Lecciones para la última etapa de la vida
Tener presente la muerte es la mejor forma de tomar en serio nuestra existencia
A quienes ya somos viejos, y aún no hemos perdido del todo la cabeza ni las ilusiones, nos toca pensar a fondo la vejez. Eso significa no quedarnos en sus estereotipos o engañifas habituales, como tampoco en los parciales enfoques sociológicos, económicos o de autoayuda acostumbrados. Más todavía, tras examinar los rasgos de esta edad postrera, habremos de atrevernos a mirar de frente a lo que inmediata y definitivamente la sigue: la muerte. ¿Acaso no le tengo miedo? Imagino que como cualquiera. Pero uno supone que, antes de ser despojado de todo lo mío, deberé hacer el esfuerzo de recuperarme a mí mismo. En vísperas de que me vaya, tendré que aprender a despedirme.
Todo lo que empieza tiene que acabar, de acuerdo. Pero admitiremos que, una vez que todo ha comenzado para nosotros (la vida), en cuanto alcanzamos alguna madurez el problema decisivo pasa a ser su final (la vejez y la muerte). No fuimos sujetos de nuestro comienzo, pero sí podemos serlo de su término. Lejos de merecer tildarlo de enfermizo, será incluso un signo de buena salud. Por más que intentemos mirar para otro lado (o sea, di-vertirnos), llegará un momento en que ya no será fácil hacerlo. Esta es la cuestión: si ese recordatorio nos amargará cada instante del último periodo o, por el contrario, le concederá todo su valor.
Sobre la edad tardía
Seguramente el requisito adecuado para meditar y hablar de la vejez con cierta solvencia sea prestar atención al propio envejecimiento. Nadie ignora que cada día nos morimos un poco, aunque la convención reinante prefiere creer que sólo los mayores envejecen y mueren. Pero habrá que distinguir —lo que olvidó Epicuro en su famoso argumento— entre el proceso de morir y el momento de la muerte: mientras yo estoy, mi muerte no está presente, es verdad, pero me estoy muriendo. Ese envejecimiento puede llamarse “el otoño de la vida”, aunque sería más justo compararlo con su invierno, siempre que se acepte que esta vez no le seguirá ninguna radiante primavera.
Antes de dejar este valle de sonrisas y lágrimas, uno puede mantener que lo más decisivo se aprende al hacernos mayores
Parece como si la vejez nos llegara sin advertencia previa, por más síntomas que nos hayan anunciado su acercamiento. Al final, brotará la sorpresa del ah, ¿pero la vida era esto? ¿Y quién discutirá que a la vejez le gusta ocultarse? Mientras le sea posible, el ya anciano tratará de esconder su vergüenza ante el propio deterioro, encubrir su condena y retrasar en lo posible su seguro cumplimiento. Por eso mismo es un tiempo de eufemismos y disimulos. En lugar de llamarle anciano o viejo, preferimos denominarle una persona de edad o de cierta edad, como si todas las demás no lo fueran también. Los entrenamientos del cuerpo —hoy tan en boga— invitan al qué joven te veo, pero nos ahorramos el masaje de las menos visibles arrugas del alma.
A poco que el anciano mire dentro de sí, no habrá dolor o tristeza de los otros que le sean ajenos. Para él sus compañeros de generación conforman esa gran comunidad de morituri, o sea, de los que van a morir y requieren su cuidado recíproco. Pero a esa misma añada pertenecen también los viejos amargados que optan por encerrarse en su rincón y desentenderse de todos y de todo. Hasta de los muertos que los precedieron, de quienes son sus deudores. Se diría que, ante la amenaza que los aguarda, el máximo riesgo de muchos mayores es el de convertir su vida restante en un periodo de espera desconsolada, en un tiempo vacío…
Una provechosa meditación
Antes de abandonar este valle de sonrisas y lágrimas, uno está dispuesto a mantener que lo más decisivo en nuestra vida se aprende al hacernos mayores. Por eso no le asusta demasiado que, en mitad de una reunión de coetáneos, le cuelguen el sambenito de aguafiestas como se le ocurra introducir a la muerte en mitad de la charla. Replicará enseguida que siempre la llevamos con nosotros y nada hacemos sin contar con ella. Será una nueva ocasión de escapar de la mediocridad del montón, de la entrega a los prejuicios de la mayoría. Al fin y al cabo, bien sabemos que cada cual se muere solo y no en grupo…
La muerte relativiza todo cuanto se compare con ella o se contemple desde ella. El hombre mismo se ha definido como un ser relativo a la muerte, el ser que siempre vive en relación con ella. La muerte es su trasfondo y su horizonte; ella pone a cada uno en su sitio. La muerte nos hace pequeños y grandes a un tiempo. Pequeños, porque es la prueba incontestable de que nuestro destino inevitable es la nada. Sólo ante ella palpamos nuestra limitación esencial y la de nuestros proyectos más entusiastas. Pero también nos hace grandes al mismo tiempo. Y es que esta guerra perpetua acabará para cada cual en su propia derrota, pero tras unas cuantas victorias parciales que nos honran. Somos lo que llegamos a ser contra la muerte y por su mediación; a fin de cuentas, gracias a ella.
Hay que tomar nuestra existencia en serio precisamente porque acaba; no van a ofrecernos una nueva oportunidad de ser
Así las cosas, ¿no será la reflexión sobre nuestra finitud —al contrario de lo que predica el tópico— un considerable estímulo de la vida? ¿O no es su anticipación mental el acicate negativo de cuanto hacemos y aspiramos? La conciencia del límite que conlleva infunde urgencia a nuestros quehaceres y clasifica nuestros proyectos en más o menos importantes para mejor distribuir ese tiempo tan escaso que se nos ha otorgado. Sólo la previsión y meditación de nuestra fugacidad puede dotarla de su debido espesor; la muerte se encargará al final de encumbrar nuestra vida… o de certificar su pobreza. André Gide lo comprendió a fondo: “Por no pensar lo suficiente en la muerte, ni el más breve instante de tu vida ha sido lo suficientemente valioso”.
En definitiva, dar su justo valor al presente requiere vivir la vida desde ese futuro. Hay que tomar nuestra existencia en serio precisamente porque acaba, porque ya no podemos llegar a más ni van a ofrecernos otra nueva oportunidad de ser. Por eso mismo puede proclamarse con toda certeza que la muerte no está al final, sino en el centro mismo de la vida, según constata Ramón Andrés. Y repetir con Fernando Savater que “la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador”.
Aurelio Arteta, autor de A fin de cuentas. Nuevo cuaderno de la vejez (Taurus, 2018), ha sido catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco.
https://elpais.com/elpais/2018/08/10/ciencia/1533902185_734964.html
FOTO: ‘Vida y muerte’, de Gustav Klimt (1862-1918). E. Lessing (deagostini dea / getty)