Estocolmo ignora la ofensiva populista y abre las puertas a los refugiados sirios, que llegan a Europa de la mano de traficantes
Nadie elige dónde nace. Los sirios tampoco. Les tocó nacer en un país que se rebeló contra su tirano y que acabó enfangado en una guerra civil. En medio están los millones de sirios de a pie, que buscan una vía de escape del país. En Jordania, Líbano, Turquía, los países vecinos, ya no caben. El siguiente paso es Europa.
Los que lo han conseguido envían noticias a Siria y les cuentan que es verdad, que hay un país, Suecia, donde al contrario que en otros países de la UE, los sirios son bienvenidos y desde septiembre a todos les dan la residencia permanente y el derecho a la reunificación familiar. El reto consiste en llegar.
Cada semana desembarcan cerca de 1.800 sirios en Suecia. Vienen con lo puesto y con el trauma a cuestas. A todos se les recibe, se escucha su caso y salvo contadas excepciones, se les da la bienvenida al país y se pone en marcha un generoso sistema de acogida, engrasado durante décadas. Se les distribuye en pisos repartidos por el país, se les da una paga mensual y comienzan en seguida los cursos intensivos de sueco. Unos tres meses después, ya con los papeles en regla, pasan a manos de los Ayuntamientos, que buscan alojamientos definitivos y les ayudan a encontrar un empleo.
Cada semana desembarcan cerca de 1.800 sirios en Suecia
La idea que subyace a este impresionante despliegue logístico es que la guerra en Siria no tiene visos de remitir y que por lo tanto los que huyeron no van a volver a su país, así que cuanto antes se integren, mejor para ellos y para los suecos. “Si los refugiados saben que se pueden quedar y traer a su familia, la integración es infinitamente más fácil. Están mucho más motivados para aprender el idioma y empezar una nueva vida laboral en Suecia”, explica en su despacho con altas dosis de sentido común Erik Ullenhag, ministro de Integración del Ejecutivo de centro-derecha sueco.
Primero fueron los refugiados de los Balcanes en los noventa, luego los de Irak hace una década y ahora los de Siria. Recibir a gente que huye de la guerra no es ninguna novedad en este país nórdico. Lo nuevo consiste en que ahora lo hacen a contracorriente, en pleno resurgimiento de los populismos en Europa, que claman contra la llegada de inmigrantes y refugiados.
Mikael Ribbenik, director de operaciones de la Agencia sueca de Migraciones, explica la génesis de la política de puertas abiertas a los sirios. “Nosotros seguimos muy de cerca el conflicto sirio desde el inicio. El año pasado llegamos a la conclusión de que la situación no iba a mejorar en mucho tiempo y entonces sólo había que hacerse una pregunta: ¿podemos devolver a los sirios que llegan a un país en guerra? Y la respuesta evidente fue ‘no”. Ribbenik reconoce que no es un camino de rosas y que problemas les sobran, pero que aún así, tienen claro que ese es el camino.
A partir de esa premisa, Estocolmo adoptó las normas que ahora conceden a todos los sirios la residencia permanente y sobre todo, que les permiten la reunificación familiar, es decir, traer a sus familiares directos por la vía legal, sin tener que pasar el calvario de los contrabandistas, los naufragios y las noches de huidas por los bosques que camuflan las fronteras de Europa. Por que así, jugándose la vida es como llegan la mayoría de las familias sirias a Suecia. Las leyes de asilo establecen que para pedir refugio hay estar físicamente en el país. Una vez dentro, da igual cómo hayan llegado, no les van a enviar de vuelta.
Recibir a gente que huye de la guerra no es ninguna novedad en este país nórdico
Es algo que aún trata de asimilar Jack Denha, un sirio que a sus 15 años ha sobrevivido a una travesía infernal a través de la Europa más sórdida, de la mano de uno de los traficantes de personas que se mueven con fluidez por el continente y que hacen ahora su agosto gracias al conflicto sirio. Los padres de Denha, atrapados aún en el norte de Siria, vendieron su casa para pagar 13.000 euros al contrabandista que les prometió sacar a su hijo de la guerra. El joven viajó hasta Beirut solo y de ahí a Estambul. En el aeropuerto turco le recogió Abu Abdala, el contrabandista y le llevó a una pensión. Al día siguiente le montaron en un minibús junto con otras 50 personas, de Pakistán, de Afganistán… En la frontera les bajaron y ya de noche caminaron durante ocho horas por el bosque hasta alcanzar la frontera griega. Inflaron las balsas neumáticas que cargaron a hombros y navegaron durante dos horas para atravesar el caudaloso río que les separaba de Europa. “Pasé un miedo terrible”, asegura.
Ya en tierra firme, los 50 se metieron en un camión sin ventanas y allí pasaron 12 horas de ruta, a oscuras, haciéndose pis y caca encima. Ya en Atenas, Denha recibió un pasaporte sueco falso, con la foto de un tipo que vagamente se le parecía. De allí, voló a Copenhague y luego en tren hasta Estocolmo, donde llegó hace dos semanas. Todo esto lo cuenta Denha todavía algo aturdido, al calor de un guiso sirio, en casa de unos familiares, aterrizados hace pocos meses en un suburbio de las afueras de la capital.
En este piso, de paredes desnudas no hay rastro de la vida anterior de sus moradores. Los demandantes de asilo llegan con lo puesto. Y en el caso de Souad y Antoine, una maestra y un ingeniero sirio y su hija de 16 años lo puesto fueron unos pantalones cortos, un sombrero y gafas de sol. Su contrabandista les disfrazó de turistas para cruzar el mar Egeo en un bote inflable. La fiesta de disfraces se tornó tragedia cuando la barca naufragó. Una hora más tarde, cuando pensaban que esta vez no iban a esquivar la muerte y rezaban con compulsión, apareció el salvamento marítimo turco y les devolvió a tierra firme. Estaban vivos, pero no habían conseguido pisar tierra europea. Había que buscar otra ruta más segura. La oferta en Estambul era variada y eligieron a un traficante que trabaja la vía terrestre por Bulgaria.
Los estremecedores relatos de los sirios que desembarcan en Suecia dibujan con precisión la telaraña de rutas, pisos-patera repartidos por el noreste europeo, y medios de transporte elegidos por los contrabandistas.
Una semana más tarde y tras sortear innumerables contratiempos, Souad, Antoine y su hija cruzaban, vestidos de turistas la puerta roja metálica del centro de recepción de Märsta, a unos 40 kilómetros de Estocolmo. “Los suecos son buena gente. Nos han salvado. Cada día doy gracias a dios y al Estado sueco”, cuenta ahora Souad, en Södertälje, el suburbio en el que están instalados y protegida por un nombre falso por temor a las represalias de grupos de Al Qaeda a su familia, cristiana.
Al polígono industrial de Märsta llegan desorientados los demandantes de asilo y pasan un par de días antes de ser realojados en pisos, hoteles y últimamente hasta algún camping, debido a la falta de alojamiento. Aquí duermen, comen y van de un despacho a otro, papeles en mano, completando su expediente. Aquí pueden entrar y salir libremente. El concepto de centro de detención para inmigrantes suena marciano en estas latitudes. Esa libertad no le sirve demasiado a Zeinab, una palestina-siria recién llegada de Yarmouk, el gran campo de refugiados palestinos cercano a Damasco, en chancletas. Fuera, el invierno sueco no perdona. A su lado, su cuñada rompe a llorar cuando habla de uno de sus hijos, de un año, al que ha destetado de un día para otro, cuando huyó despavorida a Suecia. Cada persona en Märsta tiene una historia. Todas son de terror.