22 noviembre 2024

Diez días dentro de una habitación Covid de un hospital granadino. Una historia real como la vida misma, sin moralina pero con mensaje: el sistema está saturado, la situación empieza a ser inviable, procede parar motores

Después de dar positivo por coronavirus y pasar ocho días ininterrumpidos de fiebre y tos en casa, éste que lo es, en vista de que el tratamiento no termina de cuajar, se encaja una tarde de martes en las urgencias del Hospital Virgen de las Nieves. Aquello está de bote en bote, lo que hace preguntarse sobre el verdadero significado de la palabra urgencia. Pasan cinco horas hasta que me atienden, un periodo terrible en el que me sube la fiebre a ojos vista. Llegué con 37,3 y cuando me atendieron ya estaba en 38,9. Días atrás, cuando el mercurio subió aún más que eso (39,4) pensé que el aparato estaba estropeado. Ahora veo que no.

Esa larguísima espera es exasperante y dolorosísima. Por dos veces entro en la consulta de recepción para reclamar atención porque lo estoy pasando francamente mal. La fiebre me provoca una asfixia muy acusada y unos accesos de tos terribles, de duración imposible de calcular de antemano. Y cada vez que rompo a toser es como si me dieran con un mazo en las lumbares, hasta el punto de que temo seriamente que se me pueda romper la columna vertebral. Cuando arranco a toser, lo único que me pregunto es cuánto se prolongará esa nueva dosis de tortura y de ahogo. He tenido lumbalgia y puedo asegurar que esto es muchísimo peor. Cuando voy a verle y a suplicar atención, el médico, con cara de desbordado, como casi todos allí, me dice que hay casos más prioritarios y que no me preocupe, que estoy saturando bien el oxígeno.  

Espera entre camillas en el pasillo

Las radiografías constatan que no estoy bien: sufro neumonía bilateral, lo que quiere decir en los dos pulmones. Nada de irme a casa, de eso me puedo ir ya olvidando. «En el mejor de los casos», me informan, tengo que quedarme allí entre siete y diez días. Yo recibo la noticia en una silla de ruedas, que es donde permaneceré más de una hora, en medio de un pasillo donde desde luego no soy el único en la misma situación, porque las sillas abundan. También hay, en mi campo de visión, cuatro camillas ocupadas por enfermos exhaustos, inmóviles, quién sabe si moribundos. Un hospital es un lugar muy deprimente. 

Esa misma noche me trasladan, primero, a una amplia habitación llena de sillones articulados. Y a eso de las tres de la mañana, a una habitación de la séptima planta que esa misma tarde han desalojado. Estaba ocupada por pacientes que esperaban una intervención quirúrgica no urgente (días atrás la Consejería de Salud de la Junta decidió que, como no eran prioritarias, esas intervenciones se retrasarían) y no sé muy bien dónde los han llevado, pero sí que en menos de lo que se tarda en contarlo, ese espacio se convierte en planta Covid. A las siete de la tarde del día siguiente (o sea, en 16 horas, si se tiene en cuenta que fui de los primeros en ser trasladado), ya están llenas sus 28 camas, todas de personas con neumonía. Allí cuentan que eso mismo ya se ha hecho en dos plantas del antiguo Clínico y que está a punto de repetirse la jugada en la segunda del Virgen de las Nieves. Todos los esfuerzos se centran en el Covid. 

El médico que pasa consulta a la mañana siguiente es un epidemiólogo. No siempre viene la misma persona, los facultativos cambian en función de su disponibilidad y, de hecho, en una jornada la que atiende es una ginecóloga.  Los neumólogos están realmente demandados, no hay para tanta gente.

El epidemiólogo habla claro, no se corta un pelo. Me deja cristalino, de entrada, que eso de que puedo estar allí entre siete y diez días es sólo una estimación y, a continuación, procede a situarme el alma en los pies. «Mira, vamos a ver, en siete meses que llevamos luchando contra este bicho apenas hemos aprendido nada de él; nada salvo que puede matar. Este bicho mata, ¿vale? Así que de eso que te han dicho de estar tantos o cuantos días te olvidas. Estás aquí dentro y estarás el tiempo que tengas que estar. Lo tuyo es una insuficiencia respiratoria que a lo mejor no es preocupante, pero que no deja de ser grave. Mentalízate, asúmelo y centra todos tus esfuerzos en eso». Sabe que me deja abatido pero no me da palmaditas en la espalda, que no hay que correr riesgos. 

Personal estresado

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Planta COVID del Hospital Universitario San Cecilio, Granada. Foto: HUSC

No es mi caso, lo aclaro de antemano, pero hay pacientes aquí y allá que demandan mucha más atención de la que se les puede facilitar. Los enfermeros, como los celadores, los limpiadores y los doctores, tienen un nivel de estrés en sangre mucho más elevado de lo deseable. Y hacen todo lo que pueden, pero tienen un hándicap importante: no pueden entrar en las habitaciones cada dos por tres, necesitan estar vestidos para la ocasión y cumplir a rajatabla unas normas de seguridad e higiene muy estrictas. Se atienden las peticiones cuando se puede. Y además hay más requerimientos de atención que personal disponible, porque se nota que falta, pese a que a las habitaciones entran a veces profesionales a los que se les nota aún cierta falta de pericia. En los hospitales están tirando de recursos como pueden y más vale un estudiante en prácticas que nada

Los días pasan muy despacio entre esas cuatro paredes. La ventana de la habitación nunca se abre, algo que seguramente debe obedecer a que estamos en un séptimo piso y hay alguna norma que lo prohíbe, no sea que a algún enfermo le dé por despeñarse. El aire, en consecuencia, apenas se renueva. Si a eso se le une que la persona que ocupa la otra cama tiene la movilidad muy reducida y se hace sus necesidades encima, en el pañal, uno casi se alegra de tener la mascarilla siempre puesta. Pero a la vez, sospecha que ésas no son las condiciones higiénicas más deseables.

Desde fuera se escuchan los ataques de tos de otros desafortunados. Yo los voy dejando atrás y me debato entre la alegría por eso y la pena que me produce saber lo mal que lo están pasando. Debe ser que la solidaridad, por más que lo neguemos, no la terminamos de adquirir hasta que no nos vemos nosotros realmente perjudicados. Es muy posible que, hasta entonces, sólo sea de pacotilla. 

Y no es solidaridad, sino más bien vergüenza y desprecio, lo que se llega a sentir por personas que comparten tu espacio, a las que tratas de comprender porque sabes que también llevan lo suyo en lo alto, pero de quienes no puedes excusar su egoísmo exacerbado, sus exigencias, sus continuas quejas, sus reproches por una supuesta desatención por parte de los encargados que se están inventando sobre la marcha, porque nadie que realmente los necesite se queda sin cuidados. Es repugnante que en esas circunstancias haya quienes abusen de su situación y se quieran convertir en víctimas, en pobrecitos a los que están tratando peor que a perros. Gente que en vez de transmitir a los suyos, los que están fuera, un mensaje de ánimo, se empeñan en pintarles una situación caótica en la que ellos son objeto de una conjura diabólica. Van de víctimas y son manipuladores. Hay gente despreciable, eso es así. Dicen que cuando estamos realmente enfermos, cuando presentimos que vamos a morir, todos o casi todos nos volvemos de esa manera. Nuestro gen egoísta irá con nosotros hasta el final, qué pena más grande. 

La palabra (y el ruido) de fondo

Desde dentro se puede constatar lo que se sabe fuera, no sólo porque las noticias llegan (en la habitación hay tele, disponemos de los móviles y todas esas cosas) sino porque el nerviosismo se palpa en el ambiente. Es notorio que la presión hospitalaria está subiendo, que cada vez hay menos camas disponibles. A mi primer compañero de habitación lo trasladan a la UCI, donde el espacio es todavía más valioso. Su puesto no tarda en ser ocupado. Hay que agilizar en la medida de la posible una lista de espera que, en urgencias, ya traspasa de largo las ocho horas. Está empezando a ser insostenible todo esto. No hablan de nada de eso los enfermeros ni los limpiadores, y por supuesto tampoco los médicos, que el fin de semana ni siquiera pasan aunque se sabe que están disponibles por si hay alguna urgencia. Nadie la pronuncia, pero en el aire sopla una palabra: confinamiento.

En la séptima planta del Virgen de las Nieves no lo airean abiertamente por no cansar, pero los profesionales ya nos lo dejaron claro en marzo y algunos insisten ahora en su idea: quedaos en casa, dejadnos trabajar, colaborad para que nos quitemos todo esto de encima y para que no se nos acumule más esfuerzo. No salgáis, no os mováis. Que el bicho está aquí y se mueve con nosotros porque es así, le debe gustar eso. 

Al hilo de lo anterior: ¿alguna vez en estos últimos meses, mientras han estado haciendo algo potencialmente imprudente, o sólo porque les ha dado por ahí, han pensado en lo sumamente incómodo que es dormir diez noches seguidas en una cama articulada de menos de 90 centímetros de ancho y en la que no puedes cambiar de postura, sobre todo porque los orificios de tu nariz están conectados a una máquina de oxígeno de la que dependes completamente y, encima, no te puedes quitar la mascarilla ni por un momento? Pues esas cosas pueden pasar. Pasan. Así que si alguien está decidido a hacer el chorra y andar por ahí sin miramientos, que no piense en los demás si es que no puede, porque de donde no hay es imposible sacar; pero por lo menos que piense en él. Que sepa que cuando el bicho te mira, te señala y se va a por ti, se pasa mal. Se pasa muy mal. Como que te puedes morir, vamos. Así que esto va por ti, inconsciente: tú verás lo que haces. Pero si te quieres matar, por lo menos no salpiques.

Después de diez noches que para uno se quedan, éste que lo es ya puede respirar razonablemente bien. Es viernes y, de no hacer tanta falta mi cama, a buen seguro que me hubieran ordenado seguir en ella hasta después del fin de semana para más seguridad. Pero como hay prisa, me mandan a casa a seguir el tratamiento y, por si no hubiera sido poco tanto tiempo de aislamiento, guardar otros diez días de cuarentena. He adelgazado y mi parte positiva se alegra de que al menos eso lo he conseguido. También me alegra muchísimo volver con los míos. Con las mías. Durante mi regreso reflexiono y concluyo que he dejado el edificio atrás, pero no la experiencia. Ni la frase con la que titulo todo esto. Ojalá no la perdamos de vista. Y quien vea moralina en estas líneas, que sepa que ha desperdiciado su tiempo leyéndolas. 

GranadaGuillermo Ortega

FOTO: Acceso principal del Hospital Universitario Virgen de las Nieves, de Granada. Foto: Lucía Rivas

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