Salgo de la ducha, me observo en el espejo y dudo si afeitarme o dejarlo para mañana. Lo dejo para mañana.

 
Vuelvo al dormitorio y me pregunto si cambio las sábanas hoy o lo dejo para mañana.
 
Lo dejo también para mañana.
 
Desayuno y acumulo un plato y una taza en el fregadero, donde se encontraban ya los cacharros de la cena de la noche anterior. ¿Los friego hoy o mañana?
Mañana, me prometo.
 
Decididos estos asuntos de carácter doméstico, estoy listo para hacer frente a la jornada. ¿Le hago frente hoy o mañana? El problema es que mañana, tarde o temprano, volverá a ser hoy. El martes se volverá miércoles en un abrir y cerrar de ojos. Me asombra esta noria perpetua en la que vivimos desde el principio de los tiempos, de mis tiempos al menos.
 
Este otoño he de tomar decisiones extraordinarias como la de acudir al oftalmólogo por culpa de unas moscas volantes que se agitan en la periferia de mi visión. La conciencia de tener dos ojos para toda la vida me estremece. Dos ojos incapaces de verse a sí mismos, pero que ven incluso lo que no existe, como las moscas volantes. He aquí una ruptura interesante con la rutina, con la noria.
 
El oftalmólogo me da hora para dentro de quince días. Se lo digo a las moscas volantes: -Os quedan dos semanas.
 
Al caer la noche voy a la cocina y me como de pie un melocotón. Me lo como de pie y con prisa por pura ansiedad, no porque me espere ninguna tarea urgente. La ansiedad me mata. Entonces reparo en la pila llena de cacharros sucios y me pongo a limpiarlos. Al alcanzar con el scotch brite las profundidades de una cacerola de acero y ver surgir la espuma producida por el Fairy, me llaga gratuitamente una oleada de paz. Después de esa primera oleada, se precipita sobre mi ánimo una segunda y luego una tercera. Friego el resto de la vajilla en estado zen. Al acabar, me siento renovado. Entonces me acerco al dormitorio, cambio las sábanas despacio y me acuesto. Buenas noches, amigos y enemigos.
 
J.J.Millás
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