«IMPRESIONES Y PAISAJES DESDE SIERRA ELVIRA» por Carlos Norman Barea
Caminar laderas arriba de Sierra Elvira depara agradables sorpresas como contemplar una vega sumida en la ensoñación y en las brumas del alba o revivir la inocencia de una lámina de plata que adorna el horizonte del embalse del Cubillas.
Pero sin duda lo que el viajero puede contar hasta la saciedad es la procesión interminable de altos capirotes y capisayos blancos que rozan el cielo y que con sus pliegues caen con suavidad y elegancia hasta los pies de La Zubia, Monachil, Cájar, Los Ogijares, Otura y Dílar mientras desfilan en dirección al Sur.
Sierra Nevada vista desde los Tres Juanes de Sierra Elvira es el mejor ejemplo de belleza natural, es casi el paradigma de esa conjunción de elementos que se ha dado en llamar paisaje. Los pensadores clásicos entendían que la belleza era “el esplendor del orden”. Esta idea evolucionó generosamente en el medievo y se llegó a completar el concepto de belleza con sugerencias como: “el esplendor de la realidad”, “el esplendor de la verdad” y “el esplendor de la forma”.
No obstante no debemos dejarnos impresionar por tanto esplendor y, quizás, convenga alinearse en el bando de la racionalidad de Sócrates cuando confesaba que lo bello es difícil: “precisar la quintaesencia de la belleza es empresa ardua”.
En este análisis, de andar por casa, sobre la etiología de lo bello viene a colación una frase acuñada por Tomás de Aquino: “Pulchra sunt quae visa placent” (“Son bellas las cosas que, vistas, agradan”). Ahí, en esa percepción personal, entra en juego el fantástico mirador de la Ermita de los Tres Juanes, sus vistas, la sensación de inmensidad y, sobre todo, la recepción estereoscópica de un paisaje infinito, en la más clara y coincidente argumentación con las ideas que G.Flaubert recogió en su obra Memorias de un Loco: “Quisiera la belleza en el infinito y no encuentro más que la duda”.
La duda que en la Ermita de los tres Juanes se nos configura como una ilusión. Pero claro, mientras el paisaje se constituye en un complejo de interrelaciones derivadas de la iteracción de rocas, aire, agua, plantas y animales (Dunn, 1974), perfectamente representables, todavía no contamos, por el contrario, con una cartografía de la ilusión. Y esa
incertidumbre nos revela que no hay belleza a solas. Con frecuencia lo bello brota de la confluencia armónica de diversas realidades y también, con cierta reiteración, solo son bellas las realidades debidamente articuladas. De hecho existe una concepción estética del paisaje: “…armoniosa combinación de las formas y colores del territorio” e incluso hay apreciaciones del paisaje como estado cultural: ”el escenario de la actividad humana” (Laurie, 1970).
Y, tal vez, lo que más abunda en la contrariedad de tomar una posición definida es el sentimiento compartido por Eduardo Martínez de Pisón de que: “Después de tanto paisaje cambiado por los hombres es cada vez más necesario que queden aún paisajes capaces de cambiar a los hombres”.
Así pues podemos convenir que el paisaje es memoria. Que más allá de sus límites, el paisaje sostiene las huellas del pasado, reconstruye recuerdos, proyecta en la mirada
las sombras de otro tiempo que solo existe ya como reflejo de sí mismo en la memoria del viajero o del que, simplemente, sigue fiel a ese paisaje. Definitivamente el
paisaje es eterno y sobrevive en todo caso al que lo mira (J. Llamazares, El río del olvido).
Un paisaje que tenga de todo, se dibuja de este modo: unas montañas, un pino, arriba el sol, abajo el camino, una vaca, un campesino, unas flores, un molino, la gallina y un conejo, y cerca un lago como un espejo.
Ahora pon tú los colores, la montaña de marrón, el astro sol amarillo, colorado el campesino, el pino verde, el lago azul (porque es espejo del cielo como tú), la vaca de color vaca, de color gris el conejo, las flores…. como tu quieras las flores, de tu caja de pinturas ¡usa todos los colores! (Gloria Fuertes,1997).
Subirse a un árbol, otear desde un picacho, culminar una cima o edificar una atalaya para vigilar el avance del enemigo han sido y aun siguen siendo formas utilitarias en
el uso del paisaje. Así visto el paisaje, en su concepción de recurso natural utilizable o no, nos ofrece una perspectiva menos romántica y más determinística, donde según
el profesor G. Bernáldez (1978) el paisaje agrupa un fenosistema (conjunto de elementos perceptibles del sistema natural) y un criptosistema que en contrapartida
resulta de difícil percepción.
Sin embargo la percepción es una variable independiente, diría yo que casi independentista y, si bien, se le reconocen unos elementos básicos, a saber: el propio paisaje, la visibilidad, el observador y la interpretación; convendrán conmigo que aunque la realidad física sea efectivamente una, en cambio los paisajes son miles, tantos como percepciones. Valga como elemento de comparación una anécdota verídica recopilada al efecto:
En un encantador pueblecito de los Alpes franceses, mundialmente conocido por sus deliciosos quesos de vaca, existía un paisaje bucólico de altos prados de montaña plagados de grandes frisonas, donde la población tenía dificultades de permanencia en su región. Por ello, en pos del desarrollo que diera solución a sus problemas, fue reconvertido en otro paisaje en este caso más humanizado: pistas de esquí.
Como consecuencia de ello, lamentablemente, están desapareciendo los quesos que financiaban otras economías más ecológicas. Bien, hay que reconocer que la asociación entre gastronomía y paisaje en modo alguno es despreciable.
Quien no ha pensado, estando en la playa, en una exquisita dorada a la sal o en un apetecible espeto de sardinas. Y son pocos también los que, tras una entretenida caminata por la sierra, desprecian unas chuletillas a la brasa o unas patatas a lo pobre con longaniza.
Nuevamente observamos que el paisaje se ve tremendamente influenciado por la emoción, tanto o más como por la edad, la clase social, la actividad y el tiempo de residencia (Capel & Urteaga, 1982). Podríamos argumentar que en el entendimiento propio y personal del paisaje se produce una percepción plurisensorial de un sistema de relaciones ecológicas en línea con las afirmaciones de Díaz Pineda (1973). En homenaje al paisaje, a la belleza y por que no a la gastronomía pensemos, para concluir, en esos retazos de naturaleza capturada por nuestro sentir y nuestros sentidos desde cualquiera de las perspectivas que se han planteado, pero sobre todo entendamos el paisaje como una necesidad.
La necesidad, olvidada en muchos casos por la prisa, de asomarnos a la ventana y mirar al horizonte, de bajar a la calle y traspasar la ciudad más allá del límite del asfalto. Adquiramos, con sosiego pero sin decaimiento, la obligación de ver las estrellas, de contemplar el vuelo de los pájaros y de arrancar los paisajes artificiales de nuestras paredes.
Hoy el día es un colegio musical. Más de un trillón de aves, cantan la lección de armonía que el egregio profesor Sol les señala desde su sillón cobalto; y dan vueltas en lo alto con un libro abierto: el ala. (Miguel Hernández. Día armónico).
Es verdad que el arte se encuentra en los museos, pero no es menos cierto que la belleza se halla por doquier: en el aire, en la tierra, por todos lados, a disposición de
todos. En algunas ocasiones sin nombre y en otras como la que nos atañe con nombre propio: Los Tres Juanes.
FOTO: Panorámica de Sierra Elvira ( J.M.Peula)
Artículo editado por Corporación de Medios de Andalucía y el Ayuntamiento de Atarfe, coordinado por José Enrique Granados y tiene por nombre «Atarfe en el papel»