Cataluña ante sí misma
La sentencia dictada resulta de la aplicación de las leyes en un Estado de derecho, no de un juicio parcial ni de una venganza
La sentencia dictada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo contra los dirigentes acusados de declarar la independencia de Cataluña, hecha pública este lunes, cierra el capítulo judicial de una de las crisis institucionales más graves a las que se ha enfrentado el sistema democrático instaurado por la Constitución de 1978. Los magistrados han apreciado por unanimidad que nueve de los encausados cometieron un delito de sedición y cuatro de ellos, además, otro de malversación de caudales públicos, estableciendo en las penas una gradación de entre 13 y nueve años, proporcional a las respectivas responsabilidades en los hechos probados. De acuerdo con este mismo criterio, tres de los dirigentes políticos procesados han sido condenados por un delito de desobediencia. El esfuerzo por acomodar las penas a las responsabilidades que ponen de manifiesto estas diferencias es una prueba de que la sentencia dictada resulta de la estricta aplicación de las leyes penales en un Estado de derecho, no de un juicio parcial ni de una venganza.
No pueden ampararse bajo la libertad de expresión las decisiones del Parlament de los días 6 y 7 de septiembre
Tampoco es resultado de ninguna judicialización de la política la intervención del Tribunal Supremo en esta causa. Según considera probado la sentencia, los dirigentes secesionistas violaron la legalidad democrática con el propósito de que el Gobierno central aceptase convocar una consulta popular sobre la autodeterminación de Cataluña, amenazando, en caso contrario, con proceder a la declaración unilateral de independencia realizada, finalmente, el 27 de octubre de 2017. Es evidente que la aplicación del Código Penal por parte del Tribunal Supremo no resolverá la crisis institucional provocada por esta estrategia, que es, sin duda, política, aunque apoyada en la ilegalidad. Pero también que la semilla de la tiranía habría sido plantada si, para lograr una solución, se aceptara que las estrategias políticas no están obligadas a respetar los límites fijados por el Código Penal.
Según han venido a establecer los siete magistrados que han visto el caso, esos límites están claros y siguen vigentes, de modo que no pueden ampararse bajo la libertad de expresión las decisiones adoptadas por el Parlament de Cataluña los días 6 y 7 de septiembre de 2017, derogando la Constitución y el Estatut mediante una votación para la que previamente se habían modificado las reglas de la Cámara y privado de voz a la oposición. Tampoco el derecho de manifestación puede confundirse con la resistencia a la autoridad, según ocurrió ante la Consejería de Economía el día 20 del mismo mes. Ni nada tiene que ver con el ejercicio de las libertades y los derechos civiles convocar un referéndum de autodeterminación incompatible con la legalidad interna e internacional, cumpliendo acto seguido con la amenaza de declarar la independencia sobre sus supuestos resultados.
Tras la publicación de la sentencia, el independentismo se debate entre sucumbir a la tentación de vincular toda salida política a la situación de los condenados o asumir de una vez por todas la realidad de que su proyecto es inviable y sus fuerzas insuficientes.
Sería un error que se inclinara por la primera alternativa, porque significaría conceder un margen de actuación incontrolable a las fuerzas más radicales que ha incubado en su seno. Pero, además, porque la sociedad catalana, al igual que la española, necesitan pasar página de unos acontecimientos que han provocado división, desaliento e incertidumbre. Y también, por descontado, sufrimiento a los dirigentes condenados a unas penas de prisión cuya gravedad es acorde a los delitos cometidos; sufrimiento que, por lo demás, es posible reconocer sin renunciar a la convicción de que el Tribunal Supremo ha hecho justicia y de que era imprescindible que la hiciera.
Para salir del estéril punto muerto en el que las instituciones catalanas llevan estancadas una década, y que algunos sectores del independentismo aspiran a prolongar con la excusa de la sentencia, es preciso comprender que el Tribunal Supremo no ha concedido la victoria a una posición política sobre otra, sino que ha ratificado una vez más la de un sistema democrático construido desde el final de la dictadura con determinación, generosidad y sacrificio por todos los ciudadanos, incluidos los de Cataluña, que estuvieron en primera línea de defensa de la Constitución de 1978.
Los desafíos del encaje territorial al que el independentismo ha tratado de imponer una solución unilateral siguen siendo los mismos que cuando emprendió la deriva que lo ha traído hasta aquí, tras utilizar el fracaso del Estatut con el mismo propósito con que otras fuerzas más radicales pretenden hoy servirse de la sentencia, con cortes de vías y ocupaciones de espacios públicos. Como entonces, Cataluña necesita un Estatut, no para apaciguar a quienes defienden el programa de la independencia o tranquilizar a quienes lo rechazan, sino, sencillamente, para reponer la claridad legislativa y el rigor técnico que requiere una norma del bloque de constitucionalidad, que el vigente no cumple. De igual manera, es necesaria una nueva ley de financiación autonómica que haga justicia a Cataluña, pero también a cada una de las comunidades autónomas que, como Cataluña y con menos recursos que ella, han pagado el coste de una profunda recesión.
Sería ilusorio imaginar en unas jornadas cargadas de emoción que la sentencia facilitará el hallazgo de una solución. Nada impide, sin embargo, que si el independentismo resuelve con serenidad la encrucijada que tiene ante sí, como también los principales partidos constitucionales, la sentencia represente contra todo pronóstico el punto de inflexión necesario para el más urgente de los acuerdos posibles: fijar la agenda política en la que esa solución deberá ir a buscarse
EDITORIAL DEL PAIS
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