22 noviembre 2024

Cuando hablamos o nos hablan de rituales, la imagen que tenemos es la de una misa, una boda, algún acontecimiento público o privado que concentra a muchas personas dirigidas hacia un fin, que es el motivo de esa reunión.

Pero todos, absolutamente todas las personas utilizamos ceremonias en nuestro quehacer diario; ceremonias, rutinas, hábitos, el nombre es lo de menos. Lo que importa es la necesidad de establecer un ritual que nos de seguridad a la hora de hacer cualquier cosa, de enfrentarnos a cualesquiera situaciones que teníamos previstas. Por tanto, el fin último de nuestro ceremonial es la propia sensación de tener el control: el control de ese momento, el control de lo que vendrá tras él, en definitiva, el control de lo que nos pase, el control de nuestra vida

Le tenemos miedo a la improvisación, a la falta de faros que nos sirvan de guía al levantarnos, a la hora de desayunar, cuando nos vestimos, al salir a la calle, a la hora de subir al coche, al autobús, al metro, al tren, al avión, … Necesitamos esa seguridad que nos dé sensación de control.

A veces, para una misma situación tenemos rutinas diferentes; por ejemplo, cuando me levanto no es igual si es un día laborable o si no tengo que ir a trabajar, o si estoy de vacaciones, pero siempre subyace el mismo objetivo: la tranquilidad de saber que todo está bajo control.

Si tengo que irme a trabajar, la noche anterior ya he preparado la ropa que me voy a poner, la he colocado en el salón, en planta baja, y cuando me levanto lo hago con el máximo cuidado posible (mi mujer no opina lo mismo) para no soliviantar su sueño.

Entro en el cuarto de baño, hago mis necesidades, me refresco la cara y enciendo el calentador (si hace frio) y cierro la puerta “pa que no se vaya el calóh”. Tras colocar el lavavajillas, que previamente había dejado puesto la noche anterior, por aquello de la discriminación horaria en la tarifa eléctrica, me preparo el desayuno y me voy a lavarme los dientes y a la ducha con el cuarto ya calentito. Acabo de secarme, escurro la cortina, que cubre la ventana del agua que salpica mientras me baño, siempre subiendo el lado derecho y dejando que el agua estancada caiga por el borde inferior izquierdo. Apago el calentador, me voy desnudo hasta el salón, donde me visto y veo las noticias de la mañana en la TV; espero hasta que sea la hora de salir a la calle para coger el transporte que me llevará hasta la oficina.

Y así podría seguir contándoos mis hábitos diarios, pero este no es el sentido de este articulo, sino solo un ejemplo de que si nos fijamos, cualquier actividad que veníamos realizando (algunas aún las hacemos en este tiempo de “recogimiento”) tiene su propio ritual; también se puede hacer de otra manera, porque cada uno le da su toque personal.

Sin embargo, en un momento (bueno, ha sido algo previsible que, no obstante nos ha pillado desprevenidos) todo nuestro control se ha venido abajo, por culpa de un bichillo no más grande que un pensamiento, que ha puesto patas arriba todo nuestro ceremonial al declararse el actual estado de alarma por nuestro Gobierno. No voy aquí a criticar, ni positiva ni negativamente dicha decisión, ni si fue ajustada en el tiempo y los medios, ni si es proporcional al posible efecto de la pandemia. Para eso hay gente con más cualificación y conocimientos del problema que yo.

Yo quiero incidir en el tema del control, o de la falta del mismo, porque ahora no tenemos capacidad de decidir qué hacer ni cómo ni cuando hacerlo, salvo para las actividades que se circunscriben al espacio del hogar propio; esa falta de control que ha echado por tierra nuestra sensación de seguridad pero que, a diferencia de lo que pudiera pensarse, en lugar de enclaustrarnos en nosotros mismos, ha hecho que nos preocupemos más por el otro, por quienes sufren; en un momento en que formábamos parte del “primer mundo”, de pronto vemos la facilidad con que una sociedad puede bajar a tercera división.

Y como ocurre siempre, la vida nos sorprende, y busca su camino, y así nuestra sociedad ha vuelto a visibilizar valores que creíamos olvidados, cuando no perdidos, como la responsabilidad, el altruismo, la solidaridad, una solidaridad real, no la de echar unas monedas en la hucha el día del cáncer (que también ayuda, por supuesto), sino preocuparnos por nuestros vecinos, ponernos a disposición de los demás para ayudar, para paliar los efectos de esa enfermedad que propaga el bicho, alterando nuestra convivencia.

Pero, y aquí está el matiz diferenciador, dándole a esa convivencia un sentido humanizador que ya no tenia en muchas ocasiones.

Porque cualquier problema puede convertirse en una oportunidad. Y de pronto hemos sustituido nuestros ceremoniales hechos al milímetro, por otros en los que aparece, no el individuo como tal, sino en tanto forma parte de un ente mayor (un bloque, una calle, un pueblo, un país). Hemos aprendido a vencer la vergüenza de “actuar” ante un grupo de “desconocidos” a los que vemos a diario, cantando, bailando, proponiendo juegos y soluciones al aburrimiento a que nos obliga el confinamiento, y hemos salido a aplaudir desde nuestros balcones y porches, aunque no nos oigan las personas a los que van dedicados esos aplausos, en el convencimiento de que es lo correcto, y de que hacemos algo que además de afirmar nuestro pertenencia al grupo (necesidad que muchos habíamos perdido, seguramente) sirve como acicate a las personas que se están desviviendo por atender, muchas veces sin los medios humanos ni materiales necesarios, a quienes sufren directamente la enfermedad (no sólo ésta, sino cualquiera que les afecte).

Sin duda que saldremos de ésta, claro que sí, puede que no todos, desgraciadamente, y no todos por culpa de esta enfermedad, porque el resto de patologías no se para, pero cuando lo hagamos algo habrá cambiado para todos nosotros, algo grande, bonito, la seguridad de sabernos útiles y con disposición a echar mano de personas que en muchos casos, hasta ahora solo saludábamos al cruzarnos con ellos, casi obligadamente, y cambiaremos esa actitud por una cordialidad que debe traducirse en una sociedad más abierta, más altruista, mejor.

Y entonces volverán los hábitos, rituales y ceremonias que ahora nos parecen tan lejanos y tan poco valorados en su momento. Y ahí, entonces, habremos ganado la partida a esta situación; lo único que pido es que estos buenos deseos de los que yo solo me hago eco, no duren lo que sentimos y expresamos al salir de un mortorio, y ahí lo dejo.