Soy el menor de cinco hermanos, por lo que las costumbres, los ritos y hasta las creencias de mi familia, me fueron impuestas por las determinaciones de mi abuela, mis padres y mis hermanos.

Y entre esas costumbres, yo asumí como algo irrefutable, casi predeterminado desde el principio de los siglos, que la noche de difuntos tenía un misterio, unas resonancias mágicas y hasta una gastronomía bien distintos del resto de las noches, como sucedía con la Nochebuena o la noche de Reyes.

        Por entonces se nos decía que la fiesta de difuntos servía para recordar a los muertos de la familia. Yo, con siete u ocho años no recordaba tener ningún muerto, aunque mi madre me hablaba de su padre, de varios hermanos desaparecidos. Y me lo decía con una solemnidad que inmediatamente sacralizaba mi recuerdo inducido de esos muertos familiares, produciéndome una melancolía y unas sensaciones cuya raíz no conseguía entender.

        Pero me gustaba. Me encantaba el menú especial de la cena de difuntos, que incluía, invariablemente, cualquier plato ligero y un postre variado y distinto al de siempre: castañas (asadas o en crudo), batata con canela en almíbar y la gran especialidad: gachas de harina con miel de caña por encima. Solo por este postre, valía la pena aguantar la vigilia de difuntos, a la que íbamos toda la familia, a unas horas en que normalmente todos estábamos acostados: la medianoche.

Tumba del cementerio de Granada

        Hubo un tiempo en que me dio por plantearme el tema de la muerte y esa noche tan especial adquirió un aire tenebroso. Recordaba un poema, “Qué solos se quedan los muertos”, de G. A. Bécquer, que yo ya casi me sabía pues desde los ocho o nueve años yo venía leyendo un soberbio libro que me acercó a nuestros poetas: “Las mil mejores poesías de la Lengua Castellana”. Me asustaba la muerte y el doble de las campanas de las tres iglesias del pueblo me erizaba la piel. Pero valía la pena pasar un miedo razonable si se compensaba con el postre especial.

        Había otro elemento: la mayoría de las emisoras de radio ponían esa noche el “Don Juan Tenorio”, en versión de teatro leído. Las voces eran las de los seriales radiofónicos que oía mi madre. Oírlos durante la silenciosa cena, atender la eficacia de los míseros efectos especiales de entonces, participar en el espectral universo del drama, atender los solemnes octosílabos de Zorrilla, obtener la enorme victoria moral de anticipar un par de versos al actor radiofónico… eso era un placer indescriptible. Mi padre, que conocía la obra de Zorrilla, ponía voz engolada y, sonriente, avanzaba:

                -No os podréis quejar de mí,

                vosotros, a quien maté;

                si buena vida os quité,

                buena sepultura os di…

Panteón del cementerio de Alcaudete (Jaén)

        Mi escena preferida era la de la apuesta del primer acto, que conseguí aprenderme de memoria copiándola  manuscrita del libro de literatura de sexto de aquel bachillerato superior de alguno de mis hermanos… y la soltaba entera, buscando con ello la admiración de mis padres y alguna burla por parte de mis hermanos, que no veían ningún mérito y sentían celos del afecto que mi padre dedicaba al niño pequeño de la casa.

        Aún quedaba un elemento verdaderamente festivo de aquella noche especial. Al regresar de los oficios, de nuevo toda la familia junta, encontrábamos las gachas sobrantes, ya frías, convertidas en un desagradable engrudo. Mis hermanos tenían unas latas vacías de leche condensada a las que echábamos aquella masa pastosa. Mi padre nos autorizaba a salir de nuevo, pese a las muestras de incomodidad de mi madre, que jamás aprobó la costumbre: tapábamos con aquello las cerraduras de los vecinos molestos, regañones o chismosos. Había que hacerlo en sigilo y amparados por la escasa iluminación de la época: una bombilla cada treinta o cuarenta metros. Cumplida nuestra misión vengadora, regresábamos a casa y mi padre nos preguntaba a quiénes habíamos fastidiado. Mi madre ni siquiera quería saberlo. Nos acostábamos y a la mañana siguiente, cuando mi padre abría la puerta, se encontraba con la cerradura atascada de engrudo y lo oíamos enojarse:

        -Pero quién habrá sido el cabrón que nos ha hecho esto… Mira que como han puesto la puerta…

        Y nosotros, desde la cama, nos partíamos de risa.

        La memoria, esa anciana machacona que goza devolviéndonos los recuerdos cambiados, ennoblecidos por la pátina de los años y casi siempre engañosos, me trae siempre por estas fechas la evocación de las noches de difuntos que yo vivía en los años cincuenta y primeros sesenta en Alcaudete, un pueblo retenido en la inmutabilidad del tiempo y perdido en zona de nadie, entre Jaén y la provincia de Córdoba. Observo que no queda nada de aquella magia antigua y pienso en el maldito Halloween anglosajón y en la invasión cultural y, sobre todo, en los muertos que ya llevo acumulando desde hace décadas, esos muertos que me hacen ver que me acerco a los huecos de primera fila que han dejado para mí, porque la vida, como los recuerdos, gasta estas mortales bromas.

Alberto Granados

FOTO: CEMENTERIO DE ATARFE

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