Las muertes que abrieron el camino a la eutanasia
Tras Ramón Sampedro, varios casos visibilizaron el dolor que supone no poder acabar con una vida de sufrimiento
La aprobación de la eutanasia en España, a la que solo falta la luz verde del Senado, ha recorrido un camino cimentado en nombres propios. Carlos Gómez, Ramón Sampedro, Madeleine Z., Inmaculada Echevarría, Pedro Martínez, José Antonio Arrabal y María José Carrasco son algunos de ellos, representativos por su impacto social, afirma Javier Velasco, presidente federal de Derecho a Morir Dignamente (DMD). “Cada uno tuvo su importancia, pero yo destacaría a Sampedro, por supuesto, que fue el primero con repercusión, aunque yo creo que ni él creía que lo fuera a conseguir”, dice Velasco. “Con el tiempo aumentó la valentía y la desinhibición de las personas, y también, de alguna manera, su desesperación ante una norma que creían que debía llegar, pero no lo hacía. Fue lo que pasó con María José Carrasco en abril del año pasado. Estuvieron retrasando la decisión a ver si salía una ley que había del PSOE. Cuando vieron que no iba a pasar, decidieron el suicidio”, comenta. Dentro de esta revolución de visibilidad, Velasco destaca el caso de Madeleine Z. “Fue el segundo después del de Sampedro, pero ya en este hubo una estrategia para comunicarlo bien y que llegara a la sociedad, con voluntarios de DMD y una periodista avisada de todo que escribió la mejor crónica de uno de estos casos que he leído nunca”, una táctica que se usó con los demás casos a partir de entonces.
Esa estrategia de ayudar a dar visibilidad al problema de las personas que no encontraban respuesta cuando decían “quiero morir ya” fue clave para mantener el debate social, afirma Velasco, mientras los Gobiernos lo rehuían. “No les interesaba, para ellos era una patata caliente. Hasta el CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) dejó de preguntar. No sabían qué hacer si salía una mayoría a favor”, señala. De hecho la última vez que este organismo público preguntó por el tema fue en 2009, y entonces un 64,5% estuvo total o bastante de acuerdo con ayudar a morir a una persona en una situación terminal para evitar su sufrimiento.
Aunque la historia lleve de inmediato a la figura de Ramón Sampedro, un referente por el tiempo que duró su lucha, su visibilidad y el eco de la película sobre su caso, el auténtico pionero en exponerse para reivindicar morir cómo y cuándo quisiera fue Carlos Gómez. En 1984 publicó una tribuna en EL PAÍS titulada Osar morir da la vida en la que manifestaba: “No cabe duda ya de que ha comenzado a resquebrajarse un tabú social tanto más represor que el que funcionó sobre el sexo. Me refiero al tabú de la muerte, o mejor, de la forma de morir”. Entonces este santanderino, al que habían diagnosticado hacía ocho meses una leucemia, no se veía en la situación de tener que afrontar el final. Falleció al año siguiente, sin que se cumpliera su testamento vital al respecto, según denunció la Asociación por la Muerte Digna de Cantabria.
Aquel semiolvidado pionero dio paso 10 años más tarde al primer caso icónico en España de la lucha por el derecho a decidir una muerte digna, la del gallego Ramón Sampedro (Porto do Son, A Coruña, 1943). En 1968, cuando tenía 25 años, el joven marinero tuvo un accidente al tirarse al mar y quedó tetrapléjico, inmovilizado del cuello para abajo, pero con plena consciencia. Soportó esta situación 25 años, siendo cuidado por su familia. Pero en 1993 decidió que quería que le ayudaran a morir, ya que él no podía físicamente quitarse la vida. Lo solicitó primero en el juzgado de Noia (A Coruña), más tarde, en 1996, en la Audiencia Provincial de A Coruña. Era la primera vez que salía de casa, y las imágenes de aquel hombre con gorra al que llevaban recostado en una silla dieron dramatismo a su petición.
Pero Sampedro no consiguió el permiso legal que buscaba. Llevó el caso al Tribunal Constitucional, pero mientras este resolvía, urdió un plan para quitarse la vida. Se trasladó a una casa en otro pueblo, y se puso al cuidado de una serie de personas (hasta 11) a las que encargó a cada una un paso de lo que había preparado. Era su manera de protegerles ante lo que el Código Penal calificaba (y aún lo hace) como cooperación necesaria al suicidio, ya que consideraba que cada una de las 11 tareas por si solas (comprar el cianuro, analizarlo, medirlo, llevárselo, recogerlo, preparar una disolución con él, echarlo en un vaso, ponerle un pajita, acercárselo, recoger la carta de despedida y dejar la cámara grabando) no podría incriminarle. El 11 de enero de 1998, su amiga Ramona Maneiro dejó todo preparado; a la mañana siguiente, amaneció muerto. En la grabación se ve cómo él dice que ha tomado el veneno por propia voluntad y pide que no se culpe a nadie de su muerte, y también la terrible agonía que esa sustancia le produjo. Ese sufrimiento fue su único error. La policía detuvo a Maneiro, pero la tuvo que dejar libre por falta de pruebas. Ella confesaría siete años después, cuando el delito ya había prescrito, su participación en la muerte. Tras la muerte de Sampedro el Constitucional cerró el recurso sin pronunciarse sobre su fondo.
La cuñada del hombre, Manuela Sanlés, llevó el caso al Comité de Derechos Humanos de la ONU, pero en 2004 este organismo, tras reclamar información al Gobierno español, rechazó la reclamación del derecho a una muerte digna al entender que al final Sampedro se había quitado la vida según sus deseos y nadie había sido condenado por ello. Este caso también motivó que el Senado, a instancias del PP, creara en 1998 una comisión para discutir la eutanasia que terminó antes de elaborar sus conclusiones.
La chispa que inició el caso Sampedro
Los actos de Ramón Sampedro, por tanto, estuvieron a punto de adelantar el debate legal sobre la muerte digna, pero al final aquellas iniciativas decayeron sin pronunciarse. Sí que sirvió, en cambio, para diferenciar eutanasia (un profesional sanitario te quita la vida ante tu demanda) del suicidio asistido, lo que en el fondo efectuó el hombre, y del suicidio médicamente asistido, en el que se recibe asesoría de profesionales sanitarios sobre cómo quitarse la vida para que el proceso sea lo menos agresivo posible.
La efervescencia por el caso Sampedro pasó, y trascurrieron ocho años hasta que una situación completamente diferente volvió a plantear el debate sobre el papel del sistema sanitario en las decisiones sobre el final de la vida y el trascurso de una enfermedad. En octubre de 2006 Inmaculada Echevarría pidió que la sedaran o, al menos, le desconectaran el respirador que la mantenía con vida desde hacía 10 años en una cama de un hospital de Granada por una distrofia muscular progresiva. Tenía 51 años y había pasado los últimos 22 en diversos centros sanitarios.
Su caso fue paradójico. Ella no pedía que le dieran nada para matarla. No se trataba de una eutanasia o un suicidio asistido. En teoría, la ley de autonomía del paciente, aprobada con el PP en el poder en 2002, avalaba que una persona mayor de edad en posesión de sus facultadas rechazara un tratamiento médico. Pero el hospital donde estaba la enferma, de titularidad religiosa, se negó. El caso llegó a la Junta andaluza, cuyo comité de bioética se pronunció a favor de la petición de la mujer por considerarla amparada por la ley de 2002, aunque el asunto se había liado tanto que tuvo que pronunciarse un comité consultivo de la Junta y, posteriormente, trasladar a Echevarría a otro hospital, este público, donde murió después de que le retiraran el respirador, en marzo de 2007.
Este caso ha sido el que más impacto práctico tuvo. Aunque se vio que la ley vigente entonces permitía al paciente rechazar un tratamiento aunque con ello perdiera la vida si se le había informado de sus implicaciones, varias comunidades han aprobado leyes para el final de la vida (Andalucía, Asturias, Aragón, Baleares, Canarias, Cataluña, la Comunidad Valenciana, Galicia, Madrid, Murcia y el País Vasco). Estas normas no pueden ir más allá de asegurarse de que el paciente recibe los cuidados paliativos que necesite, pero aclaran dos asuntos que Echevarría puso sobre la mesa: la posibilidad de renunciar a un tratamiento, y la de recibir una sedación terminal, que consiste en suministrar toda la medicación necesaria para controlar los síntomas del paciente en la agonía (dolores, ahogos, delirios) aun a costa de que estos fármacos le acorten la vida. Esta opción se considera una buena práctica médica y en verdad es accesible también en las comunidades que no tienen una ley específica sobre el asunto. Ciudadanos en la anterior legislatura y el PP en esta han contrapuesto la necesidad de una ley nacional de paliativos a la regulación de la eutanasia con la premisa de que si la primera estuviera desarrollada no haría falta la segunda. Pero eso no se ha demostrado, y hay casos como el de Sampedro que muestran que una persona puede estar bien cuidada y acompañada, pero decidir que no quiere seguir adelante. “Se trata de leyes que en el fondo no aportaban nada nuevo, pero sí claridad en lo que se podía hacer”, dice Velasco, que participó en la redacción de la valenciana.
Casi a la vez que discurría el caso de Inmaculada Echevarría, el 12 de enero de 2007, se supo de la muerte mediante suicidio de Madeleine Z. Esta mujer de origen francés y 69 años vivía en Alicante y sufría una enfermedad, la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), que la iba paralizando progresivamente. Antes de depender por completo de otras personas decidió quitarse la vida. “Quiero dejar de no vivir”, afirmó como mayor explicación. Tenía miedo a caerse “y acabar en un hospital”. Hacía tiempo que había conseguido de DMD información sobre qué debía tomar para acabar con su vida, por lo que su caso podría considerarse un suicidio médicamente asesorado, pero no asistido. Guardó las pastillas machacadas un tiempo, hasta que decidió que no quería seguir y se las tomó mezcladas con helado. Si ella no hubiera querido, su caso habría quedado como una muerte de una persona sola en casa. Pero lo hizo acompañada y lo publicitó, y ahí vino el mayor problema: se investigó si los voluntarios de DMD que la acompañaron y la periodista que relató el caso habían incurrido en un delito de denegación de auxilio. No hubo sanciones.
El caso de Pedro Martínez, que murió en diciembre de 2011, también podía haber pasado desapercibido si este turolense de 34 años que vivía en Sevilla hubiera recibido la atención que pedía. Como Madeleine Z. y José Antonio Arrabal, de quien se hablará después, tenía ELA. Inmovilizado prácticamente de cuello para abajo, ya los músculos que le ayudaban a respirar empezaban a paralizarse, le costaba hablar y tragar. Y no quería morir ahogado. Pero Martínez se encontró con un problema inesperado: cuando pidió a los médicos de paliativos que le trataban que le sedaran, estos se negaron. “Dicen que no me estoy muriendo, aunque saben que no voy a vivir mucho. Que esto no es una agonía. Me han llegado a decir que deje de comer y beber unos días, y que así, cuando me deteriore, podrán aplicarme la sedación paliativa; los he echado de casa”, contaba en el bajo donde vivía con su novia, su perro y un continuo desfilar de amigos. El joven encontró una solución: cambió de equipo médico y consiguió que el nuevo sí considerara que su situación debía tratarse mediante una sedación. No hubo investigación ninguna, pero podría haberla habido si algún familiar o alguien cercano a Martínez hubiera denunciado a los sanitarios, admitieron fuentes de la Fiscalía de Sevilla.
Esa situación, la de no tener claro que sus médicos fueran a entender que su sufrimiento ya debía ser tratado mediante una sedación, el miedo a que el dolor se prolongara porque los facultativos no consideraran que había llegado su momento, llevó a José Antonio Arrabal, de 58 años y también con ELA, a quitarse la vida en abril de 2017. Todavía podía moverse con torpeza. Pudo buscar información y comprar la medicación que iba a quitarle la vida. “Lo que me queda es un deterioro hasta acabar siendo un vegetal. Y yo he sido siempre muy independiente”, afirmaba. Arrabal reconoció que podía haber “aguantado más tiempo”. “Pero quiero poder decidir el final. Y la situación actual no me lo garantiza”, decía en referencia a que no había una ley que le permitiera asegurar que se iba a cumplir su voluntad respecto de cuándo y cómo morir. Como Sampedro, lo preparó todo para estar solo delante de una cámara. Que no hubiera dudas de que lo hacía por propia voluntad, y que nadie –desde luego no su familia– le había ayudado. A diferencia del caso del tetrapléjico, los fármacos le permitieron dormirse poco a poco hasta morir. Tardaron un poco más en hacer efecto que lo que tenía previsto, pero él no se enteró de eso.
El último caso mediático y que aún no se ha cerrado es el de la muerte de María José Carrasco en abril de 2019, ayudada por su marido, Ángel Hernández. La mujer, de 61 años, había sido diagnosticada de esclerosis múltiple 30 años antes. Al final no podía moverse, veía poco y le costaba mucho hablar. En todo ese tiempo, había acordado con su marido que si ella no podía hacerlo todo sola, él la ayudaría a morir. Aguantaron los dos por si el proyecto de ley de eutanasia que había entonces en el Congreso salía adelante. No lo hizo. Así que él preparó un vaso con la medicación que habían comprado por Internet y le llevó la pajita a la boca tras preguntarle varias veces si sabía lo que iba a hacer y si quería salir adelante. En el vídeo que difundieron —ella insistió en grabar todo para que se viera que se suicidaba por voluntad propia— se oye claro el sí de la mujer. Esa precaución no les sirvió de nada: él fue detenido, y ahora espera un juicio en un tribunal de violencia de género.
Como se ve, los casos icónicos de la lucha por la eutanasia tienen un aspecto en común: en todos ellos la falta de una legalización impidió que la muerte fuera cuando y como quería el afectado, que tuvo que buscar otros métodos aun a riesgo de que fueran más dolorosos o ineficaces, como los medicamentos comprados por Internet de dudosa calidad. A algunos unos paliativos bien entendidos o más flexibles les hubieran ayudado. Otros los rechazaron (”No quiero dormirme, quiero morirme”, fue el grito de Carrasco). No hay ninguna eutanasia propiamente dicha, como es lógico, ya que de hacerla pública se habría considerado un homicidio. Y todos ellos renunciaron a la privacidad de una muerte para reivindicar para quienes vinieran después el derecho a decidir al final de su vida que ellos no tuvieron. “En todos nuestros actos los recordamos. No tengo duda de que hoy estamos aquí gracias a ello”, concluye Velasco.
FOTO: Ramón Sampedro es conducido por un familiar a la Audiencia Provincial de A Coruña, donde se celebra la vista oral del juicio, en 1996.