21 noviembre 2024

El autor de la ‘Gramática castellana’ fue un intelectual que luchó por vivir de su obra sin rémoras ni ataduras y ejerciendo todos los derechos y prerrogativas a su alcance para conseguirlo

En el otoño del año 1500, uno de los humanistas más respetados de su tiempo viajó a Granada. Su paso por la ciudad conquistada fue efímero y se dice que no le impresionó demasiado: apenas tuvo tiempo de despachar algunos asuntos urgentes antes de retornar al Norte, sin duda abrumado por las costumbres foráneas del antiguo reino nazarí. Aunque el viaje de Antonio de Nebrija a Granada es conjetural (algún biógrafo sugiere que pudo coincidir con la presencia de la Corte en la Alhambra), una década después de su muerte sus hijos fundarían allí una imprenta con la que contribuyeron a difundir su legado y, también, su rostro más conocido: el sello estampado en cada ejemplar representaba a un Nebrija de cabello recio apresado en un birrete, nariz recta y ojos grandes, la cabeza erguida de quien se sabe asistido de la razón. La imprenta que Sancho y Sebastián de Nebrija regentaron en el Albaicín (y más tarde en el pago de Ainadamar) se sustentaba en los privilegios de impresión concedidos por Carlos I; privilegios que, de facto, venían a prorrogar los que el propio Nebrija había disfrutado en vida y que los convertía en los únicos que podían editar sus libros. El de Nebrija es uno de los primeros casos en que la obra de un solo autor permitió a varias generaciones vivir del fruto del trabajo intelectual.

Antonio de Nebrija fue ante todo un filólogo, pero su ambición renacentista y su compromiso infatigable con la lengua lo llevó a influir en otras disciplinas. Los juristas le debemos una intuición precoz de derechos que eran entonces prerrogativas y que él reivindicó para sí mucho antes de que fueran reconocidos en las leyes. La imprenta había llegado a España con cierto retraso, pero la censura previa no tardó en implantarse. La Iglesia y la Corona se servían de las licencias de impresión como herramientas de control ideológico: solo quienes comulgaran con los postulados imperantes podrían beneficiarse del privilegio de publicar. Nebrija acompasó la escritura a los avatares de la imprenta y a su propia capacidad de persuasión. Supo ganarse el favor de la reina Isabel para las Introducciones latinas (un manual práctico de aprendizaje del latín) y se acogió al mecenazgo de Juan de Zúñiga para elaborar la Gramática castellana, de cuya publicación se cumplen 530 años. Nebrija hizo uso de los privilegios como si fueran verdaderos derechos de autor: logró que le fueran reconocidos a título personal y tuvo luego la astucia de negociar con su impresor (el francés Arnao Guillén de Brocar) un contrato editorial que le reportaría ingresos regulares. Llevó a su editor ante los tribunales invocando la tasa de los libros, antecedente del precio fijo actual, para impedir que malvendiera sus obras. En su audacia, se atrevió a publicar un diccionario jurídico (el Iuris civilis lexicon) con el que esclarecer la lengua oscura de las leyes y combatir la palabrería hueca de los leguleyos, “aquel género despreciable de hombres que, bajo la apariencia de que poseen profundos conocimientos, acostumbran a interpretar las leyes para los demás”. Pero quizás su gesta más osada, la que pudo costarle su posición social y hasta la vida, fue enfrentarse a la Inquisición en su pretensión de corregir la Vulgata, la traducción de la Biblia al latín cuya inspiración se atribuía al mismísimo Espíritu Santo. La revisión crítica que Nebrija proponía pasaba por examinar las fuentes originales en hebreo y en griego y admitir que la Vulgata no estaba exenta de mácula. Apología, la obra que recoge su defensa ante el inquisidor, es un alegato a favor del rigor lingüístico y de la libertad de pensamiento.

Antonio de Nebrija quiso demostrar que había un sitio en la Corte para los humanistas y que un gramático podía medirse con un jurista y hasta con un jerarca de la Iglesia y salir airoso. En tiempos de conquistadores, Nebrija halló para sí lo que tantos otros ansiarían a lo largo de los años: tuvo el honor de ser el primer autor en España que disfrutara de privilegios de impresión (el segundo en el mundo tras el historiador veneciano Marco Antonio Cocio Sabelico). En el quinto centenario de su muerte, se le ha presentado como un pionero en la defensa de los derechos de autor, pero no fue él quien concibió esos derechos ni pugnó por su reconocimiento legal. Habrá que esperar a que, en los siglos venideros, filósofos y escritores como John Locke, Daniel Defoe, Denis Diderot o Víctor Hugo, entre muchos otros, teorizaran y defendieran públicamente la aprobación de leyes de propiedad literaria para el conjunto de los escritores de su tiempo. Lo que Nebrija nos dejó fue su ejemplo: el de un intelectual que luchó por vivir de su obra sin rémoras ni ataduras, expresándose conforme a su propia conciencia y ejerciendo todos los derechos y prerrogativas a su alcance para conseguirlo. Su empeño sirvió para que, en los albores de la imprenta, otros vieran en él la posibilidad de ensanchar esos derechos y dignificar la figura del hombre de letras. La imprenta que sus hijos fundaron junto a una acequia en Granada simboliza la magnitud de su atrevimiento y el principio de su victoria moral.