Hubo en España un tiempo gris, cuarenta años de silencio, de hambre de justicia y libertad, de muertos yaciendo en las cunetas cubiertos de amapolas y trigueras, de miedo, de horror y de miseria.

En aquella época había dos tipos de personas: unos, los adeptos al régimen de Franco, esa locura de brutalidad y de infamia que despojó a los españoles de vida e ilusiones, premiados con carguillos y riquezas porque tomaron por la fuerza de las armas lo que les negaban las urnas; otros, los sometidos a los que se les había robado todo salvo la dignidad, eran los que labraban la tierra de sol a sol para sacarle fruto escaso, los que en las ciudades preparaban las lentejas en las cocinas económicas, tan lentas para cocer el guiso, los que estaban vigilados en sus trabajos esperando una mínima crítica a la dictadura que los llevara a la cárcel. Yo no lo viví, pero me lo contaron en una mañana clara, de sol y de esperanza, mientras las hojas de noviembre amarilleaban las aceras y el aire cortaba con su limpieza trasparente. Y prometí contarlo. Esa época -llamémoslo periodo de la infamia y del dolor- se cerró en 1978 con la brisa alegre que trajo la Constitución española, salpicando de risa ilusionada a los barrios humildes, a los campos olvidados, a los ancianos de manos sarmentosas y a los niños que andábamos aprendiendo a decir palabras y nos enseñaron con esmero a pronunciar democracia. Tal vez entonces no todo el mundo era consciente, pero hoy sabemos que fue un momento histórico que suponía una oportunidad de futuro al considerar a todos los españoles iguales ante la ley en derechos y obligaciones, ciudadanos asistidos por garantías jurídicas, dueños legítimos de una libertad de expresión que evidencian columnas como ésta. Y, salvo algún sobresalto, así hemos vivido cuarenta y dos años hasta que ha llegado un momento en que la mayoría nos habíamos olvidado de la ranciedumbre con olor a naftalina, de aquellos tipos que disolvían a golpes las manifestaciones pidiendo libertad con el método de palo y tentetieso.

Y en esas estábamos, sobrellevando las disputas ideológicas izquierda-derecha en el Congreso con paciencia resignada (porque a veces son como niños en patio de colegio), cuando llegaron los radicales a las instituciones y, con ellos, las opiniones de los nostálgicos del dictador y sus costumbres ejerciendo de hooligans de tantos irresponsable sin conciencia que se han aupado en el populismo barato para conseguir un acta que seguramente perderán en cuanto sus votantes perciban que no los representan. Los nostálgicos son sólo unos pocos, nada significativo, al estilo de aquel bravucón cervantino que “caló el chapeo, requirió la espada/ miró al soslayo, fuese y no hubo nada”. Son irrelevantes, pero me preocupa que se les denomine “militares retirados”. Y, efectivamente, tal vez sirvieron al régimen dictatorial con disciplina castrense pero sería un error llamarlos militares porque sería equipararlos a las Fuerzas Armadas actuales que son un ejemplo de compromiso, de ética y de lealtad a la ciudadanía tal y como han demostrado construyendo hospitales en mitad de la pandemia, con los despliegues de la UME o la Legión, defendiendo nuestros derechos y honrando a España con su sacrificio. Ésos sí son militares, orgullo de un país moderno y libre. Los otros, nada. Silencio. Despreciable pasado de angustia y sombra.

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