Cuando la tarde alcanza su cenit dorado vamos llegando. Hay en las copas de los cipreses un movimiento mínimo de brisa y cantan avecicas escondidas en su pecho colmado de verdor. Poco a poco llenamos las amplias avenidas en busca del lugar exacto donde está su tierra.

 Es noviembre, avanza el primer frío y necesitamos abrigarnos en los recuerdos de los que se nos han ido marchando en un año largo colmado de desgracias. Todo es silencio. Hoy las miradas esbozan un lenguaje compartido que se transforma en palabras de la pena remansada desde unos ojos siempre al borde del desfiladero del llanto por tantas cosas que debieron ser y no fueron.

En mitad de la tormenta hemos aprendido a ser fuertes a fuerza de golpes, unos golpes que, como decía Vallejo, «son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras/ en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte./ Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;/ o los heraldos negros que nos manda la Muerte». Sigue la herida, pero estamos aquí, con la cabeza baja conjurando los miedos, ver su nombre escrito en mármol con una fecha que, duele tanto, que ahoga la voz y la convierte en murmullo inaudible. Venimos con una ofrenda de flores blancas, de níveas rosas que reflejan un rostro grabado a fuego y un amor hondo como un pozo de agua fresca que mana sin cesar.

Mucha gente viene hoy a hablar con sus difuntos como cada año, tal vez sin darse cuenta de que nos acompañan en cada gesto que previamente no teníamos, en cada decisión que antes nunca hubiéramos tomado, en cada puerta que se abre cuando menos se espera, en el azul de un cielo que, de tan limpio, hace daño a la vista. La vida es un misterio con enigmas indescifrables y parece que hay que aprender a sobrevivir con ello, que ahí reside el secreto de la supervivencia. Será por eso que este es un espacio de paz, porque quienes tienen aquí su nombre se fueron sabiéndolo, conscientes de que no nos dejaban en esta soledad que no es sonora. Poco a poco me he ido acercando hasta el gris de la lápida. Hay muy cerca una fuente, y una iglesia pequeña, justo al lado de un inmenso mausoleo familiar. Es esta una tumba humilde pero digna como símbolo –uno más– de su vida y de su ejemplo. Sé que ella me está mirando desde muy arriba y seguramente sonríe con ternura porque reconoce en la torpeza de mis movimientos que me esfuerzo, como todos, por hacerlo bien. He colocado encima de su corazón una rosa blanca, porque el ramo inmenso lo pondré a sus pies para que la cubra como una manta de perfume, de esos que tanto le gustaban. Ahora rezo una oración bajito antes de contarle los detalles últimos, ésos que ya sabe, porque siempre me acompaña y me coge la mano con las suyas de plata para que esta orfandad de pájaro herido no nuble el horizonte y permita avanzar al ciclo de la vida. Poco a poco va descendiendo el frío que resbala de las cumbres. Nos tenemos que ir, pero percibo que ella vigila mis pasos, soy consciente. Sabe que su rostro nunca será olvido. Que el olvido es nieve, pero ella es trigal que brota en primavera.

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