“Las mujeres no pueden emanciparse sin reducir el poder de los hombres”.
“Todo lo que no suponga un cambio respecto de quién detenta el poder no es liberación”, escribe la autora neoyorquina en un texto de 1972 que ahora se publica.
Todas las mujeres viven en una situación “imperialista” en la que los hombres son los colonos y las mujeres los indígenas.
En los llamados países del Tercer Mundo, la situación de las mujeres respecto a los hombres es tiránica y brutalmente colonialista. En los países económicamente avanzados (tanto comunistas como capitalistas) la situación de la mujer es neocolonialista: la segregación de la mujer se ha corregido, el uso de la fuerza física contra ellas ha disminuido; los hombres delegan parte de su autoridad, su dominio está menos patentemente establecido. Pero las mismas relaciones básicas de inferioridad y superioridad, de impotencia y poder, de subdesarrollo y privilegio cultural prevalecen entre mujeres y hombres en todos los países.
Todo programa serio de liberación de la mujer debe partir de la premisa de que la liberación no toca solo a la igualdad (la idea liberal). Se refiere al poder. Las mujeres no pueden emanciparse sin reducir el poder de los hombres. Su emancipación no solo implica el cambio de la conciencia y las estructuras sociales de manera que se transfiera a las mujeres gran parte del poder monopolizado por los hombres. La naturaleza misma del poder cambiará por ello, puesto que a lo largo de la historia el poder se ha definido en términos “sexistas”: identificándolo con un normativo y supuestamente innato gusto viril por la agresividad y la coerción física, y con las ceremonias y prerrogativas de agrupaciones solo masculinas en la guerra, el gobierno, la religión, el deporte y el comercio. Todo lo que no suponga un cambio respecto de quién detenta el poder y a la naturaleza de este no es liberación, sino apaciguamiento.
Los cambios que no son profundos sobornan el resentimiento que amenaza a la autoridad establecida. La mejora de un gobierno inestable y demasiado opresivo —al igual que los viejos imperios sustituyen los modelos de explotación colonialistas por otros neocolonialistas— sirve en realidad para regenerar los modelos existentes de dominio. Preconizar que las mujeres formen un frente común con los hombres para provocar su mutua liberación corre un velo sobre las duras realidades de las relaciones de poder que determinan todo diálogo entre los dos sexos. Las mujeres no tienen por qué asumir la tarea de liberar a los hombres cuando deben primero liberarse a sí mismas; lo cual implica explorar las bases de la enemistad, no endulzadas de momento por el sueño de la reconciliación. Las mujeres deben cambiar por sí mismas; deben cambiarse unas a otras, sin preocuparse por cómo ello afectará a los hombres. La conciencia de las mujeres cambiará solo cuando piensen en sí mismas y se olviden de lo que conviene a sus hombres. Suponer que estos cambios pueden llevarse a cabo en colaboración con ellos reduce (y trivializa) el alcance y profundidad de su lucha. (…)
La sensibilización de un creciente conjunto de personas respecto al sexismo del lenguaje, al igual que en los últimos tiempos se ha sensibilizado sobre los lugares comunes racistas del mismo (y del arte), es una tarea importante. En general, la gente debe adquirir conciencia de la profunda misoginia que se manifiesta en todos los niveles de intercambio humano, no solo en las leyes, sino en las menudencias de la vida diaria: en las formas de la cortesía y en las convenciones (vestimenta, gestos, etcétera) que polarizan la identidad sexual; y en el caudal de “imágenes” (en el arte, las noticias y los anuncios) que perpetúan los estereotipos sexistas. Estas actitudes cambiarán solo cuando las mujeres se liberen de su “naturaleza” y empiecen a crear y a habitar otra historia.
FOTO: Celebración del día de la mujer en Bogotá, Colombia, este 8 de marzo.Chepa Beltran (Long Visual Press/Universal Imag