PUBLICADO EN LA PAGINA 478 DEL LIBRO ATARFE EN PAPEL DE IDEAL (2007)

En el día de su muerte, Octavio, abandonó la oficina más pronto que de costumbre. Cerró de un golpe seco el armario y miró de reojo una foto de Natalia que ocupaba gran parte de la mesa. Salió, el recibidor del piso semantenía en silencio, un terrible silencio que ya no recordaba los jadeos  de Natalia la noche antes, mientras Octavio escondía la cabeza entre sus piernas, intentando buscarle a aquella bella muchacha su breve corazón.

No pudo reprimir una sonrisa de felicidad cuando cerraba la puerta y se dirigía al ascensor. Natalia era alta, de cabello rubio con dos tremendos ojos fijos que abarcaban un mundo y dos desafiantes
senos capaces de hacer dudar de su feminidad al gay más seguro de la ciudad. Escondía siempre en su cara una sonrisa picarona, al reír tenía la costumbre forzada de mostrar la punta de la lengua entre los dientes. Uh! Cualquier hombre hubiese regalado su alma al diablo por conocer cada milímetro de su piel, por limpiar con besos su sudor después de una noche de amor descontrolado.

Era bella, sí, tan bella como Octavio nos contaba en el bar de Fede. Él sin embargo, nunca fue el preferido de las chicas. Vestía bastante bien y solía sorprender en el barrio con el último deportivo de importación que le regalaba su padre cada dos o tres años. Tuvo suerte sin duda, pero creo que el diablo no se olvidó de su trato con Octavio.

Como había salido pronto de su trabajo, Octavio, se pasó por la tienda de flores y encargó una primavera entera para el domingo, quería celebrar su primer mes de casado en casa y tratar a su mujer como si fuese la reina más hermosa de los cuentos.

Seguía siendo muy pronto y decidió sentarse en el parque de enfrente de la oficina, dejar pasar la vida un instante e imaginar cómo iba a ser el próximo domingo. El parque estaba repleto de gente,
sobre todo niños jugando al balón invadían aquel lugar hermoso. Octavio recordó cuando también él fue niño y corría detrás de un balón en aquel parque, solo esperaba que llegase el momento en que su hijo o hijos alborotasen aquellos árboles centenarios y aquella hierba limpia con sus gritos y peleas.

Ya se lo había propuesto a Natalia, incluso antes de casarse. Quería tener un hijo, quería hacer materia visible todo aquel amor infinito que sentía por ella. Natalia no se negaba de rotundo, hasta buscaba nombres rarísimos para aquellos hipotéticos hijos pero sin llegar a mostrar nunca la ilusión de su marido.

Aquel domingo, debería ser algo lindo. Algo lleno de besos y abrazos, quién sabe, quizás el día ideal para que después de una larga cena, con sus velas y todo, se tumbaran los dos enamorados en la alfombra y encargaran a la Providencia el hijo que tanto esperaba Octavio.

En todo esto pensaba Octavio cuando un balón vino a estrellarse con su pie. Reaccionó y se lo devolvió con dulzura a un niño que lo reclamaba a unos cuantos pasos de él. Miró el reloj, aun era pronto pero decidió volver a casa. Por el camino fue pensando en su esposa, en la noche antes, en lo bonito que era todo junto a ella. Pasó junto a un jardín repleto de rosas y se entretuvo en cortar unas pocas, iba pinchándose con las espinas mientras caminaba pero le daba igual ni se daba cuenta.

Llego a la casa, desde abajo se veía la luz de su dormitorio encendida y entró despacio para darle
una sorpresa. Subió también despacio las escaleras y al llegar al último peldaño empezó a escuchar ruidos raros, bruscas respiraciones salían de su cuarto, risas y voces de dos personas de las que solo reconocía una: Natalia.

Ya sabiendo lo que estaba pasando abrió con fuerza la puerta y allí, sobre su propia cama, encima de la misma manta que cada noche él estiraba para arropar a Natalia, estaban los dos; su esposa y el vecino. A Octavio le entró de repente una tranquilidad absoluta, una paz interior increíble que le hizo bajar los escalones despacio, igual que como los subió. Llegó a la puerta de la calle y sin escuchar la voz de Natalia que lo llamaba, desnuda, llorando, echo a andar.

Octavio ando toda la noche de aquel maldito día, hasta llegar al mismo parque en el que estuvo por la tarde. Al sentarse se dio cuenta que las rosas que llevaba aun en la mano empezaron a pincharle. Se echó a llorar como un niño, con el corazón en un puño se arrepintió de todos los besos que había dado en su vida, de todos los “te quieros” que dejó en los oídos de aquella mujer, del “sí quiero” que pronunció hacía casi un mes. Un hondo suspiro atravesó el parque que se vio callado por todo el silencio de aquella noche negra. Octavio fue cogiendo una a una todas las rosas que había cortado y
fue clavando su cuerpo con las espinas de aquellas flores hasta que se hizo de día. Lo encontraron ya entrada la mañana y antes de morir desangrado se le escuchó decirmuy débilmente el nombre de su esposa.

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