Sevilla, 1936. Gonzalo Queipo de Llano, teniente general de la República, decidió que lo que dijeron las urnas a él le importaba poco. Con sus huestes, inició en Andalucía la rebelión que había de llevar a Franco al poder y lograr para los españoles una dictadura de cuarenta años.

En Andalucía sobre su conciencia (caso de haberla tenido) quedaron cuarenta y cinco mil muertos repartidos por todas las provincias. También miles de exiliados, represaliados, encarcelados por demócratas; y no quiero olvidarme de los que se convirtieron en siervos de los grandes señoritos cuando les robaron todo. Lo primero, la libertad.

Si, como escribió Dámaso Alonso en su poema ‘Insomnio’ para hacer patente lo que significó la sublevación militar,  “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)”, en Andalucía la muerte, como una nube negra, cubría cada noche de cuerpos inocentes los arcenes de las carreteras y los caminos; tantos eran que, a veces, los asesinos intentaban ocultarlos en fosas comunes donde los cuerpos, unos sobre otros, se entremezclaban con cal viva para que nunca pudiera nombrarse la ignominia feroz de lo que aquí sucedió. Para que nuestros muertos, los muertos andaluces, no pudieran ser identificados, ni pudieran tener una tumba, un lugar en el que al menos llorar la brutalidad sin sentido de su pérdida. Así, maestras, albañiles, banderilleros, agricultores, profesores universitarios, costureras, poetas… todos se convirtieron en un secreto que no podía nombrarse so pena de cárcel.

Y en Sevilla, Queipo, el de las arengas radiofónicas, el que pedía que se aplicase el régimen del terror hasta sus últimas consecuencias para “salvar la Patria de la canalla marxista” (esa que había vencido en las urnas), el antisemita feroz, se convirtió, de pronto, en el virrey de Andalucía, en un cacique de los de caballo con espuelas de plata y fusta en la mano mientras los vencidos se morían de hambre, de sufrimiento inmarcesible en sus campos de concentración (nadie olvide que hubo cinco en Sevilla, que no sólo Hitler disfrutaba con tales perversiones). El método aplicado por Queipo para alcanzar su fortuna fue el de la requisa, que es sinónimo de apropiarse de lo que otros habían ganado con el sudor de su frente. Cuando murió, en 1951, como premio a tanta crueldad, los compañeros del régimen lo enterraron en la basílica de la Esperanza Macarena, en cuya reconstrucción colaboró, con dinero fruto de sus trapicheos macabros, como estrategia para ganarse el apoyo de los mandamases del régimen sevillana. Esta y no otra es la verdad de lo que sucedió, de un genocida despiadado que disfrutaba con la brutalidad; y que ningún sevillano, que ningún cristiano auténtico, puede querer tener enterrado a los pies de su Virgen.

Por eso, el traslado de sus restos 45 años después de aprobar la Constitución no es un ultraje sino un acto de justicia que ha tardado mucho, de reparación a las víctimas inocentes, de concordia para asentar la nueva sociedad civil y de dignidad democrática. Nombrar la sangre derramada, el dolor hondo que no tuvo final, resulta fundamental para lograr que quienes se acercan ahora peligrosamente a los radicalismos tomen conciencia de lo que supone una guerra fratricida. Memoria, al fin, memoria, que es la única defensa que tiene la gente de paz frente a la inmoralidad  obscena del olvido.

FOTO: EL PAIS

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