Él me llamó Malala’, la cara B de la activista a la que no logró callar una bala
El documental, dirigido por Davis Guggenheim, refleja la faceta más íntima de la niña paquistaní disparada en 2012 por un talibán cuando volvía de la escuela. Esta apuesta de Fox, inspirada en el libro ‘Yo soy Malala’, se estrena en salas el próximo 6 de noviembre. «Mi padre me llamó Malala, no me hizo Malala. Yo elegí esta vida y debo continuarla», asume la activista por el derecho de las niñas a la educación
Una bala disparada por un talibán obligó a crecer de golpe a Malala Yousafzai. Atravesó su cráneo de 15 años, lo desmontó. También reventó su tímpano izquierdo y paralizó la mitad de su rostro, pero no consiguió callarla. La adolescente del valle de Swat (Pakistán) se pone frente a la cámara de Davis Guggenheim en el documental ‘Él me llamó Malala’, un trabajo que muestra la faceta más íntima de la premio Nobel de la Paz más joven de la historia.
En junio cumplió 18 años y da la sensación de que tiene una inocencia inusual para alguien obligada a vivir el terror en primera persona. Se echa las manos a la cara, intentando esconder la vergüenza, cuando le hablan de chicos y juega con su familia a las cartas alrededor de una mesa una tarde de domingo cualquiera. De vez en cuando pelea con sus dos hermanos, aunque les cuesta solo un instante reconciliarse. Esta es la otra Malala, la cara B de una adolescente que se transparenta.
«Una chica normal»
En una vivienda de Birmingham, donde reside con su familia desde 2013, Malala traduce en palabras un sueño que de antemano sabe que no podrá ser. Y con una aceptación reposada que no corresponde con su edad, como casi nada de lo que le ha ocurrido, asume el riesgo de volver a pisar el valle del río Swat, su hogar: «Me matarían, sigo amenazada».
Fantasea con pequeñas victorias como esa. También con otras mucho más grandes, como que «un niño, un profesor y un libro pueden cambiar el mundo». Esta frase fue pronunciada en la sede de la ONU en Nueva York en un discurso con el que la activista paquistaní celebraba su 16 cumpleaños. Festejaba, a fin de cuentas, estar viva. El auditorio estalló en aplausos y comenzó un baile de flashes al que Malala no termina de acostumbrarse. «Sigo siendo una chica normal», dice, consciente de que buena parte de su suerte se la debe a su familia. «Si hubiera tenido unos padres nor
El aliento se lo dió su padre incluso antes de nacer. Decidió llamarla Malalai, en homenaje a la niña que alzó la voz para animar a resistir a los afganos en su lucha contra los británicos en 1880 y terminó muriendo, según la leyenda. Fue uno de esos actos de rebeldía cotidianos que nunca intuyes que pueden cambiar el mundo.
Ziauddin Yousafzai, casi una extensión de la propia Malala, construyó su vida sobre dos pilares: la rebeldía y la superación. Cubría todos los puestos imaginables en una escuela que abrió en Mingora, un espacio de conocimiento que su hija respiró desde su primera infancia.
«Ni un átomo» de ira
Quizá esa educación, de la que su madre -como tantas otras niñas- se vio privada en Pakistán, permite comprender un poco mejor cómo una persona tan dañada puede aprender a vivir sin rencor. «Ni un átomo» de ira. Su padre aún le pregunta a menudo si «les ha perdonado», al tiempo que sigue castigándose sobre lo que pensará Malala de todo lo que ha vivido. El día del ataque -y todos los que vinieron después- no podía dejar de culparse por permitir que se expusiera contando bajo un pseudónimo (Gul Makai) en un blog de la BBC las atrocidades que sufría su región, controlada por el terror de los talibanes.
Malala se esfuerza todos los días por quitarle esa idea de la cabeza. «Mi padre me llamó Malala, no me hizo Malala. Yo elegí esta vida y debo continuarla. […] No cuento mi historia por que sea única. La cuento precisamente porque no lo es». Se repite en cientos de niñas y mujeres en el mundo. «Vaya al país que vayas, hay personas sin alfabetizar».
Una de esas personas es su madre, Toorpekai Yousafzai, cuya aparición en el documental queda relegada a un segundo plano en una paradoja que parece tan intencionada como realista: que bajo un mismo techo conviva lo ordinario, el reflejo de la desigualdad que sufren las mujeres en países como Pakistán, y lo extraordinario, la persona que arriesga su vida por cambiar lo «normal».