3 diciembre 2024

Cuando un problema es grave conviene mirarlo cara a cara, fijarse en sus ojos, en su modo de estar ausente cuando se acerca, o presente después de haberse ido; en la manera de guardar silencios o discursear.

El pelo, la boca, el estilo de los problemas siempre apuntan detalles en los que resulta útil fijarse.

Si se trata de una palabra, la mejor forma de mirarla a la cara es buscar en el Diccionario de la Lengua. Se llega así a una visión fría, alejada de la historia personal o las implicaciones sentimentales. La discapacidad, según el diccionario, es la falta o limitación de alguna facultad física o mental que imposibilita o dificulta el desarrollo normal de la actividad de una persona.

De alguna manera, todas las personas tenemos limitaciones. Del mismo modo que ciertas virtudes o habilidades pueden sobresalir de la norma, también es frecuente que pesen en las existencias cortapisas o barreras. El valor, el miedo, la ingenuidad, la desconfianza, la inteligencia, la torpeza, la generosidad, el egoísmo, la movilidad o las trabas pesan de diferente manera en la vida de los individuos. Por eso es tan antipática la incomprensión de algunas personas ante las restricciones y los obstáculos en las experiencias ajenas.

Y si salimos del ámbito personal y pasamos al social, nada es más cruel que la indiferencia ante la incapacidad. Una sociedad justa no puede basarse en el reparto helado de reglas y exigencias iguales para todos, porque la diversidad humana necesita una voluntad inclusiva. Sólo la inclusión nos salva de la soledad y de la profunda inmoralidad que late en la crueldad de los indiferentes. La falta de cuidados y ayudas públicas a quien las necesita es una forma de crueldad política.

La voluntad inclusiva y los programas de ayuda enriquecen los comportamientos políticos con los valores más altos del ser humano: la solidez ética, la bondad, la comprensión y la solidaridad. Se trata de sacar al escenario social la capacidad de cuidados que de un modo natural define los amparos familiares. Todos necesitamos cuidar, todos necesitamos que nos cuiden. De una forma o de otra es cuestión de tiempos y de oportunidades. El amor nos hace mejores y un buen Estado es aquel capaz de asumir en la escena pública la voluntad de cuidados, la obligación inclusiva, que se pone en movimiento en la mayoría de las familias cuando hay que superar una crisis o una enfermedad.

No hay mejor manera de encarnar el respeto a lo común que un urbanismo dispuesto a suprimir barreras para las personas que necesitan moverse en una silla de ruedas. Cruzar un semáforo, salir de un portal, entrar en un teatro o en una sala de conciertos, con una silla de ruedas puede ser un infierno o una sencilla facultad cotidiana.

Las numerosísimas posibilidades que, por ejemplo, tienen las personas invidentes en nuestro país representan una buena bandera para la inclusión. Caminan por la calle, son independientes, leen, viajan, hacen los más variados deportes… Perder la visión sigue siendo una desgracia y nada es más ridículo que pintar de rosa una contrariedad grave. Pero las contrariedades a veces son una condena al desamparo y, otras veces, pierden su capacidad ofensiva de humillación y daño si se convierten en un reto de la vida en común, de la defensa de la dignidad humana.

El respeto inclusivo, eso sí, supone ayudar con sentido común a los que sufren una limitación física o mental para que puedan integrarse allí donde les corresponde. Eso lo cuidan los mejores programas institucionales o de asociaciones particulares que ayudan a la integración laboral, estudiando bien las exigencias de las capacidades y discapacidades.

Lo que no tiene sentido es poner a una ciega a conducir un autobús en una vía pública.

https://www.infolibre.es/opinion/columnas/verso-libre/discapacidad_1_1188545.html