Por qué los pobres votan al rico
En Estados Unidos, los pobres confían más en un superrico defraudador y mentiroso que en el partido que los ha representado toda la vida. Es una tendencia que lleva años. Los demócratas arrasan en los distritos electorales más pijos mientras pierden el apoyo de los lugares con más inmigración y personas vulnerables.
Con Trump, la democracia estadounidense no caerá, pero se volverá más fea. A pesar de que el comportamiento de Trump tiene connotaciones autoritarias claras, como la no aceptación de los resultados electorales (cuando él no gana), toda la evidencia acumulada sobre el colapso de las democracias hace pensar que el régimen de libertades políticas que disfruta EE.UU. no se derrumbará. No ha caído jamás un sistema democrático tan duradero, y el norteamericano es el más longevo de la historia, con más de dos siglos evitando la tentación, a menudo irresistible, del autoritarismo. La democracia estadounidense empezó como un milagro, pero, a fuerza de constancia, se ha convertido en una costumbre casi imposible de alterar. Tampoco ha sido socavada nunca una democracia en un país rico. Y, con una renta de unos 80.000 dólares per cápita, es casi política ficción un golpe de Estado o, lo que es más frecuente hoy, un «auto-golpe» que perpetúe en el poder al presidente, en este caso Donald Trump. No es descartable, pero no entra en el rango de lo razonablemente probable desde el punto de vista de la ciencia política.
Las políticas de Trump serán feas. O eso parece. Su política económica clave son los aranceles, supuestamente de un mínimo del 20% a todos los productos importados y con tipos crecientes de hasta el 200% para algunos bienes particularmente mal bienvenidos, como los automóviles fabricados en México. Y, aunque la experiencia nos indique que, con Trump, una cosa son las palabras y otra los hechos, como sucedió con su infructuoso intento de levantar un muro infranqueable en la frontera sur, los movimientos previos durante la larga campaña electoral hacen prever que, en esta ocasión, Trump entrará en la administración con un nutrido grupo de gente dispuesta a implementar sus ideas. Recordemos que, en su primer mandato, Trump fue el presidente que, desde que existen registros fiables, menos nombramientos hizo en la cúspide de la administración estadounidense. La razón fundamental es que no había gente suficiente, con un mínimo de cualificación, que quisiera trabajar con él. Muchos altos funcionarios dimitieron y otros pidieron traslados a puestos con menor responsabilidad. La situación es muy distinta ahora, cuando todo el partido republicano, y otros satélites como el multitudinario movimiento Proyecto 2025, se han convertido en una masa de fervientes acólitos en espera de la llamada del gran jefe para ocupar puestos de responsabilidad en la nueva administración.
Con Trump, la democracia estadounidense no caerá, pero se volverá más fea
Pero, aun siendo feas las políticas de Trump, para muchos votantes no han sido más guapas las de Biden. Y aquí ha estado la clave de la victoria del candidato populista. Trump ha logrado crear una coalición de descontentos con la gestión del presidente actual. Los índices de aprobación de Biden han sido, casi desde el inicio, inusualmente bajos, con lo que se podía prever que el candidato que representara al partido en el poder sufriría una derrota. Por un lado, la popularidad de Biden no tenía unos fundamentos sólidos, dado el extraordinario comportamiento de la macroeconomía norteamericana, la que tiene mejores perspectivas de crecimiento entre todas las democracias avanzadas del mundo este año (con la salvedad de España). Pero, por otro lado, sí había elementos objetivos en esa mala valoración del presidente. Y, aunque se ha hablado mucho de la llegada de inmigrantes ilegales, la gran cuestión ha sido la pérdida de poder adquisitivo por la inflación. La subida de precios ha dolido, sobre todo, a las personas con menos ingresos.
Como consecuencia, los demócratas han perdido a su base electoral tradicional: la clase trabajadora. Las personas que ganan más de 100.000 dólares al año han corrido a votar a los demócratas, así como la inmensa mayoría de quienes tienen estudios universitarios. Pero gran parte de los menos afortunados, que habían sido votantes tradicionales de los demócratas, se han pasado a Trump. Los pobres confían más en un superrico defraudador y mentiroso que en el partido que los ha representado toda la vida. Es una tendencia que lleva años. Los demócratas arrasan en los distritos electorales más pijos mientras pierden el apoyo de los lugares con más inmigración y personas vulnerables.
Esto llama a una reflexión no solo a los estrategas demócratas, sino a todos los partidos progresistas, y liberales, del mundo, que están siendo engullidos por un tsunami populista. Un tsunami que parecía remitir tras las derrotas de algunos de sus más reconocidos rostros, de Trump en 2020 a Le Pen este verano, pasando por el también reciente e histórico cambio en Polonia. Pero parece que no. El populismo solo se estaba tomando una pausa y ahora vuelve con renovada fuerza, en la vieja forma de Trump o en la nueva de la «antipolítica» que medra entre los escombros de pandemias y desastres naturales. Sus líderes han encontrado la fórmula, que la izquierda ha perdido, para contactar con la clase trabajadora.
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