El pasado 1 de junio yo estaba en París ejerciendo tareas de padre y abuelo. A través de un canal que reúne televisiones de medio mundo, conecté con una televisión española para ver en directo la moción de censura que acabó por fin con la grisura de Rajoy e instaló en La Moncloa la titubeante figura de Pedro Sánchez.

Ya entonces auguré que el nuevo presidente encontraría en su camino mil trampas y hostilidades. También afirmé que su presidencia era perfectamente legítima, ya que la moción de censura es un mecanismo constitucional. Por entonces, nadie sabía que Rajoy se iba y que le iba a suceder, contra todo pronóstico, Pablo Casado.

        La conjunción de estos dos personajes, Sánchez y Casado, ha cambiado en siete meses ese río revuelto de nuestra política y ha convertido el ruedo ibérico en el lodazal más nauseabundo que, ni en nuestras más alarmantes pesadillas, habríamos podido imaginar. Llevo mucho tiempo diciendo que España es un país cada día más miserable, un país donde la clase política parece tener como único horizonte aferrarse a la parcela de poder conseguida y mantenerla contra viento y marea, al margen de los problemas reales de la sociedad (desempleo, sanidad, educación, jóvenes sin expectativas que se van al extranjero, precariedad laboral, violencia de género, etc.).

        El miedo, que siempre es conservador, ha aupado mientras tanto a un partido extraño, Vox, que parece tener un gran futuro en negro, con sus bufidos xenófobos, sexistas, neofranquistas… es decir, un partido muy similar al franquismo que viví en los cincuenta y sesenta. De la mano de estos camisas pardas, Andalucía ha cambiado de signo político y el presente año, que nos convocará varias veces a las urnas, se presenta como un tiempo lleno de incertidumbres y peligros involucionistas.

       A estas horas, cuando de nuevo estoy en París, estarán llegando a Madrid cientos de autobuses de toda España para reivindicar la unidad y exigirle a Sánchez la convocatoria de elecciones. O esa es la coartada para justificar una convocatoria que, en realidad, servirá solo para alentar las ambiciones políticas de Casado.

        Mientras tanto, los usos y costumbres de la vida política han llegado a un inimaginable deterioro. El debate político se ha cambiado por la descalificación furibunda y el insulto; ha nacido ese neologismo eufemístico, “postverdad”, que en realidad es la mentira crónica; el Parlamento ha sido sustituido por los institutos de opinión, los twits y las redes sociales; la honestidad política ampara los mil casos de corrupción, y un lamentable etcétera que me producen sonrojo.

Cuando se me ha preguntado por mi sentido del patriotismo siempre he dicho que solo me siento orgulloso de unas cuantas circunstancias de nuestra historia: el escaso enciclopedismo de la torpedeada ilustración, nuestro maltratado idioma, la Institución Libre de Enseñanza, la lastimada II República y otros hitos de índole semejante. No me identifico con las falsas hazañas de la colonización americana, ni con los episodios supuestamente gloriosos de nuestros ejércitos, ni me siento orgulloso de los toros, la semana santa, la religión y otros hechos que, últimamente, parecen necesarios para demostrar mi limpieza de sangre patriótica. Pero me preocupa España, porque ha malvendido muchos aspectos de su dignidad.

        También me preocupa que la demagogia de Casado convierta al país en un circo fascista. Qué fácil (y qué fullero) es que un gobernante apele a lo emocional para arrasar derechos que tanta sangre ha costado conseguir. Y qué fácil resulta para el electorado caer en las trampas emocionales y aceptar la indigna condición de masa amorfa y acrítica, que sigue al pastor como los borregos. La marcha de hoy me recuerda aquella marcha sobre Roma que organizó el fascio italiano en 1922. De nuevo recurro a César Vallejo: «España, aparta de mí este cáliz»

ALBERTO GRANADOS

FOTO: Santiago Abascal, Pablo Casado y Albert Rivera, en el estrado en la manifestación en Colón contra Pedro Sánchez. Ricardo Rubio / Europa Press

La marcha sobre Madrid

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