23 noviembre 2024

“Ser o no ser, esa es la cuestión”, afirmaba en su soliloquio Hamlet, príncipe de Dinamarca, y eso mismo ha pensado Carles Puigdemont.

Ahora que todos los focos están puestos en esa posible mesa de negociación que los antaño republicanos y actuales botiflers del Govern han establecido con el gobierno, él ha dejado ya de ser la reina madre en el exilio. Lo cual que, evidentemente, había que volver a llamar la atención porque la vida es muy aburrida en Waterloo desde que Napoleón perdió allí la última guerra contra Wellington y lo enviaron a morirse un rato cada tarde a Santa Elena.  El arsénico, claro, parece que ayudó lo justo para que los líderes europeos decimonónicos mandaran al otro barrio al megalómano y perseverante francés, antes de que les montara otro enredo. Lo que une al catalán fugitivo y al Ogro de Ajaccio es esa perpetua necesidad de foco, de ser el epicentro de todas las miradas, de creer que no hay futuro sin ellos.

De ahí que la detención en Cerdeña el viernes del antiguo líder del procès (con permiso de Junqueras, que sí asumió las consecuencias de sus actos y no hizo mutis por el foro), aparte de hacer un flaco favor a la mesa negociadora, le devuelve un protagonismo que no merece, dado que don Carles ya no representa a casi nadie. Ni siquiera a los de Junts per Catalunya. Acaso ni a sí mismo, desdibujado en una fuga que es tan peripatética como vergonzante. Es decir, que el vencido President era una chirigota andante y errabunda, como el fantasma que era el padre de Hamlet exigiendo venganza, una vez que Pere Aragonès lo había ido difuminando con esa mínima sensatez que implica asumir que la realidad es santa. De ahí que necesitara un golpe de efecto, una cosa con mucho humo y parafernalia, como de chistera de mago antañón en blanco y negro, para tratar de recobrar una mínima relevancia. Para volver a ser, siquiera un instante, actor secundario de la tragicomedia que habita desde su muerte política. Porque la gente, el personal político, toma un apego a los medios (esa erótica del poder de la que hablaba Kissinger en sus memorias) de la que les resulta imposible escapar. No queda otra que huir hacia adelante, creerse esa literaturización vital donde se percibe a sí mismo como el hereu de Tarradellas. Y ahora ha logrado una victoria; pírrica, pero victoria al fin y al cabo, para seguir respirando otra temporada mientras los jueces (también hay un vedetismo apabullante en el gremio) deshojan la margarita. Lo que pasa es que ya nunca podrá ser un mártir, descubiertas las incoherencias invariables de su historia. Lo cual que aquí andamos nosotros, viéndolo intentar hacerse un hueco en el escenario, decir unas líneas sin saber que el final es el evidente: quedar eclipsado progresivamente, sin darse siquiera cuenta. En su locura, Hamlet veía a su padre muerto por todas partes. En la suya, Puigdemont va a acabar vestido de Napoleón, con bicornio incluido, creyéndose que puede ganar su guerra particular dentro de la Europa cosmopolita. El final de ambos ya se sabe, salvo para el personaje que es el último siempre en enterarse. Por eso, que siga esta ópera bufa que nos venden como un drama, sin percatarse de que conocemos el final. Ustedes disimulen.

foto: https://www.diariovasco.com/politica/carles-puigdemont-detenido-cerdena-20210923225626-ntrc.html