Esa valoración presenta otra faceta, que propongo hoy: el descuido con que los españoles tratamos a nuestra lengua.

 

NOTA PREVIA: No dejéis de disfrutar el vídeo que os he enlazado.

Recientemente apareció en este blog una valoración filológica de la pérdida de la categoría de lengua vehicular por parte de nuestro idioma, como contraprestación al apoyo de ERC a los presupuestos presentados por el gobierno de Pedro Sánchez. Esa valoración presenta otra faceta, que propongo hoy: el descuido con que los españoles tratamos a nuestra lengua. Considero un peligro real ese crecimiento abusivo de anglicismos innecesarios que constituyen un verdadero desgaste para nuestro noble idioma. No es que yo peque de purista ni que rechace los extranjerismos: siempre han entrado en nuestra lengua y, una vez asumidos, han ido pasando a nuestros diccionarios más canónicos sin el menor rechazo. El problema es que se ha impuesto el idioma del dólar, el de las grandes compañías financieras, el de internet y lo ha hecho de una forma tan insistente, tan machacona, que un mensaje cualquiera puede deslucir nuestro castellano hasta una caricatura de la lengua que inundó varios continentes y obtuvo bastantes Premios Nobel.

English Language Institute

Me he permitido elaborar un texto bastante simple para comprobar qué estamos haciendo con nuestro idioma y hasta qué punto lo estamos prostituyendo. Más que texto, es un pretexto para juntar anglicismos, así que nadie espere un primor estilístico:

Le bendita lengua de Chespir

No sé qué haríamos sin la lengua de Chespir. Hasta hace poco nos defendíamos con la de Cervantes, pero dónde va a parar. Con ésta última no podríamos hacer nada de lo que hacemos normalmente usando la lengua inglesa. No estacionaríamos el coche en un parking, ni iríamos al gym a hacer spinning por la cosa del fitness, ni necesitaríamos la ayuda de un personal coach, ni nos colocaríamos de community manager ni seríamos nfluencers, bloggers, youtubers o instagrammers, algo esencial para convertirnos en celebrities.  Mucho menos conseguiríamos que una de esas estupideces que se cuelgan en Twitter llegara a trending topic. Además, habría que cambiarle el nombre a Masterchef y nos quedaríamos sin brownies ni candy. Los comercios se llamarían tiendas y no shops

En materia de finanzas, el Banco de Santander ya ha cambiado mi antigua cuenta 123 a Cuenta One, aunque puedo seguir usando mi servicio de Openbank, que eso me tranquiliza mucho porque puedo controlar mi credit card, tarjeta que uso mucho desde el inicio de la pandemia en la variedad de contactless. Por otro lado, los magos de las finanzas no llamarían startup a las empresas emergentes y no existiría el coworking, que permite irse todos de copas en eso que llamamos afterwork.

Nada de comer en un self-service y en estos bares que nos preparan comida para llevar durante el confinamiento no habría servicio de delivery. Nuestras tabernas volverían a llamarse así, en vez de bar o pub y cerrarían a la hora de la cena. Nada de fishandchips, snacks, burguers y esas variedades de fast food, con lo que volveríamos a nuestra tapa tradicional, tan ricamente.

Y nada de black Friday, Halloween ni Eastern. No nos alojaríamos en un resort con spa ni dispondríamos de travel-checks. Volaríamos en Iberia en vuelos normales, nada de charters ni business-class y en el aeropuerto no tendríamos que hacer el check-in. Ni siquiera habríamos llegado a usar el trolley, sino que llevaríamos las clásicas maletas, si acaso con ruedecillas, normalmente atascadas.

Tampoco los homosexuales se llamarían gays, ya que se usarían las muchas formas que García Lorca reunió en uno de sus poemas de Poeta en Nueva York. Ni estaría tan de moda ese juguete sexual que, según estadísticas, tienen la mayor parte de las mujeres de hoy día: el satisfyer, ni habría sex-shops donde comprarlos directamente.

Sin el idioma de Chespir, nuestras magdalenas volverían a llamarse magdalenas, en vez de muffins, nuestros bocadillos dejarían de ser sandwiches, y desconoceríamos la nueva costumbre del brunch, que con tantas prisas se ha impuesto. No conoceríamos tampoco el hobby del take away.

Respecto al mundo de la moda, los pantalones cortos serían justamente eso y no shorts, las chaquetas de espiguilla no serían tweed, las señoras llevarían la ropa interior de siempre (y no me refiero a que no se la cambiaran a diario, que para eso estuvo Isabel I de Castilla) en vez de meter sus formas en un body o realzar sus pechos en un Wonder-Bra o en un top o embutir trasero y piernas en unos leggins o en un panty. Se ve que la tendencia va hacia la ropa casual, sin convencionalismos: easy wear.

¿Y la música? Sin el inglés, no sabríamos nada del blues, del rock&roll, de la música pop, del swing, del jazz, el rythm&blues, el soul, el country, el funk, el trap, el house, el techno… y seguiríamos oyendo a Concha Piquer, al Dúo Dinámico y a Manolo von Escobar y las zarzuelas que adoraba mi madre y que canturreaba en la cocina mientras preparaba sus sabrosos guisos, ajena por completo a la nouvelle cuisine. Incluso nos podríamos haber librado de una tortura como el reggaeton. Variantes como el rap, el hip-hop, el trance, la música disco, el grounge, etc.  no nos dirían nada y nos conformaríamos con las baladas de los italianos y los franceses de los sesenta, aunque nunca se sabe qué pasa con la industria del entertainment ni con el show business, que viene a ser quien, mediante sabrosos video-clips y spots comerciales, determina nuestros gustos. Ahora es muy fácil para cualquier manager colocar a uno de sus artistas en el top hit. Y no sabríamos qué es una performance ni un show.

¿Y el cine? ¿Seguiríamos anclados en el star system? ¿Gustaría tanto eso que hemos llamado spin-off o iríamos más al sitcom? Si no tuviéramos tanto dominio del inglés, las películas del oeste no serían westerns, ni las de misterio se llamarían thrillers, ni los dibujos animados se llamarían ni cartoon ni anime. Y nadie podría adelantarnos la identidad del asesino haciéndonos ese desagradable spoiler que tanto nos fastidia.

          Gracias el inglés, hemos avanzado mucho. Es que el fucking castellano se estaba quedando muy rancio. What a shit!

Desidia e ignorancia, una cierta dosis de esnobismo y unos planteamientos educativos que prefieren enseñar conceptos abstractos a planteamientos comunicativos (comprensión, uso adecuado, ampliación del vocabulario, fijación severa de la ortografía, y en casos singulares, el uso creativo de la propia lengua). Se enseña a un niño de doce años qué es un complemento directo o una oración reflexiva (conceptos abstractos a una mente en que el pensamiento abstracto está aún en ciernes) pero no se le hace tomar conciencia del valor de su lengua, ni de la responsabilidad de mantenerla para las generaciones del futuro. El soneto que incluí, que tanto me gusta, tiene un título erróneo. Creo, con permiso de Dámaso Alonso, que en vez de Nuestra heredad, debería llamarse Nuestro usufructo. En efecto, cada castellanoparlante recibe un bien del que solo es depositario temporal, usufructuario y no dueño. Tiene la obligación de cuidar ese patrimonio y legárselo a la siguiente generación en las mejores condiciones. Y no estamos cumpliendo.

Esta situación no parece preocupar a los adversarios políticos del gobierno, esos genuinos patriotas, ni han visto rentabilidad política en airear el asunto, pese a su enojo por desposeer a nuestra lengua de su carácter vehicular. Esto no es políticamente rentable, así que adelante con el cinismo y que siga el espectáculo: The show must go on que nos cantaban los chicos de Queen.

Alberto Granados

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