De Alepo a Suecia: el sueño de los Khala
Shadi Khalaf y su mujer salieron de Siria a finales de agosto y llegaron a un pueblo sueco de 600 vecinos casi tres semanas después. Así cruzaron Europa con un bebé y un niño de cuatro años.
La bandeja es demasiado grande y la mesa es demasiado pequeña pero aquí siempre comen todos juntos. En la estrecha cocina los utensilios básicos y los muebles de madera antigua contrastan con la nevera blanca recién estrenada. La casa enseguida se inunda con el olor de las especias con las que Hala ha adobado el pollo y Mervat ha preparado el arroz.
Shadi sirve la comida al huésped, Mariam da de comer a la pequeña Hala y Aiwa hace lo mismo con Malik, al que pone caritas su hermano Ghassan. Mientras, Ahmed saborea los higadillos que quedaron del festín que prepararon el día anterior. Era una ocasión especial: Malik había empezado a andar.
“Mi primo Ahmed ha logrado que Malik se soltara y en nuestra tradición hay que preparar una buena comida en su honor”, explica Shadi mientras mira orgulloso a su retoño que aún se tambalea al dar los primeros pasos. Cumplió un año dos días después de que todos decidieran dejar Alepo para emprender su viaje hacia Europa. Era el 26 agosto. Tres meses, 10 países y 4.000 kilómetros después, han empezado a sentar los cimientos de su nueva vida en un pueblo sueco de 600 vecinos a 290 kilómetros al noroeste de Estocolmo: Fredriksberg.
Una nueva casa
“Cuando llegamos no había luz, era medianoche, no había ni farolas encendidas, todo era silencio. Nos asustamos. No queríamos bajar del bus. Nos plantamos pidiendo que nos llevaran a una ciudad más grande. Estuvimos en el bus de medianoche hasta las 11 de la mañana”, recuerda Shadi.
Llegaron aquí el 19 de septiembre. Ahora Shadi se ríe al recordarlo pero entonces quedarse aquí le parecía imposible. “Al final nos dijeron que, antes de decir que no, al menos fuéramos a mirar lo que había. Accedimos y la verdad es que cuando entramos en la casa y vimos que estaba bien decidimos quedarnos”.
La vivienda tiene dos habitaciones y alberga a nueve personas. Mohammad Shadi Khalaf (41 años), su mujer Mervat (31 años) y sus hijos (Ghassan de 4 años y Malik de 15 meses) duermen en uno de los cuartos. Su primo Ahmed (28), su mujer Maram (25) y su niña Hala (cinco) comparten el otro con Hala (38), la hermana de Ahmed, y con su hija Aiwa.
Las paredes están cubiertas de papel pintado de flores de un estilo algo anticuado. Pero todo está muy limpio y el baño está reformado. “Somos muchos aquí», explica Shadi. «Me han dicho que igual en un par de semanas me dan un estudio sólo para mi familia en el mismo bloque y para nosotros cuatro con una habitación está bien”.
En Alepo, Shadi había comprado una casa de 210 metros cuadrados con un pequeño jardín. “El problema es que estaba al lado de un cuartel militar. Cada día llamo a mi tío para saber si aún sigue en pie y de momento parece que sí”.
La vida en el pueblo
La casa en la que residen ahora se encuentra al tercer piso de un bloque de viviendas pintado de morado, en una explanada donde hay construcciones similares. Al otro lado de la carretera, están las tradicionales casonas de madera que dominan el paisaje de los pueblos como Fredriksberg, desperdigadas entre bosques de robles, hayas y abedules. Por sus calles caminan refugiados del Cuerno de África y de Oriente Medio y se distingue a los recién llegados por las capas de ropa que llevan puestas.
Ellos habitan ahora los edificios de hormigón levantados desde los años 50 para los obreros de las fábricas de esta región. “Luego todo se automatizó y la gente se fue”, explica Renate Pettersson mientras dobla camisetas y pantalones en una sala que el ayuntamiento ha cedido para que un grupo de voluntarios como ella monten allí un mercadillo de ropa usada para los refugiados. Las piezas cuestan hasta 30 coronas: unos 3,20 euros. Hay forros polares, botas, pantalones para la nieve y ropa de esquí. De una percha cuelgan guantes para bebés.
“Con lo que recaudamos organizamos actividades deportivas para los refugiados como hockey y baloncesto y cursos de ganchillo y de sueco. También queremos abrir una cafetería para que la gente del pueblo se reúna con los recién llegados. Así los que están en contra de esta gente irán cambiando de idea”, cuenta esta enfermera de 55 años cuyo aspecto responde al estereotipo de la mujer sueca, alta, rubia y con ojos claros.
«No tengo un nombre sueco», puntualiza. «Mi madre es alemana. Llegó aquí en 1952 como refugiada de la II Guerra Mundial y aquí conoció a mi padre. Ella tiene ahora 86 años y también viene a ayudar”.
La llegada a Europa
La familia de Shadi pisó Europa por primera vez el 1 de septiembre. Llegaron en una lancha salida de Turquía hasta una playa de Molyvos, en la costa norte de la isla griega de Lesbos. Cada adulto pagó por el viaje 1.300 dólares: unos 1.220 euros al cambio actual. Por cada niño abonaron unos 845 euros.
Al llegar, empezaron a caminar hacia Mitilene, la capital de la isla. A mediodía habían llegado a Petra y sólo habían recorrido cinco de los 70 kilómetros que les faltaban para llegar. Allí fue donde les conocí. Shadi tenía la camiseta empapaba de sudor y cogía de la mano a Ghassan mientras Mervat, su mujer, que lleva siempre velo y camisetas de manga larga, tenía en sus brazos al pequeño Malik.
Su preocupación era entonces reunirse con el resto de sus familiares, con quienes habían emprendido el viaje y a quienes habían perdido de vista durante el desembarco. Durante las siguientes dos semanas y cada dos o tres días, Shadi me informaba de su paradero por WhatsApp. Sentado a la luz de una vela perfumada que Mervat ha puesto sobre la mesa, Shadi repasa ahora cada etapa como reviviendo una película con final feliz.
“Esperamos en Petra hasta las 9 de la noche», explica sobre el día en que nos conocimos. «Luego llegó un señor que nos ofreció ir en dos coches por 50 euros cada uno. Conducía fuera de la carretera, en medio del bosque y tuvimos miedo. Decía que si no la policía nos detendría. Nos dejó a 10 kilómetros de Mitilene. Luego allí llegaron otros y nos pidieron otros 5 euros por cabeza por llevarnos al puerto. Allí dormimos dos noches al raso porque sin el salvoconducto de las autoridades griegas no nos dejaban contratar una habitación de hotel. Dormimos en el suelo con lo poco que nos quedaba de ropa como colchón”.
El tercer día recogieron el papel y durmieron en un hotel en Mitilene por 85 euros por noche: «Allí nos quedamos tres días esperando el ferry para Atenas por el que tuvimos que pagar 65 euros por persona. Después de unas ocho horas, llegamos al Pireo y de allí a Atenas, donde fuimos a la plaza de Omonia”.
Hace años la plaza era el centro comercial de Atenas. Pero la crisis la ha convertido en un lugar inhóspito donde abundan el narcotráfico y la prostitución. Es también el lugar donde los traficantes se ofrecen a gestionar el resto del viaje de los refugiados. “Nos quedamos allí en el peor hotel que he visto en mi vida», recuerda Shadi. «Pero necesitábamos darnos una ducha”.
El refugiado sirio para el relato y llama a su primo, que sale de la cocina y vuelve segundos después con un estuche de tela azul. Lo abre y saca decenas de billetes de trenes, de autobuses, tickets y facturas.
Son algunos de los resguardos que dan fe del recorrido de la familia por Europa. “Éste es el tren a Serbia, éste el ferry…”. Junto a los billetes, Shadi guarda en una pequeña funda de plástico amarilla con un caballito rojo, símbolo de Dalarna, la región en la que se encuentra Fredriksberg, una tarjeta bancaria y una especie de DNI.
“Aquí están todos mis datos”, dice. Luego invita a leer la letra pequeña, que dice que no se trata de un documento de identidad. “De momento mi pasaporte lo tienen en inmigración para procesar mi solicitud de asilo”.
En la tarjeta el Gobierno sueco ingresa la ayuda que reciben Shadi, su mujer y sus dos niños. Al haber pedido asilo, tienen derecho a recibir 61 coronas suecas al día por adulto, 45 por el niño mayor y 38 por el niño pequeño. En total 205 coronas suecas: unos 22 euros al día para los cuatro. “Compramos muchas prendas de ropa de segunda mano», explica. «pero ayer tuve que comprar unos zapatos nuevos para mí porque no había usados y me gasté 75 euros. Era todo lo que habíamos ahorrado”.
Para comprar ropa de invierno les dan 1.071 coronas por adulto y 924 para los niños en un pago único: en total unos 430 euros al cambio actual. “El resto nos alcanza justo para comer”, dice Shadi. En su familia se las han ingeniado para ahorrar algo de dinero. Desayunan bien y luego aguantan hasta las cinco de tarde, cuando Aiwa regresa del instituto, y hacen una comida-cena. Por la noche toman leche con cereales.
De Grecia a los Balcanes
En Atenas la familia de Shadi cogió un bus hacia Salónica y luego otro hasta la frontera con Macedonia. “Allí nos acompañó la policía hasta la frontera. Sólo tuvimos que andar unos 500 metros», explica. «Luego nos recibió la policía macedonia y nos llevó a un campo de acogida durante cuatro horas”.
Eran los días en los que la atención de los medios de todo el mundo se centró en la ruta de los refugiados por los Balcanes y en algunas de las fronteras que hasta entonces eran hostiles las cosas empezaron a cambiar. “Tuvimos mucha mucha suerte porque a partir del día en que nosotros llegamos la policía macedonia empezó a tratar mejor a la gente”.
Un tren les llevó hasta la frontera con Serbia. Pagaron 10 euros por cada billete: “Allí también nos estaban esperando los policías, las ONG y la Media Luna Roja… Nos dieron comida y tratamientos médicos de emergencia. Subieron a las mujeres y a los niños a autobuses hasta otro campo y los hombres caminamos durante cinco kilómetros. Luego nos preguntaron si queríamos registrarnos pero tampoco nos presionaron mucho”.
El miedo a Hungría
Desde la frontera salieron en unos coches juntos hacia Belgrado. “Allí estuvimos una noche en hotel. Era un hotel muy caro pero también el único que nos aceptaba. Nos costó 100 euros por noche. Al día siguiente fuimos a la estación y cogimos un autobús hasta la frontera con Hungría. Teníamos mucho mucho miedo. Habíamos leído y oído muchas cosas sobre lo que pasaba allí”.
Ghassan interrumpe el relato de su padre, se acerca y le abraza. Shadi le besa en la frente y continúa hablando: “Alcanzamos la frontera a medianoche. Allí tuvimos una gran sorpresa. Llegamos 2.000 personas a la vez. Caminamos durante 45 minutos y nadie nos paró. Una patrulla hizo la vista gorda. Así llegamos a una autovía y se pararon dos coches. Pagamos 500 euros y esos coches nos llevaron a Budapest”.
Cuenta Shadi que se guiaban por el GPS del móvil de un amigo que tenía conexión. “Llovía mucho aquella noche. Cuando entramos en la estación de tren de Budapest, nos esperaban muchos voluntarios y varias ONG. Nos trataron como ángeles. Nos dieron comida y asistencia médica. Había tanta comida que por primera vez en muchos días pudimos elegir.
Dormimos allí en la estación porque nos dijeron que era mejor y que fuera la policía nos perseguiría”.
Mervat acaba de preparar un té. Ahora es ella quien interrumpe el relato para ofrecer un bizcocho casero que ha elaborado esta mañana. Es dulce y sabe a canela.
En Alemania
“En Budapest nos subimos a un tren que nos dejaba cerca de la frontera con Austria», dice Shadi. «No recuerdo el nombre de la ciudad. Sólo recuerdo que caminamos una hora hasta llegar a la frontera, pero venían muchos ciudadanos en el camino para darnos agua y comida. Cuando llegamos a Austria, había gente que nos esperaba con carteles y nos decía: ‘Bienvenidos, ahora estáis a salvo. Estáis en Europa occidental’. Y entonces yo lloré, lloré mucho”.
En la frontera alquilaron un minibus por 450 euros: iban 12 adultos y cuatro niños. “Llegamos a la estación de tren de Viena y allí compramos una tarjeta del teléfono para avisar a todo el mundo de que estábamos bien. Por primera vez, nos compramos comida. A mí me encanta la comida china y comí chino y mi mujer, hamburguesas: estábamos en un país occidental”, recuerda Shadi entre risas.
La siguiente etapa era Alemania pero allí no todo fue tan bien. “Cogimos un tren pero entre Salzburgo y la frontera nos pararon y nos hicieron bajar en una especie de aparcamiento que habían acondicionado con mantas y tiendas. A las 6 de la mañana volvimos a salir hacia Múnich, pero allí nos pararon otra vez. No nos permitieron bajar y nos llevaron hasta la penúltima estación que habíamos cruzado antes de llegar a la ciudad. Allí nos llevaron a una especie de campo que se parecía una cárcel porque había vallas y rejas. Nos daban comida y asistencia médica pero no nos decían nada de lo que pasaría después”.
Hasta allí fue a verles el hermano de Maram, la esposa del primo de Shadi con el que ahora comparte piso en Fredriksberg. “Él vive en Suiza y no se veían desde hacia cinco años. El supervisor del campo asistió a la escena del reencuentro y pidió a la policía que nos dejara salir. El hermano de Maram se haría cargo de nosotros y nos llevaría a Suiza”.
Los agentes se negaron pero poco después el supervisor les dejó salir a hurtadillas.
“Subimos a tres coches, llegamos a Múnich y allí decidimos seguir hacia Suecia. Sabíamos que por carretera hacia Malmö, pasando por Dinamarca, iba a ser complicado. Así que optamos por ir a Kiel [al norte de Alemania] y de allí en ferry hasta Gotemburgo”.
Ocurrió el 14 de septiembre: Shadi y su familia habían llegado a Suecia.
Suecia, última parada
El hermano de Shadi había llegado a Gotemburgo dos meses antes. Es ingeniero informático. “Tenemos también una hermana que vive en Dubái. Su marido es piloto de Aeroflot. Es sirio pero también tiene la nacionalidad rusa”, explica Shadi. ¿Por qué no ir a Dubái entonces? “Porque allí no hay futuro para nosotros, nos tratan como ciudadanos de segunda. No nos quieren allí”.
En Dubái Shadi y su familia pasaron un tiempo cuando eran pequeños. Allí estudió en el colegio americano. Su padre era abogado pero había montado una tienda de productos textiles y muebles. «Murió hace dos años. Pero de muerte natural», dice Shadi.
Al llegar a Gotemburgo, los funcionarios de inmigración les dieron de comer y les entregaron una tarjeta de teléfono sueca. Luego les trasladaron a otra ciudad cercana, Marstrand. “Estuvimos allí dos días», recuerda Shadi. «Nos tomaron las huellas dactilares y nos registraron. Al tercer día organizaron nuestro traslado y así acabamos aquí en Fredriksberg”.
“La gente aquí es muy amable, muy respetuosa», dice Shadi después de intercambiar un hej hej [hola] con un anciano vecino que pasea a su perro. “Lo he hablado con mi mujer y si nos dan la residencia preferimos quedarnos aquí. Mi primo quiere irse a una ciudad más grande y mi prima también porque a su hija, que ya tiene 18 años, se le hace muy duro recorrer muchos kilómetros para ir a clase. Yo quiero quedarme y que mis niños se críen aquí donde les puedo educar y controlar mejor. Sin malas influencias. ¿Viste que en París uno solo arruinó a toda una comunidad?”.
El eco de los atentados
Los atentados del 13 de noviembre en París han roto la tranquilidad que estas familias empezaban a recuperar después de su travesía. También ha puesto en alerta a Suecia, que por primera vez en su historia ha elevado la alerta por ataques terroristas al nivel cuatro en una escala de cinco.
Lo que ha ocurrido en la capital francesa es lo primero que Shadi comenta después de nuestro reencuentro. “Tenemos miedo a que nos afecte y nos afectará», explica. «Me da pánico que la gente aquí, que hasta ahora nos ha acogido muy bien, empiece a rechazarnos”.
Los temores de Shadi tienen un cierto fundamento. Las encuestas indican que la mayoría de los suecos sigue apoyando la acogida de refugiados. Pero empieza a aumentar la popularidad de los ultras del partido Demócratas de Suecia. Si las elecciones se celebraran ahora, obtendrían el 20% de los votos.
El nombre del partido llegó hace unos días hasta las playas de Lesbos donde desembarcó Shadi con su familia. Allí la formación repartió octavillas con el título No Money, No Jobs, No House [Nada de dinero, nada de trabajo y nada de casa]. El objetivo era disuadir a los refugiados en sus intenciones de alcanzar el país nórdico.
El auge de la ultraderecha no es el único signo inquietante. En los últimos meses se han registrado ataques incendiarios contra los centros de acogida donde viven los refugiados. El 22 de octubre un hombre armado de una espada entró en una escuela de Trollhattan, una ciudad industrial en el oeste del país, y mató a un profesor y a un estudiante somalí que llevaba tres años en Suecia. Las autoridades clasificaron el suceso como un crimen racial porque el asesino seleccionó a sus objetivos por el color de la piel.
El ministro de Interior, Anders Ygeman, dijo entonces que la llegada de un número récord de refugiados estaba alimentado el racismo en una pequeña parte de la sociedad. “Tenemos que hacernos muchas preguntas sobre cómo la sociedad se está desarrollando y tenemos que movilizar las fuerzas del bien contra esta violencia racista”, afirmó. Ygeman también defendió la política de acogida de un país que ha recibido el mayor número de refugiados per cápita en Europa. Las estimaciones indican que al final del año unos 190.000 refugiados como Shadi habrán llegado hasta aquí.
La crisis del sistema
Esa cifra récord está poniendo en apuros el sistema de acogida del país. En la información publicada en la página web de la Oficina de Inmigración de Suecia se informa de la escasez de alojamientos para los recién llegados. Ante esta carencia se han ido acondicionando espacios con tiendas de campaña.
Esa solución aquí se considera extrema. Hasta ahora el objetivo era que los refugiados tuvieran un techo desde el primer día. Sólo se recurrió a tiendas de campaña en otra ocasión: en los años 90 durante las guerras de los Balcanes.
Mientras, el Gobierno de centro izquierda y la oposición de centro derecha han llegado a un acuerdo para introducir un permiso de residencia de tres años para los refugiados adultos que llegan a Suecia sin niños a su cargo en lugar del permiso permanente que se concedía hasta ahora.
“Lo que ocurre es que hay gente que piensa que ha llegado el momento de cortar un poco, creen que no podemos acoger a más gente”, comenta Johan, el empleado de la única tienda de alimentación de Sunnansjo, un pueblo a media hora en coche de Fredriksberg al que Shadi y su familia acuden para las revisiones médicas.
“Desde hace dos años hay refugiados aquí y nunca hemos tenido problemas. A veces alguna riña entre ellos pero nada más. En general la gente no cree que sea un problema pero para algunos sí lo es”, explica Johan, que sale a la calle en manga corta y lleva el pelo rubio grisáceo recogido en una delgada coleta y unas gafas redondas de metal.
Fuera empieza a caer una nieve fina que se deposita despacio sobre los tejados de las casonas de madera pintadas de rojo. Una ligera capa blanca cubre la carretera. Es el comienzo del invierno. En una semana la temperatura empezará a bajar aún más hasta llegar incluso a los 30 bajo cero. En esta época amanece a las ocho y media y anochece siete horas después.
Huir de Alepo
Shadi tomó la decisión de dejar Alepo hace tres años pero esperó a tener el dinero necesario para emprender el camino. Parte de ese dinero lo ahorró y parte lo pidió prestado. “Reunimos 8.730 euros y cuando llegamos aquí sólo me quedaban 30”.
Salieron de la ciudad por la mañana para llegar pronto a Tartús, la ciudad en la costa en la que se encuentra la base naval rusa en el Mediterráneo. “De allí a Trípoli, en el Líbano, donde cogimos un ferry hacia Mersin, donde nos quedamos una semana en casa de un primo. Luego seguimos hacia Esmirna y esperamos dos noches para contactar con los traficantes y llegar a Grecia”.
Antes de que empezara la guerra, Shadi trabajaba en una empresa de mensajería como administrativo. “Ganaba el equivalente de 1.100 euros», explica. «Era un sueldo muy bueno en aquella época. Pero luego todo se encareció y luego empezó a faltar de todo. Durante semanas no tuvimos ni agua ni luz”.
Shadi dice que al principio apoyaba a Bachar Asad al 100% y ahora al 50%: “Antes nosotros éramos un país rico pero se han cometido muchos errores”. Aun así cree que Asad es el único que puede gestionar el país en esta situación. “Entre los rebeldes hay muchos grupos y ningún líder», dice. «Por eso es mejor que Asad se quede por ahora. No mucho tiempo pero por ahora sí”.
Este sirio que ha cruzado Europa para huir de la guerra cree que el adiós de Asad propiciaría la división de Siria en tres partes y su transformación en algo parecido a Libia. También insiste en que antes del conflicto ni siquiera sabía quién pertenecía a qué grupo o religión.
“Para mí no había en Siria alauíes, chiíes, suníes o yazidíes», dice. «Mi mejor amigo que aún vive en Alepo es cristiano. Mis vecinos eran yazidíes, les conozco desde que era un niño y me enteré de esto hace dos años. He ido a las bodas de mis amigos en la iglesia. Mi vecina era cristiana pero en Ramadán se ponía velo y no comía delante de nosotros por respeto”.
Para definir la guerra que asola Siria utiliza una frase muy sencilla: “Unos bombardean a otros pero las bombas siempre caen sobre los civiles”.
Shadi recuerda cuando en Alepo se podía comprar de todo. “Había Carrefour, Zara, H&M y cuatro años después llegamos a un punto en el que no encontrábamos ni tomates”.
Mientras hace de anfitrión en las calles de su nuevo pueblo, se para un momento. “Adoro este olor”, exclama al pasar al lado de un pequeño restaurante que vende kebab. En Fredriksberg el olor de las tradicionales galletas suecas de canela y jengibre que llena las tiendas se mezcla ya con el de las especias orientales.
–¿No han probado la comida sueca?
–No mucho. Poco a poco– dice Shadi.– Por ahora tenemos muy fresco el recuerdo de Siria y seguimos con nuestras costumbres. No quiero forzar a mis hijos y al resto de la familia. Quiero que se acostumbren poco a poco. Todo se andará.