Y llegó el catorce de marzo, y se cernió sobre el mundo un manto de desconcierto, de angustia y de un luto tan amargo que reventaba de dolor los pechos y asfixiaba las gargantas en llanto. Fue entonces cuando la luz se apagó con la misma brutalidad con la que se cercena una flor, precisamente las rosas más exquisitas de un jardín que, con la pureza de su blancor, alumbraban la existencia de cientos de miles de personas. Esas rosas se llamaban mamá, papá, abuelo o abuela, hermano, hijo… y eran esenciales en cada hogar. Más de ochenta mil, que se fueron de golpe, día a día, tronchadas en su esplendor, dejando un vacío inmenso, un universo de lágrimas que es océano sin final concentrado en las pupilas de quienes buscábamos respuesta al sinsentido de un virus semejante a las epidemias que antaño asolaron Europa, Asia o América. Era todo inexplicable para nosotros que nos sentíamos invencibles y, de pronto, vimos que éramos agua en cestillo de mimbre.

En resumen, que estábamos ante algo que nadie comprendía bien, pero que el gobierno tenía la obligación de frenar a cualquier precio porque tanta muerte, tanta desesperación, era inasumible. Eso exactamente es lo que sucedió en marzo de 2014, cuando el Congreso de los Diputados de España declaró el estado de alarma. “La realidad, sí, la realidad,/ ese relámpago de lo invisible/ que revela en nosotros la soledad de Dios”, que escribiera la poeta argentina Olga Orozco homenajeando a Cernuda. Una realidad que hoy no entienden seis de los once jueces del Tribunal Constitucional que, ahora, han creado un problema al Estado con mayúsculas porque afirman que se restringieron los derechos de libertad de reunión y de circulación a la ciudadanía entre marzo y junio. Imagino que se refieren al derecho a morir aislados en un hospital, o en una UCI entubados mientras los sanitarios se dejaban el alma. A ser mantenidos luego en congeladores, como el del Palacio del Hielo de Madrid, para que sus seres queridos los buscasen en un mar de ataúdes infinito cuando las circunstancias sanitarias lo permitieran. Si es que no habían sido incinerados previamente, claro, y entregados a sus familiares en una urna tres meses después. Sin funeral, sin un beso postrero. Sin nada.

Exactamente eso es lo que han rubricado estos magistrados a posteriori, retorciendo la Constitución (artículo, 16, dicen), evidenciando que, a veces, tribunales, leyes y justicia son tres cosas distintas y distantes cuando la ideología se mete por medio. Es la constatación de un fracaso más, de que ni siquiera honramos a nuestros muertos con dignidad, habiendo tratado de proteger, dentro de lo que era posible, la vida. Algunos tuvimos la esperanza de salir de la pandemia más sabios, más unidos en nuestra fragilidad, más humanizados por nuestro sufrimiento compartido, pero es evidente que no. Que no hemos aprendido nada como sociedad, que la polarización nos ha podido a pesar de que, en aquel momento, el parlamento votara unánimemente porque no quedaba otra para salvarnos, incluso del egoísmo de nosotros mismos. Esa es la verdad resumida para personas normales. “La realidad, sí, la realidad:/un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo” ha propiciado que, aunque sea con mascarilla, hoy muchos sigamos aún respirando mientras nuestros muertos observan tanta indignante torpeza desde más allá de las estrellas.

foto: Los 6 magistrados del TC que han declarado inconstitucional el estado de alarma. EP

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