Ruth Bader Ginsburg, jueza del Supremo de EEUU, icono feminista y pionera en la lucha por la igualdad
La magistrada fue la segunda mujer en llegar al alto tribunal, tras ser nombrada por Bill Clinton después de años combatiendo en los tribunales las leyes que discriminaban según el género. Con 87 años, era un icono pop para las más jóvenes, protagonista de películas de éxito y de tablas de gimnasia.
Al día siguiente de la toma de posesión de Donald Trump, cientos de miles de mujeres protestaron en las calles de Washington en la marcha más concurrida de la historia del país. Ese día la cara de Ruth Bader Ginsburg estaba en cazadoras, pancartas y camisetas. Para entonces la jueza ya estaba en tazas, imanes y disfraces de Halloween y se la conocía como “The notorious RBG”, el apodo que le dio una seguidora para comparar su estrellato con el del rapero B.I.G.
En 2015 Ginsburg, octogenaria, diminuta y poco habladora, le preguntó a sus asistentes en el Tribunal Supremo quién era el notorio rapero. La conclusión de la jueza fue que sí tenía algo en común con el rapero: “Los dos crecimos y nos criamos en Brooklyn”.
Ginsburg, que ejerció como jueza del Supremo desde 1993 hasta sus últimos días, murió este viernes a los 87 años en su casa en Washington por un cáncer de páncreas.
La lucha de Ginsburg nunca se desenvolvió en las calles, como la de las mujeres, muchas jóvenes, que lucían su efigie en aquella marcha de 2017 o como las que se concentraron este viernes delante de las columnas del Tribunal Supremo en un velatorio improvisado por su muerte. Su batalla, silenciosa y al principio lejos de las cámaras, se desarrolló en los tribunales, primero como abogada y luego como jueza. Las sentencias que logró en los años 70 fueron marcando el cambio de interpretación en la legislación de Estados Unidos para que ni las instituciones ni las empresas hicieran distinciones por sexo a la hora de dar ayudas, pagar o contratar a una persona.
Ginsburg consiguió ganar batallas por la igualdad cuando ella misma –como estudiante de Derecho, como abogada, como mujer independiente– era todavía una rareza en un país donde los hombres copaban el poder en las universidades, los tribunales, las empresas y la vida social.
Una historia de amor
Ruth Bader nació en Nueva York el 15 de marzo de 1933. Sus padres eran inmigrantes rusos judíos que vivían con lo justo como vendedores en una sombrerería y una peletería en Brooklyn, pero que valoraban la educación como único camino para el progreso.
Al empezar a estudiar Derecho en 1956 en la Universidad de Harvard, ella era una de las únicas nueve mujeres que había en una promoción de 552 personas. Muchos años después, despacio, con una risita entrecortada y mucha calma, contaba cómo en una cena al principio del curso el decano les preguntó una a una a las mujeres por qué le habían quitado el sitio en la clase a un hombre que podía estar en su codiciado lugar. Ruth, nerviosa por la pregunta, contestó que era la manera de comprender mejor el trabajo de su marido, Marty Ginsburg, que también estaba estudiando Derecho en esa universidad.
En aquellos años, Harvard ponía todas las pegas posibles a las mujeres que intentaban estudiar, con rebeliones de los hombres para que no entraran en la biblioteca o impedimentos logísticos, como no poner un baño para mujeres. Pero Ruth tenía a su lado a Marty, el mayor aliado de su vida y de su carrera. “Es el primer chico que conocí al que le importaba que yo tuviera cerebro”, le gustaba repetir.
Aquellos años en Harvard fueron especialmente duros para la pareja. Llevaban unos pocos años casados, acababa de nacer su primera hija y justo habían empezado las clases cuando a Marty le diagnosticaron un cáncer de testículos y se quedó casi incapacitado durante meses, al borde de la muerte. Ruth cargó con el cuidado de su hija y con sus estudios y los de su marido, al que ayudaba para que no perdiera sus clases. Marty se recuperó por completo y se graduó sin perder ningún año.
Su historia de amor fue uno de los núcleos de la vida y la carrera de Ruth. Ella siempre decía que había conseguido estar donde estaba por el apoyo incondicional de Marty, convencido de que su mujer llegaría a lo más alto de la carrera judicial y entregado a hacer campaña por ella y también a cocinar, cuidar de su casa y de sus hijos en años donde eso no era lo habitual.
La conexión entre Ruth y Marty era casi mágica. Años después de la muerte de Marty, que falleció en 2010, a Ruth se le quebraba la voz al recordar cómo una de las tantas veces que ella se puso enferma él intervino como un resorte. “Un día, cuando tenía un brote de cáncer de colon, durante una transfusión de sangre, Marty se dio cuenta de que algo no iba bien”, contaba. “Inmediatamente me arrancó la aguja del brazo. Resulta que había una disparidad no en mi tipo de sangre sino en un tipo de antígeno. Tal vez no habría sobrevivido si él no hubiera estado allí”.
Bufetes de hombres para hombres
El apoyo de Marty fue especialmente clave después de la universidad, cuando él, graduado de Harvard, era un deseado abogado mientras su mujer era una anomalía en la profesión. Se mudaron a Nueva York y Harvard no dejó a Ruth transferir su expediente a la Universidad de Columbia, donde al final ella consiguió graduarse con menos problemas. Aun así, no había bufete que quisiera contratar a una mujer y para pagar las facturas a menudo aceptó trabajos como secretaria o ayudante judicial.
Ginsburg acabó dando clase en la Facultad de Derecho de Rutgers, en New Jersey. Para quitarse el gusanillo de la práctica jurídica, empezó a trabajar como abogada voluntaria para la Unión Americana de Derechos Civiles (ACLU, en sus siglas en inglés). Inspirada por sus jóvenes estudiantes, empezó a aceptar más casos que trataban la discriminación de género tanto contra hombres como contra mujeres.
En uno de sus casos más célebres defendió a un hombre que no estaba recibiendo ayudas federales por dejar su trabajo para cuidar a su madre porque la ley consideraba que esa asistencia familiar era algo propio de las mujeres. Durante los años 70, aceptó varios casos similares. No siempre tuvo éxito pero poco a poco fueron empujando la causa de la igualdad.
El pie en nuestro pescuezo
En aquellos años quejarse por discriminación sexual era inusual y todavía más denunciar a tu empresa o a tu estado. Sharron Frontiero, que recibía menos ayudas familiares como empleada de la Fuerza Aérea porque su marido no contaba como si fuera una esposa, recordaba en el documental RBG lo que le decían cuando se atrevió a denunciar a la institución con su joven abogada: “Las chicas buenas no levantan la voz… no hacen demandas… Bueno… ¡Pues peor para vosotros!”. Ginsburg ganó su caso ante el Tribunal Supremo en 1973.
“Los hombres y las mujeres son personas de igual dignidad y deben contar lo mismo ante la ley”, dijo ante el alto tribunal. Ginsburg también citó a Sara Grimke, abolicionista y feminista, que en 1837 dijo: “No pido ningún favor para mi sexo… Sólo le pido a nuestros hermanos varones que quiten el pie de nuestro pescuezo”.
“Ruth Bader Ginsburg cambió el mundo para las mujeres estadounidenses”, decía en el documental RBG Nina Totenberg, corresponsal de asuntos jurídicos de la radio pública NPR. “Miles de leyes federales y estatales ejercían la discriminación de género. Ella siguió el camino de la batalla por la igualdad racial. Consiguió para las mujeres la protección igualitaria ante la ley”. Totenberg empezó a cubrir a Ginsburg hace 48 años, cuando la llamó por primera para preguntarle por sus primeros casos, como recordaba este viernes al borde de las lágrimas en antena.
El papel de Ginsburg en aquellos años la llevó a Washington, donde en 1980 Jimmy Carter la nombró jueza de distrito. Marty dejó su lucrativo trabajo de fiscalista en un bufete de Nueva York para seguirla y cuidar de su familia. En 1993, hizo campaña para que Bill Clinton la nombrara magistrada del Tribunal Supremo.
La segunda jueza
Fue la segunda mujer en llegar al alto tribunal, la instancia más alta del poder en Estados Unidos y donde los magistrados sirven hasta su muerte o hasta su retirada voluntaria.
Ginsburg solía decir que había nacido “con muy buena estrella”. Recordaba lo que le decía Sandra Day O’ Connor, su colega y la primera mujer en el tribunal. “Imagínate que hubiéramos llegado en un momento en el que las mujeres hubieran sido bienvenidas al colegio de abogados. ¿Sabes qué? Hoy seríamos socias jubiladas de un gran bufete. Pero como ese camino no estaba abierto para nosotras, tuvimos que encontrar otra manera y las dos terminamos en el Tribunal Supremo de Estados Unidos”.
Hasta la muerte de Ginsburg ahora había tres mujeres entre los nueve magistrados del Supremo. En el documental, las cineastas le preguntan a Ginsburg cuál creía que sería el número ideal de mujeres en el Supremo. “Nueve”, contesta ella. “Cuando había nueve hombres nadie se quejó”.
Cuando Clinton designó a Ginsburg en 1993, su elección se consideró una opción centrista por su trayectoria moderada como jueza. Clinton no lo tenía claro y apenas conocía a la magistrada, pero la entrevista con ella lo convenció.
A lo largo de los años, Ginsburg se fue moviendo hacia posiciones más progresistas. A medida que más jueces conservadores entraban en el tribunal, ella fue asumiendo el papel de escribir influyentes opiniones en contra de la mayoría, algo esencial en el equilibrio de la poderosa institución.
Pese a sus opiniones firmes y progresistas, era una figura muy querida por demócratas y republicanos. Uno de sus mejores amigos en el Supremo fue Antonin Scalia, el juez ultraconservador que murió en 2016. A ambos les unía la pasión por la ópera y el sentido del humor.
Ginsburg apareció pasados los 80 como extra en varias óperas. Unos días después de las elecciones de 2016, debutó en la Ópera Nacional de Washington, cuando apareció como extra en La hija del regimiento de Donizetti.
Ese encanto empujó a Ginsburg a convertirse en un inesperado icono cultural. Dos de los filmes más taquilleros de los últimos años en Estados Unidos son un documental y una película sobre su vida y su carrera legal contra la discriminación sexual. Hasta sus tablas de gimnasia eran objeto de adoración.
La única vez que entró de lleno en política fue cuando llamó en una entrevista “impostor” a Donald Trump durante la campaña de 2016. Enseguida se arrepintió y dijo que su comentario había sido “una mala idea” porque los jueces nunca deberían opinar sobre personas que se presentan a cargos públicos.
Ahora la Casa Blanca lleva días preparándose para abrir la carrera para sustituirla antes de que tome posesión el próximo presidente (por si no es Trump). Es un movimiento inédito tan cerca de unas elecciones. Los republicanos impidieron a Barack Obama nombrar a un sucesor de Scalia en febrero de 2016, cuando faltaban casi un año para que tomara posesión el siguiente presidente.
El luto por la muerte de Ginsburg se mezcla ya con la batalla partidista que la jueza a menudo intentó evitar. Días antes de su muerte, Ginsburg le dictó una declaración a su nieta Clara, también abogada: «Mi deseo más ferviente es que no sea reemplazada hasta que tome posesión un nuevo presidente».
Julie Cohen, la cineasta de RBG, decía anoche con una foto de la concentración en las escaleras del Supremo: “Esta noche lloramos. Mañana seguiremos la lucha en su lugar”.
Cuando la autora de uno de los libros sobre Ginsburg le preguntó cómo le gustaría ser recordada, ella contestó: “Alguien que utilizó cualquier talento que tuviera para hacer su trabajo lo mejor que pudo. Alguien que ayudó a reparar grietas de su sociedad para hacer las cosas un poco mejor”.