23 noviembre 2024

Hay que detener esta sangría del prestigio de la justicia y poner fin a la rutina de la desconfianza

Una democracia puede padecer pocas enfermedades más graves que el descrédito de la justicia, y nuestra democracia la padece. Y además se extiende en metástasis por todo el organismo social; quiero decir que ya no la respeta nadie y desde ayer menos.

La decisión del Supremo en el caso del impuesto de las hipotecas ha estado a la altura de toda la secuencia, ha sido un desastre, y ha confirmado una desunión, que lejos de devolver la garantía jurídica la ha arrojado escaleras abajo a patadas. Para hacer algo tan gordo como desautorizar a su Sección Tercera, suspender a la carrera su sentencia del día 18 de octubre y dar este giro jurisprudencial, el pleno de la Sala de lo Contencioso tendría que tener una seguridad jurídica aplastante que no ha tenido, pues ha resuelto en el filo tras agónicas discusiones. Imposible evitar la irritación ciudadana, imposible evitar el desprestigio del Supremo. Y entre paréntesis me pregunto por qué nuestros partidos que hoy se muestran dispuestos a modificar la ley en defensa de los consumidores no lo habían aclarado antes.

Pero algo tenemos que hacer.

Hay que detener esta sangría del prestigio de la justicia y poner fin a la rutina de la desconfianza. Porque para grandes sectores de la opinión pública los tribunales, los españoles y también los extranjeros, ya no son instancia en la que los litigios se arbitran, sino donde se incendian, y siempre por razones oscuras.

La decisión sobre el impuesto de las hipotecas prueba la connivencia con la banca, la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre Otegi prueba para unos que España es un estado opresor y para otros que Europa nos odia. Y ya tenemos la justicia proetarra de Estrasburgo, la justicia antiespañola de Schleswig-Holstein, la justicia anticatalana del Supremo y de la Audiencia Nacional.

Nuestra democracia padece una grave enfermedad. Deberíamos estar muy preocupados.