«TRADICIONES» de Ana Maria Guerrero rescatado por José Enrique Granados

En el año 2000, en el suplemento de las fiestas de IDEAL, Ana María Guerrero Pozo, nos deleitó con este artículo titulado “Tradiciones”. Lo rescatamos para la gacetilla de hoy.

Siempre me he sentido orgullosa de mi pueblo y de mis raíces. Y no me gustan que vayan desapareciendo poco a poco estas tradiciones que lo hacían único, lo mismo que por su enclave lo es. Qué decir de nuestra sierra, cuando estás en lo alto de su mirador; te sientes dueño del mundo, parece como si volaras y lo vieras todo a vista de pájaro, tantos pueblos blancos, las laderas de los montes de un verde esmeralda y el olor a tomillo y pino, parece que te ensancha el corazón. Y la Vega, con toda la gama de los verdes y su intenso colorido, difíciles de superar, que la mano experta del pintor hubiera sacado de su paleta, no podría compararse con los colores que tiene

Un poco más adelante Granada, y qué decir de ella que no hayan dicho infinidad de poetas (con voces más autorizadas que la mía) que parece una sultana, reposada, con su vestido de fiesta y adornada de un mantón de encaje y plata que es nuestra Sierra Nevada; con los colores tan especiales con los que se adorna cuando en los atardeceres se despide de ella el astro rey. Pero dejemos de divagar, y volvamos al principio. Una de las tradiciones de mi pueblo es poner el día de la Cruz (3 de mayo) numerosas cruces por todos los barrios, calles, plazas y casas particulares. En la actualidad, gracias a numerosas personas dicha costumbre se va restituyendo; no así la de comer ese día cacahuetes, pues no había casa que no los tuviera, ni niño en la calle con los bolsillos repletos, ni novio que antes de ir a la casa de la novia no llegara a la tienda de la Esquina o a otra, pues en todas había sacos repletos de este fruto para comprar y llevarlo como regalo. Bien es verdad que al final de la noche te sentías más alegre que unas castañuelas, pues es sabido que contienen alcohol, aunque en grados mínimos. Lo más extraño de esta tradición que se remonta a la noche de los tiempos, es que no la había ni en Albolote, que estamos a pocos kilómetros, ni en ningún pueblo de alrededor, pues salados hay todo el año, pero no de estos.

Y, ¿qué me decís de las madres del Rao?, antes de canalizarlas, cuando íbamos familias enteras a pasar el día. Todos contentos de poder chapotear en el agua tan fría, jugar con los niños de otras familias y comer moras silvestres, aunque nos lleváramos más de un pinchazo. Y por la tarde, en el frescor de las alamedas, con un buen acordeón bailar y cantar cosas populares; y después de un largo día, cansados y felices, volver a casa.

Cuando la familia al completo salía en el frescor de la tarde a visitar las distintas chozas, de los campos de melones o sandías para poder saborear los rojos o verdes frutos desde la misma mata, pues tenían un gusto especial. No sé si sería por eso o por el encanto que nos proporcionaba elgran paseo compartido con todos, en el que no faltaba, algunas veces, el coscorrón por haberse salido de madre, o las rodillas echadas a bajo, por correr más de la cuenta.

Me acuerdo que mi abuela me contaba, que había tradición de criar un marrano entre todos los vecinos del pueblo, que paseaba libre por las calles durante el día, y al llegar la noche cualquier vecino lo metía en una chiquera hasta por la mañana, en que lo soltaba y así hasta el día de San Antón, que se donaba a una familia necesitada. Por causas obvias, esta tradición es impensable en nuestros días, pero menos mal que ha aparecido otra, la de comer en Caparacena la olla de habas, con todo lo que eso conlleva ya que es una fiesta muy hermosa, en la que se comparte el día con todo el pueblo, su santa misa, la procesión y también su baile y alegría; que no se pierda y que cada año vaya a mejor.

Nuestro pueblo siempre ha sido ganadero. Yo me acuerdo de su feria de ganado en la que tanto yo como otros muchos niños, disfrutábamos viendo los distintos animales, en una especie de corrales con techos de cañas verdes para que le dieran sombra. Así estábamos toda la mañana, de corral en corral, viendo como los marchantes y tratantes alababan a las diferentes bestias con su consabido regateo, para conseguir un buen precio y que el comprador quedara contento.

“La expansión del cultivo e industrialización de la remolacha azucarera a mediados del siglo XIX estaba fuerte y consolidada, y unos hombres que vieron la posibilidad de obtener mayores rendimientos de una vega, hasta entonces, en su mayor parte, dedicada a olivos y cereales. La primera señal la dio la Real Sociedad de Amigos del País, que en su sede de la calle Duquesa nº 18, repartió gratuitamente semillas entre 152 labradores de la vega, convirtiéndose así en introductora del cultivo remolachero en España. Y tres ilustres granadinos fueron los principales entusiastas de aquella transformación agrícola y, a la vuelta de 20 años, había en la Vega catorce fábricas azucareras” ( IDEAL, un siglo que se va).

Volviendo a Atarfe, su vega parecía un vergel, pues hasta el último trozo estaba sembrado. Sus gentes vivían bien, ya que no faltaba el trabajo, teníamos fábricas y nos habíamos subido al tren de la industria y, como es natural, nuestras costumbres culinarias adaptaron otros platos como las gachas de remolacha, ¿quién no las echa de menos?.

La rotación de las estaciones, de las cosechas, de los trabajos en el campo, y hasta de los paisajes, los veíamos sucederse en amarillos, ocres, verdes intensos, azulados, según correspondiera. Y sin que nadie lo dijese se jugaba al juego típico de cada estación: a las bolas, a piola y a los botones; aquí se armaba la de San Quintín, pues desaparecían de las casas todos los botones que se habían ido acumulando de generación en generación. Yo me acuerdo que en mi casa había una bolsa muy grande que lo llamábamos el talego de los botones, y los contenía de todas clases y colores. También había uno más pequeño donde se reunían todos los blancos de nácar y cristal; pero cuando había un niño en la casa había que tener cuidado, de que no se perdieran todos (yo para seguir la tradición tengo en casa una caja grande de ellos). Y no sólo eso, al ser el suelo de tierra, y tirarnos en él para hacer el hoyo, se nos ponían unas rodillas percudidas, que por mucho que se restregara uno con el estropajo de esparto, la mugre tardaba en salir, junto con la piel, ya que por esos tiempos las niñas no teníamos pantalones y era un juego para todo el mundo.

Otro juego era la rayuela, sobre todo en los atardeceres de abril y mayo, cuando el sol parece que se alarga. Se oían las canciones de las niñas que saltaban a la comba, jugaban a corros, a la cadena, a la abalarde, al marro, a las prendas, a la rueda, a la cheta, al patín, etc. Estos juegos que habían pasado de padres a hijos, hoy, casi han llegado a desaparecer.

Retomando un poco lo de las estaciones, me acuerdo que desde el principio del verano hasta bien entrado el otoño, había en todas las casas de nuestro pueblo, sobre las mesas, una fuente llena de apetitosos higos, ya que no había patio que no tuviera su correspondiente higuera (incluso en mi casa había dos). Se ponían a secar y se elaboraba pan de higo, con un sabor característico muy difícil de superar y que a los niños nos volvía locos.

Se podía comprar a los modestos vendedores ambulantes que pateaban las calles mañanas y tardes incitando al vecindario con sus pregones, casi siempre graciosos y ocurrentes. Algunos eran más cantados que voceados y con un sentido de la melodía que resultaba muy agradable él sentirlos por las calles del pueblo. Se podían comprar golosinas, que eran lo que a los niños nos gustaba más, animales, perfumes, cacharros para la casa, fruta, etc. Se hacía con dinero o a trueque por cosas usadas.

¿Quién no se acuerda de lo bonito y adornado que se ponía nuestro pueblo, para la comunión de los enfermos?, en la que todas las calles rivalizaban por ser las mejor engalanadas, con arcos verdes y en los suelos mastranzo e hierbas aromáticas; y la unión y convivencia entre los vecinos, que estaban toda la noche trabajando para que por la mañana luciera bien el trabajo común.

De niños, una pelota, unas canicas, una caja de cartón o el juego de la pata coja bastaban para hacernos felices. No éramos desdichados ni nos faltaba de nada. Definitivamente los tiempos han cambiado. Hoy día hay niños que aprenden a decir “actividades de estimulación” o “taller creativo” antes que mama y papa. Resulta difícil pedirles que observen las nubes navegar por el cielo, o una hormiga desfilar con sus compañeras. Y, aunque es absurdo esperar que su ritmo de vida no sea tan acelerado, haríamos bien en enseñarle a tomar las cosas con calma, a soñar, y por qué no, a aburrirse de vez en cuando.

En la sociedad actual, donde el trabajo, la sociedad de consumo, la acumulación de bienes y los juegos programados ocupan la mayor parte de nuestro tiempo, valdría la pena reconsiderar el rescate de alguna de nuestras tradiciones ¿no creéis?

El cuadro se titula “Calle Barquillo” y es obra de Julia Schiller.

Curiosidades elvirenses.

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