23 noviembre 2024

La esposa de Juan cerró la puerta del despacho de su marido y salió a la calle. Dio un paseo, hizo unas compras en el supermercado y regresó a casa.

Cuando abrió la puerta se extrañó de que su marido no acudiera a ayudarle a meter las bolsas de la compra, pues siempre lo hacía. Las dejó a la entrada y fue a abrir la puerta de su despacho. Tras hacerlo, se quedó paralizada con lo que vio y lanzó un grito de dolor. – ¡Dios mío, Juan, que te ha pasado! El cadáver de su marido reposaba en el sillón de su escritorio, con su cabeza inclinada hacia delante y descansando sobre el teclado de su portátil. Un hilillo de sangre le corría desde la comisura de los labios a la barbilla.

Juan era un apasionado de la lectura y escritura. Quería ser novelista. Tras salir su esposa, navegando por Internet, había encontrado una página web que llamó su atención. Se titulaba “realidad y ficción” y le atraía intensamente. Al examinar su contenido, observó algunas teorías interesantes. Una de ellas decía que, en muchas ocasiones, realidad y ficción se confunden y mezclan, formando parte de un mismo universo. Otra, que la vida de cada persona es un cuadro de una novela u obra dramática ideada en la mente de algún autor, representada en el gran escenario del mundo e interpretada por cada uno de nosotros. Una tercera expresaba que la ficción literaria es una metáfora de la realidad. Y una cuarta aludía a la realidad o fantasía de los hechos y personajes con los que soñamos. El final de página contenía un enlace, con un texto de color azulado brillante que decía: “Hacemos realidad sus sueños”. Juan cliqueó en él y fue redirigido a otra página que le invitaba a escribir sus sueños. En el recuadro asignado a tal propósito, describió, con todo lujo de detalles, el sueño que había tenido la noche anterior:

Leía tranquilamente una novela en mi terraza cuando escuché un murmullo en la calle. Me asomé al balcón y vi que pasaba un entierro. El cortejo fúnebre ocupaba toda la vía. Salí de casa para incorporarme a aquella procesión. Pregunté quién era el muerto, pero nadie me supo responder, sólo me indicaban que avanzara al inicio de la comitiva, donde varios hombres portaban el féretro. Así lo hice. Lo miré, y, en seguida, me sentí fuertemente atraído y fascinado por él. De madera de caoba, con sus bordes torneados y moldeados con figuras geométricas, de un color marrón rojizo, y con una bellísima talla de Cristo crucificado sobre su tapa. –Amigo, menuda suerte vas a tener con el estreno de este ataúd, me dijo uno de los acompañantes. Mi sorpresa fue mayúscula, no sólo al escuchar esta frase, sino al comprobar que mis amigos llevaban a hombros el bello ataúd. Les seguía una mujer esbelta y elegante, engalanada con un vestido largo de un color negro brillante. Tenía un rostro agraciado, pero pálido, blanquecino y macilento. Me dirigí al féretro, dispuesto a llevarlo entre mis hombros, pero al llegar a su altura, no pude seguir. Una fuerza misteriosa, como un potente imán, me empujaba a su interior, de modo que seguí tras él hasta llegar a la Iglesia. No cabía un alfiler en el templo. El pueblo entero había querido dar su último adiós al finado.

Comenzó el funeral oficiado por el cura, que se dirigió a los presentes, diciendo: nos hemos reunido aquí para dar digna sepultura al cuerpo de nuestro hermano Juan. Quedé sobrecogido al comprobar que el nombre de aquel desafortunado coincidía con el mío, pero quise creer que sólo era una fatal coincidencia. Durante la ceremonia todos los feligreses mantuvieron sus miradas clavadas en mí. Terminada ésta, mis amigos cogieron el féretro, lo levantaron y lo pusieron sobre sus hombros, para llevarlo así al cementerio. Los vecinos que quisieron se incorporaron al séquito. Yo también lo hice. Al entrar al camposanto, noté que un escalofrío me recorría todo el cuerpo. El ataúd y su corte de acompañantes se dirigían al mausoleo que mi familia tiene en el cementerio. Sentí que el miedo me paralizaba. Uno de mis amigos me tranquilizó, diciéndome: -No te preocupes amigo, no hay que tener aprensión a la muerte, ésta es tan natural como la vida, y cuando llega, no respeta a nadie, ni siquiera a ti.

Cuando escuché aquellas palabras, comprendí que todas las piezas encajaban en el puzle que me había preparado la dama de negro, y que ya estaba a punto de resolverse. Por ello, no me sorprendí cuando, dándome un fuerte abrazo, me metió junto a ella en el féretro que mis amigos colocaban en la sepultura. En mi lápida se grabó un epitafio que decía: “Aquí yace Juan, el hombre que asistió a su propio entierro”

Juan acabó de transcribir su extraño sueño y, tras cliquear en el botón “enviar”, un fulminante ataque al corazón acabó con su vida.