La neurociencia revoluciona el legado de Freud
Justo cuando la jerga freudiana —complejos de Edipo y de castración, envidia del pene…— empezaba a sonar antigua, la resonancia magnética ‘reivindica’ a Sigmund Freud y puede asignarle el lugar que él buscaba entre los científicos.
Pero hay más. La tecnología que sostiene la neurociencia no sólo sirve para sustituir al diván: tiene insospechadas aplicaciones, desde el tratamiento del autismo o el control de las adicciones a dictar pautas de consumo. Se lo contamos.
Si el doctor Sigmund Freud levantara la cabeza puede que siguiese tomando notas (aunque es probable que le tentase la grabadora), pero tendría que renunciar al diván. El cómodo diván donde se tumbaban sus pacientes sería sustituido por una camilla hospitalaria; una camilla que habría que introducir en un tubo de resonancia magnética. Un escáner recogería imágenes de sus cerebros mientras hablan de su infancia. Cuando rememorasen los pasajes más dolorosos, se iluminarían las regiones del cerebro que están asociadas a los traumas. Se pintarían de colores las porciones del cerebro donde anidan la vergüenza o la frustración; las neuronas que chisporrotean en un ataque de ira, las sinapsis que atizan el impulso sexual o la melancolía…
El diagnóstico sería tan fácil como identificar el cachito de cerebro coloreado. Y para poder comprobar los progresos de los pacientes a medida que fuera avanzando la terapia, solo habría que observar –cuando revivieran el recuerdo traumático– si las conexiones neuronales habituales vuelven a emitir relámpagos o permanecen apagadas, señal de que la tormenta ya pasó.
Estamos asistiendo al nacimiento de una nueva ciencia: el neuropsicoanálisis, esto es, la terapia que perfiló Freud hace unos 125 años, pero asistida con herramientas tecnológicas, sobre todo la imagen por resonancia magnética funcional (IRMf). Así lo afirma la estadounidense Casey Schwartz, autora de In the Mind Fields: Exploring the New Science of Neuropsychoanalysis [En los campos de la mente: explorando la nueva ciencia del neuropsicoanálisis].
El psicoanálisis corría el riesgo de extinguirse por ser un método lento y caro, pero la neurociencia acelera el proceso
Y es algo que está sucediendo precisamente cuando el psicoanálisis corría el riesgo de quedar arrinconado por los avances científicos. La tesis de Schwartz, con un máster en Neurociencia por el University College de Londres, es que el formato del psicoanálisis lo condenaba a la extinción por ser una autoexploración guiada por el terapeuta de las intimidades del paciente mediante conversaciones que se producen a lo largo de muchos meses e incluso años. Y vaya, no tenemos todo el tiempo del mundo. ¿Y qué compañía de seguros va a pagar un tratamiento que tiende a eternizarse? Sí, la gente sigue angustiándose. Pero prefiere terapias rápidas y expeditivas. Pastillas. Nunca se consumieron tantos antidepresivos… Y el psicoanálisis puede ser controvertido, pero al menos va al meollo de la cuestión, a la fuente de nuestras miserias. No busca atajos. Y por eso merece salvarse.
Pero que salve a Freud una ciencia pura resulta chocante. «A simple vista, el psicoanálisis y la neurociencia [que estudia todo lo referente al cerebro y no hay que confundir con la neurología, rama de la medicina que se ocupa de las enfermedades del sistema nervioso] son bestias muy diferentes y han vivido despreocupadas la una de la otra, incluso en ocasiones se han enfrentado. Los materiales del psicoanálisis son intuitivos, personales, subjetivos; por el contrario, la neurociencia explora el tráfico de los datos cuantificables, las verdades que se pueden demostrar», explica Schwartz. Los investigadores que están tendiendo puentes entre ambas disciplinas son cada vez más numerosos e influyentes. Ahí está António Damásio, premio Príncipe de Asturias: «Creo que las reflexiones de Freud sobre la naturaleza de la conciencia concuerdan con los puntos de vista más avanzados de la neurociencia contemporánea».
O Eric Kandel, Premio Nobel de Medicina (curiosamente Freud, que era médico de formación, fue candidato en doce ocasiones y nunca lo consiguió): «No hay una concepción más coherente sobre la mente que el psicoanálisis». Pero incluso sus mayores defensores creen que necesita una revisión.
«El psicoanálisis necesita un cambio de cultura». Lo dice Andrew J. Gerber, psicoanalista y profesor de la Universidad de Columbia. «Hay aspectos que parecen asentados en una cuestión de fe. Tienes que creértelos porque Freud lo dijo… Y eso no es razón suficiente». Bradley Peterson, psicoanalista y psiquiatra infantil en el Hospital Pediátrico de Los Ángeles, también piensa que el psicoanálisis precisa un nuevo enfoque: «Necesita asociarse a la ciencia contemporánea para transmitir a la siguiente generación algunas de sus enseñanzas».
Peterson y Gerber llevan años trabajando juntos en la fusión de psicoanálisis y neurociencia. Y utilizan las resonancias magnéticas para saber qué ocurre en el cerebro del paciente durante la terapia. Y lo que ocurre es que el cerebro cambia; unas neuronas se conectan a redes diferentes y otras se desconectan, como farolas del alumbrado público, iluminando unos barrios y ensombreciendo otros; el mapa de la actividad cerebral se altera a medida que el individuo aprende a lidiar con sus impulsos y deseos.
Y los científicos se esfuerzan por conocer cada vez mejor esos barrios: su cableado eléctrico, sus calles y hasta sus alcantarillas… Jaak Panksepp, profesor de la Universidad de Washington State, habla de siete regiones que se corresponden con nuestros instintos primarios y que están bien localizadas: la curiosidad, la ira, el miedo, la lujuria, el juego y, por último, el pánico y el duelo, que comparten territorio, el de la ansiedad. Así que Freud no iba desencaminado cuando intuyó que nuestros impulsos biológicos eran el sexo y la agresión, las dos grandes avenidas; le faltaba el resto del callejero. Sirva de atenuante que en aquella época hasta la misma noción de neurona estaba en entredicho.
Este cambio de paradigma no sería posible sin la técnica. Aunque es una técnica que también tiene detractores.
Porque una resonancia genera un aluvión de información, pero también mucho ruido superfluo que hay que filtrar. Y según cómo lo hagas, puedes quedarte solo con los datos que te convengan para sostener tu investigación. Un científico, Craig Bennett, cuestionó la fiabilidad de la IRMf con un experimento absurdo: le hizo una resonancia a un salmón que compró en la pescadería y al que mostró varias fotografías. Filtró los resultados de tal modo que el salmón muerto, cuyo cerebro aún conservaba restos de sangre y grasa, mostraba distintas ‘emociones’.
Las tomografías demuestran que Freud acertaba en que nuestros impulsos biológicos eran el sexo y la agresión
Hay otro aspecto inquietante. Si esta tecnología consigue leer lo que pensamos, y termina aceptándose en los tribunales como prueba, o en las empresas para contratar, o en las aseguradoras para saber si un cliente intenta engañarlas, o en Hacienda para descubrir a los defraudadores… «habremos perdido el último bastión que defendía la frontera de nuestra privacidad», como advierte Burkhard Schafer, de la Universidad de Edimburgo. Francia ha revisado su ley sobre bioética para limitar el uso de las resonancias del cerebro en estudios con fines comerciales.
Y luego está el factor humano. Kandel opina que la neurociencia no debería avasallar al psicoanálisis. «El psicoanálisis tiene una vision mucho más amplia de la experiencia humana, del arte, la cultura, los productos intelectuales de la humanidad. Y los neurocientíficos también pueden aprender mucho de él». Al fin y al cabo, nada como un ser humano para entender a otro.