El 24 de agosto de 2011, los habituales de la web de Antonio Muñoz Molina conocimos dos hechos de su carrera literaria: que se reeditaba Nada del otro mundo (Espasa-Calpe, 1993), y que en esta nueva edición, ahora en Seix Barral, aparecía un cuento nuevo, que estaba escribiendo por esos mismos días.

Lo anunciaba el autor en uno de aquellos artículos que incluía en la sección Escrito en un instante de su web: Escribir cuentos. Aclaraba que el nuevo relato, como una criatura viva con capacidad de decisión, se le había ido de las manos hasta tomar unos derroteros que no eran los inicialmente previstos. En efecto, de una conversación entre dos hombres en un bar de Bruselas, la ficción derivó hacia la peripecia de dos niños, dos primos segundos, en su Úbeda-Mágina de los años sesenta, y de igual forma, la extensión prevista de unas quince o veinte páginas se le estaba disparando hasta ocupar en el libro más de cincuenta páginas, casi una novela corta:

«Y entonces surgió otra historia, no sé de dónde, en parte del recuerdo y en parte de la imaginación, dos niños que se cuentan al oído historias de miedo en una escuela a mediados de los años sesenta, dos primos. Yo no soy ninguno de los dos: la historia viene del mundo en el que yo crecí pero no de mi propia vida. Era como ver algo objetivamente, en lo que ni mi voluntad ni mi experiencia directa intervenían. Vi una trama posible. Lo vi todo, con todos los detalles, en mi sueño despierto, en mi largo insomnio sin angustia.

Empecé a escribir al día siguiente, sin urgencia, dejándome llevar, quizás de nuevo alarmado por la abundancia de pormenores nuevos que surgían del acto de la escritura misma. Pero este cuento, de trama tan sucinta, resultó que tampoco iba a ser exactamente breve. Una cosa lleva a la otra. Un personaje habla y hay que dejarlo que se explique. Una imagen lleva a otra, y a otra», nos dice el autor.

Por esos años, hacíamos muchos comentarios en la web, pero cada vez que surgía una polémica, los comentaristas, a veces usando el anonimato, llegaron a ser incómodos y abiertamente hostiles entre sí y con el autor, reflejo de una sociedad muy polarizada, situación que derivó en un cierre temporal de la web, que volvió a iniciarse algún tiempo después, y que un monotema, los intentos secesionistas de Cataluña, llevó a límites insoportables la tensión hasta que en el otoño de 2017 la web se cerró. Es una pena que los comentarios no se conserven, porque eran una manera de interactuar entre los habituales y el propio autor. Recuerdo que Antonio Muñoz Molina fue dando cumplida cuenta de cómo avanzaba el relato y de cómo se lo pasó a su esposa para un veredicto final mientras él daba sus clases en un curso de una universidad, la de Utrecht si no me falla la memoria.

En octubre de 2011 apareció el libro, que repetía los relatos de la primera edición y dos que suponían la novedad de la reedición: Apuntes para un informe sobre la Brigada de la Realidad y El miedo de los niños. El primero había aparecido en El País el día 28 de agosto de 1999 con un título distinto (Borrador para un informe sobre la brigada de la realidad). El segundo, El miedo de los niños, me deslumbró por su calidad, por su atmósfera envolvente de misterio, inocencia y maldad. Ahora aparece reelaborado, como libro autónomo y desprovisto de las adherencias que los demás relatos pudieran suponer. El propio autor explica:

«He hecho alguna pequeña corrección, pero poco más. Este es un cuento muy largo, casi una novela corta, y además es un cuento muy específico. Cuando se iba a reeditar mi libro de cuentos en 2011 pensé en añadir uno más, y empecé a escribir este de El miedo de los niños, aunque creí que iba a ser mucho más breve. Después de publicarlo me dio como remordimiento, porque esta historia había sido escrita mucho después que todos los demás cuentos de la antología, así que no pegaba mucho con ellos, y además sentía que al estar dentro de ese libro había perdido una parte

del relieve que yo quería darle, de ahí que ahora se haya publicado de manera individual. Te diré que es una historia muy importante para mí, porque es de las cosas que he escrito en las que he puesto más pasión y más de mi propia sensibilidad, pero no verás grandes cambios si ya leíste la versión de Nada del otro mundo» (Entrevista a Muñoz Molina. Jaime Fernández y Jesús de Miguel. Tribuna Complutense, 09/11/2020).

Ha sido un placer volver a leer la sórdida experiencia de Bernardo, un niño que sufrió poliomelitis y quedó paralítico de una pierna, lo que le obliga a llevar una pesada estructura ortopédica y Esteban, su primo y valedor en la escuela y en la calle. El uno tiene una imaginación calenturienta que le hace ver por todas partes la amenaza de los tísicos, que sacan la sangre a los niños en grandes damajuanas para los enfermos de un vecino sanatorio, una versión vampírica del mito popular del Sacamantecas, en tanto que Esteban, más realista y escéptico, intenta creer lo que su primo le cuenta, aunque solo consigue asumir el miedo malo, tan diferente del miedo gozoso que le producen películas como El fantasma de la Ópera. En su inocencia infantil no ha llegado a cuajar el concepto de pedofilia, una forma aún desconocida de vampirismo, y ambos niños comparten confidencias y miedos, mientras intentan comprender el mundo que los rodea. Muñoz Molina le imprime al relato un giro repentino, una suprema vuelta de tuerca (como había hecho con el último capítulo de su Beatus ille), consiguiendo con ello un brillante remate del cuento, tal vez el mejor que ha escrito.

En el universo de este relato late la infancia del propio autor, los mitos y miedos que lo agobiaron, su universo íntimo. De hecho, el embrión de este relato había aparecido en una de sus columnas periodísticas: Los mantequeros de Perú (El País n. 4.785, 26/05/1990), una de las primeras columnas de la serie Las apariencias, que también aparece en el libro homónimo de 1995. En dicha columna se lee:

«En casi nada fuimos tan precoces como en el aprendizaje del miedo. Para nuestros padres y nuestros abuelos, supervivientes de una guerra, el miedo era una norma de conducta instintiva. Para nosotros fue desde el principio una forma de conocimiento. Si nos apagaban la luz mientras subíamos al acostarnos, la honda y alta escalera se poblaba de fantasmas. Se nos hacía de noche jugando en la calle y cuando volvíamos a casa cada portal entreabierto y cada esquina mal iluminada por una bombilla desnuda podía esconder la presencia de un merodeador sin rostro, amparado en la sombra como en el embozo de una capa. Teníamos miedo de los mantequeros, de los vagabundos que cargaban sacos donde podrían esconder el cadáver de un niño. Teníamos miedo sobre todo de los tísicos, hombres invisibles que viajaban en automóviles negros y en grandes furgonetas donde guardaban bidones de cristal llenos de sangre. De cuando en cuando, entre los corros que jugaban por los callejones, se extendía el rumor de que alguien había visto el coche de los tísicos, hombres muy pálidos, vestidos con batas blancas y sombreros de hongo, que raptaban a los niños y los degollaban para vender su sangre en remotos sanatorios de millonarios moribundos que gracias a ello ganaban días o semanas de vida. No nos atrevíamos a salir cuando había oscurecido ni a volver solos de la escuela, y vigilábamos con recelo y espanto las caras de los desconocidos y el interior de los coches aparcados cerca de nuestras casas. Para imaginar los bidones de los tísicos recordábamos los lebrillos de barro que rebosaban sangre en las matanzas».

Así pues, el cuento no es tan ajeno al escritor como él asegura en la entrevista citada: forma parte de su espíritu como una obsesiva fuerza mental y de la noticia periodística y de su propia mente saltó felizmente a la ficción literaria, una ficción deslumbrante que merece el reconocimiento de los lectores. La indefensión del niño y su miedo consecuente también había sido el argumento de otras dos columnas, ambas tituladas también El miedo de los niños: la primera apareció en El País, edición de Andalucía, el 8 de febrero de 1997 y trata del acoso escolar al que se ven sometidos los niños débiles de carácter, los que rehúsan la pelea. También una columna homónima apareció en el Babelia n. 1.027, del 30 de julio de 2011, un mes antes de que el cuento empezara a formarse en la mente del autor. En esta ocasión hablaba del miedo como forma primigenia e iniciática de comprender la realidad, siempre presente en todas las civilizaciones. Todo eso está en este relato que reaparece ahora, con toda su magia antigua e intimista.

El libro ha sido editado con tal acierto físico que enamora: tamaño, portada, tipografía, estética… se alían con el contenido para conseguir un volumen preciosista por diseño y contenido, que en mi opinión merece un premio a la edición. Cuenta, además, con otro aliciente: las delicadas ilustraciones de María Rosa Aránega, que ha conseguido una textura granulosa, casi de estarcido, en sus dibujos llenos de grises, una perfecta representación del miedo que atenaza a los protagonistas como un grumo secreto y gris, que la ilustradora ha sabido plasmar de forma genial. Por primera vez, tras muchos años de lector empedernido, percibo que las ilustraciones no son un añadido ni un adorno, sino que forman parte de la historia, tal es la sinergia con que texto y dibujos se sincretizan para inundar la conciencia del lector, igual que esas canicas que desde la portada hasta el último párrafo en que la bolsa de canicas de Bernardo se desparrama cincuenta años después en el piso de Esteban llenándolo todo de magia y memoria, de sueños y miedos ancestrales.

Ahora que estamos confinados, que no podemos salir de cervezas ni a comer fuera, El miedo de los niños me parece una excepcional forma de llenar el ocio. Que disfrutéis su lectura.

Alberto Granados

NOTA: He usado las ilustraciones de María Rosa Aránega con permiso expreso de la ilustradora.

 

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