Las empleadas del hogar de Melchor Almagro
El señorito Melchor, hijo de la ‘señá Pilar’, tuvo en su casa doncellas, mayordomo, criados, cochero y cuerpo de casa: limpiadoras, costureras, mozos de cuadra y hasta un bombeador de agua.
Con nombre y apellido cita a Trinidad Roldán, la primera doncella de su madre que acabó de monja en el convento de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza; convento buscado por estar dedicado a la advocación del nombre de la ‘señá Pilar’. Cita igualmente a uno de sus cocheros, Juanillo el Mellao, no precisamente el más honrado pues parece que fue despedido porque a los veinte duros que ganaba sumaba el criado lo que sisaba de la paja de los caballos; se descubrió el «robo» porque las bestias se estaban quedando en los huesos.
Otro de los empleados del abundante servicio era El tío de la bomba. Lo describe Melchor como «viejecito desharrapado con un enorme sombrero hongo de color café claro siempre encasquetado». Su misión era darle al manubrio de la bomba «con su cansado brazo», dice, para surtir de agua los depósitos. Como sueldo le daban «dos reales diarios, un plato de cocido, un cacho de hogaza y un vaso de vino». Así lo cuenta el propio señorito Melchor y se queda tan tranquilo. Claro. De esto hace un siglo.
Cuando los niños eran de pecho aparecían en la casa las «amas de cría» traídas de Galicia y Santander, mozas jóvenes dotadas de buena leche, venidas del Valle del Pas y vestidas de pasiegas, con sus basquiñas rojas de paño, delantales de encaje y pañuelo de colorines; estas eran tratadas «a cuerpo de rey». Claro; hay que mirar por los hijos… de uno.
Otra empleada era Filomena, «gorda y rabiosa», encargada de los víveres de la despensa y, aunque siempre iba acompañada de la ‘señá Pilar’, Filomena engordaba cada vez más. Allí se colgaban los jamones de Trevélez, melones, uvas… Tinajas de aceite, quesos fabricados en sus propios cortijos; ristras de longanizas y chorizos; vasares repletos de manzanas y peros de Pascua; herpiles de nueces, castañas, bellotas, avellanas y almendras; orzas de aceitunas aliñadas; toneles de vino y hasta champaña de Reims. Una despensa… para los señores. Los demás… dispensan.
En 1910 Melchor Almagro, bien criado y bien atendido, fue alumno de los Escolapios y brillante estudiante de Derecho. Se trasladó con su familia a Madrid codeándose allí con miembros de la alta burguesía acorde con su alto estatus aristocrático. Aprobó con el nº1 las oposiciones al Cuerpo Diplomático; fue enviado a París, Viena, Bucarest, Bogotá y hasta a San Petersburgo. Él mismo nos cuenta cómo eran «los criados de entonces» en la obra que tituló Teatro del Mundo; una interesante crónica de lo que hoy serían las empleadas y empleados de hogar.
Sin embargo, en el cementerio sacramental de San Justo de Madrid, «en una tumba abandonada a los estragos del tiempo, y en un nicho que no tiene siquiera una lápida con su nombre», yacen los restos del que fuera diplomático, brillante escritor y hábil periodista Melchor Almagro San Martín muerto en 1947. Así lo leemos en el estudio que la doctora Correa Ramón hace de este granadino rodeado en su infancia de gloria bendita, en una casa de muchos criados, de nutrida despensa y de pocos escrúpulos. Esto es contado hoy, lo que había ayer; y esperemos que no mañana.