon la longevidad de los hijos de los veteranos que fueron prisioneros con la de de los que no lo fueron, viendo que, en iguales circunstancias y a la misma edad, los primeros tenían el doble de probabilidades de haber muerto. Hay otro dato que refuerza la tesis de la base epigenética: Dentro de la misma familia, los hijos que el prisionero de guerra tuvo después de sobrevivir a uno de esos campos tenían hasta 2,2 veces más probabilidades de morir antes que sus hermanos a la misma edad.

«Ciertamente hay transferencia intergeneracional de rasgos en humanos, algo que puede ocurrir por métodos bien conocidos, como la herencia genética, o la herencia cultural, como el aprendizaje», recuerda el profesor de la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia) Neil Youngson. «Lo que es especial aquí es que esta investigación muestra un mecanismo de herencia diferente, la epigenética, en el que una exposición ambiental (en este caso el hambre o el estrés, las autoras no pueden decir cuál) induce cambios moleculares en los gametos que, a su vez, afectan a la salud o conducta de sus descendientes», explica este investigador, no relacionado con el estudio.

Uno de los soldados de la Unión, tras ser liberado de una prisión confederada. Las imágenes frontales recuerdan a las de los supervivientes del Holocausto. ampliar foto
Uno de los soldados de la Unión, tras ser liberado de una prisión confederada. Las imágenes frontales recuerdan a las de los supervivientes del Holocausto. Biblioteca del Congreso de EE UU

Hasta ahora, los escasos experimentos sociales que han permitido estudiar la transmisión intergeneracional del trauma en humanos habían tenido como protagonistas a los niños, incluso aún por nacer, pero no a adultos. En los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, el norte de los Países Bajos, aún bajo dominación alemana, sufrió una terrible hambruna. En ciudades como Róterdam o Ámsterdam las raciones no alcanzaron ni las 1.000 kilocalorías diarias. El hambre afectó a la fertilidad de las mujeres, pero lo peor vendría después: los niños de las embarazadas en aquellos meses nacieron con una media de 300 gramos menos. Ya de adultos, aquella exposición prenatal al hambre redujo su tamaño corporal y aumentó la incidencia de diabetes y esquizofrenia.

Estos efectos se manifiestan a veces en la tercera generación. En 2017 un trabajo con una enorme muestra de 800.000 niños suecos comprobó que el trauma de perder a un padre o una madre deja una marca que heredan los hijos. Sus autores vieron que los niños que se quedan huérfanos en los años anteriores a la adolescencia tienden a tener, ya de adultos, más hijos prematuros y con menor peso que los que no perdieron a sus padres. «Justo antes de la pubertad, durante el periodo de crecimiento lento, es cuando se programa la espermatogénesis y cuando los testículos empiezan a formarse. También es un momento psicológicamente formativo y en nuestro estudio vimos que un trauma psicológico grave durante este período, la muerte de un padre, predecía los resultados al nacer de los hijos de los chicos», explica Kristiina Rajaleid, investigadora de la Universidad de Estocolmo (Suecia) y coautora de este estudio.

Las hijas de los prisioneros de guerra, sin embargo, fueron tan longevas como los niños de los demás veteranos

Uno de los padres de la hipótesis epigenética de la transmisión del trauma es el investigador del Instituto Karolinska (Suecia) Lars Olov Bygren. Junto al genetista británico Marcus Pembrey, Bygren llevó a cabo el llamado estudio Överkalix, en el que observaron una relación entre la disponibilidad de comida a edades tempranas y el estado de salud de los descendientes entre los habitantes de un pequeño pueblo por encima del Círculo Polar Ártico. En concreto comprobaron que los nietos de aquellos que siendo niños habían pasado penurias por las malas cosechas tienen mayor incidencia de problemas cardiovasculares. «Nosotros hemos visto tres periodos sensibles a la respuesta transgeneracional: los primeros meses (hasta los dos años), el periodo de crecimiento lento [en torno a los 10 años] y en los 17-18 años», cuenta Bygren en un correo. Muchos de los que se alistaron para combatir a los confederados tenían esa edad.

Pero hay un último dato del estudio de los prisioneros de guerra que intriga a los científicos: el trauma por tanto sufrimiento solo lo heredaron los hijos varones, las hijas fueron tan longevas como las del resto de los que fueron a la guerra. Ni las autoras ni los expertos consultados saben con certeza el porqué de esta discriminación por sexos. Igual el análisis de los datos de la tercera generación, de los nietos y nietas de soldados como el cabo Bates, que está en curso, pueda explicarlo.

https://elpais.com/elpais/2018/10/21/ciencia/1540148116_181772.html

FOTO:El cabo Calvin Bates, en el hospital tras salir del campo de prisioneros confederado de Andersonville. Atención, la foto ampliada puede herir su sensibilidad. Biblioteca del Congreso de EE UU